Un hombre se encontraba paseando con su perro cerca del Embarcadere Du Chale Des Iles cuando descubrió, cubiertos por la hierba, dos cadáveres que se encontraban un poco descompuestos. Llamó de inmediato a la policía. Una media hora más tarde se presentó el inspector Leblanc con un equipo de expertos. Se acordonó la zona y se realizó una revisión minuciosa del terreno. No se encontró nada. Theophile Leblanc volvió a su oficina para continuar con sus asuntos. Tenía bastante trabajo y esperaba que su ayudante Bastián Rouge le llevara la información sobre los asesinatos de las prostitutas de Bois du Boulogne. Llevaban meses tras de un psicópata que con apariencia de hombre de negocios contrataba los servicios de las chicas de las furgonetas y las asesinaba sin dejar rastro. A parte tenían la presión del jefe de departamento de homicidios, Clement Fouché, quien gozaba instigándolos por su ineptitud en materia de investigación. En realidad, el trabajo se hacía bien y los resultados eran como en cualquier otra comisaría, pero Clement Fouché tenían un alter ego que lo obligaba a ejercer su autoridad para destacar, ante la ciudadanía, sus cualidades de responsable en la lucha contra la delincuencia. Nadie apreciaba al señor Fouché y sus empleados lo evitaban.

—Buenas tardes, inspector.

—Ni tan buenas, mi querido Bastián, te tengo malas noticias.

—¿Qué ha pasado, inspector?

—Nos han llamado para recoger dos fiambres que un tal Louise Couturier encontró mientras paseaba a su perro. Y ¿sabes dónde se los halló?

—Ni idea, inspector.

—Pues, en Bois de Boulogne, sólo que muy lejos de donde se han registrado los asesinatos de las mujeres de las furgonetas.

—Y ¿qué ha dicho el forense?

—Todavía no lo sabemos porque se han llevado los cuerpos para la autopsia. ¿Te apetece tomar algo? Creo que será mejor que nos desaparezcamos hasta mañana. Hoy Fouché está insoportable.

—De acuerdo, inspector.

Se fueron a la Rue de Varenne donde un anciano agradecido, dueño de un restaurante, los recibió con amabilidad. Hacía dos años que Bastián había ayudado a Monsieur Loran a aclarar un robo y como agradecimiento el generoso anciano le había abierto las puertas de su negocio. Leblanc y Rouge iban ahí cada vez que cobraban su sueldo y le dejaban un regalo al dueño. Había ocasiones en las que simplemente se dejaban caer por allí y conversaban con el simpático dueño que los agasajaba con la comida que se les servía a los empleados. El lugar gozaba de prestigio y estaba a unos metros del museo de Rodin, por eso nunca faltaba clientela que en su mayoría era local, pero bastantes turistas también lo frecuentaban. En ese momento había unos rusos explicándole con señas al camarero que las porciones de comida eran muy pequeñas y que necesitaban más pan. Hacían bastante ruido y entre bromas y vociferaciones reían de lo lindo. Bastián dijo que eran rusos cuando el inspector le comentó que había notado que pronunciaban sonidos nasales, pero que el sonido gutural de la g era algo específico de los franceses que no tenía comparación y que era, sin duda, algo genético de los galos. Después agregó que el idioma francés había dejado algunas palabras en el ruso, pero que estaban muy lejos de pronunciarlas bien. Vieron al que, sin lugar a dudas era el hombre importante de la comitiva, señalando los patos que Loran les había dado.

—¿De qué hablan Bastián?

—No lo entiendo todo, inspector, pero gracias a mis pocos conocimientos de la lengua eslava alcanzo a adivinar que le preguntan al camarero por qué nos han dado comida tan abundante a nosotros y a ellos no.

—Bueno, ellos no saben que esto no está en el menú.

—Ahora, el hombre gordo le dice a su mujer que por su culpa se va a quedar con hambre. Ella dice que después puede pasar a un Mc Donalds, pero que ahora se comporte.

—Es curioso, ¿no crees?

—¿Qué cosa, inspector?

—Pues, que un francés vendría a este lugar a degustar los platillos de Monsieur Loran y estaría dispuesto a irse con hambre, pero con la sensación de que ha comido algo muy rico. En cambio, estos turistas sólo piensan en llenar la barriga.

—No, sé inspector, tal vez los franceses en Moscú o en Kiev también se vean ridículos.

—Tienes razón, Bastián, pero ya lo dice la sabiduría popular: “Al pueblo que fueres, haz lo que vieres” y a mí, me parece que a ese hombre no le importa eso en absoluto.

—De acuerdo, inspector.

Empezaron a comer el postre y cuando los turistas salieron el lugar se apaciguó. Fue el momento que aprovechó el inspector para hablar de los últimos libros de detectives que había leído.

—¿Conoces El misterio del cuarto amarillo, Bastián?

—No, inspector, no sé de qué caso me habla.

—Es un libro, querido Bastián, lo escribió Gaston Leroux hace mucho tiempo. Quizás te suene el musical de El fantasma de la ópera.

—Por supuesto, inspector. Cómo ignorar esa obra.

—Pues, mi querido Bastián, Leroux escribió cosas más interesantes y de mucho provecho para nosotros los detectives. Hay un librito que tituló el misterio del cuarto amarillo, en el que todo se limita a ese reducido espacio: los sospechosos, la víctima, todos los implicados. Es una obra maestra y sabes por qué.

—No, inspector.

—Pues, porque se empleó la lógica y un elemento fundamental del misterio, Bastián. El autor esconde al criminal, como si se tratara de un dedal que estaba a la vista, y el lector tiene que encontrarlo. Ese juego, es fundamental en las novelas negras, Bastián. Hay otros dos tipos de mantener la atención del lector. Una sería tratar de un misterio que es como un tabú, todos lo conocen, pero nadie habla de él directamente y, el otro, es una cosa natural, como un niño que arranca una flor y resulta absurdo preguntarle por qué lo hizo. ¿Lo entiendes, Bastián?

—Sí, inspector, por supuesto que sí.

—¡Ah! Entonces, dime por qué los autores modernos se deshacen inventando cosas, describiendo infinidad de circunstancias e implicando organizaciones secretas. ¿Sabías que he leído algunos libritos de novelistas modernos? Y, en algunos, ni siquiera he descubierto cuál es el crimen, mucho menos los culpables. Es horrible, Bastián, que después de leer mil páginas de excelentes descripciones y maravillosos pasajes llegas al final como estabas al principio. Parece que en nuestro trabajo pasa lo mismo. Nos dedicamos a aclarar casos en los que la policía y los periodistas buscan causas sobrenaturales para explicarlos. Creo que siempre el asesino está cerca de la víctima, nadie planifica sus asesinatos y todos son circunstanciales. ¿Cuándo tendremos un caso que nos haga pensar de verdad, Bastián? Uno que se parezca a las obras de Conan Doyle, Agatha Christie, Ellery Queen o George Simenon. Bueno, dejemos eso y dime, ¿cómo vas con lo de las mujeres del Bois du Boulogne?

—No hemos avanzado nada, inspector. No hay testigos, los rastros que deja el asesino son los mismos. Primero las ahorca, luego las viola y, por último, se lleva sus prendas íntimas. Lo malo es que nadie lo ve o si lo ven no lo recuerdan porque no le ponen atención.

—Bueno, Bastián, razonemos sobre el caso. Te haré las preguntas y me irás dando la respuesta más sensata que tengas. ¿Para qué se lleva las prendas?

—Puede ser que sea fetichista, inspector. Lo hace para tener un recuerdo de sus víctimas.

—Bueno, esa pasa. ¿Para qué las ahorca?

— Seguro que es para que no hagan ruido y no atraigan la atención de las personas que puedan estar cerca.

—¡Correcto! Ahora, dime, ¿por qué viola prostitutas?

—Debe tener algún trauma en la infancia con respecto a las mujeres. Tal vez su madre, una tía o una conocida lo frustró y al crecer sintió el deseo de venganza.

—Bueno, creo que todo lo que dices es certero y para encontrar al asesino tenemos que buscar entre las personas que tengan ese tipo de traumas. ¿Dónde las podríamos localizar?

—Pues, entre los delincuentes que hayan salido con libertad condicional y hayan sido sentenciados por violación, los que han cumplido su condena por los mismos cargos. No sé.

—Oye, si te das cuenta no tiene un tipo especial de mujer, eso quiere decir que para que no lo vean aborda a las mujeres aceptando sus condiciones y el precio y luego actúa. ¿Hay alguien que lo haya visto o recuerde haber visto a alguien antes de los asesinatos?

—No, inspector. Sólo una mujer nos dijo que vio a un hombre de pelo castaño y de mediana estatura con un traje azul saliendo de una de las furgonetas, donde después se descubrió una víctima. Dijo que el hombre llevaba una bolsa, un portafolio y que llevaba mucha prisa.

—Excelente, Bastián, ya podemos agarrarnos de algo. Oye, ¿si tuvieras que proporcionarles vigilancia a esas mujeres, ¿cómo lo harías?

—No sé, inspector, necesitaría un cuerpo de policía muy grande vigilando día y noche el lugar y con el presupuesto que tiene la comisaría no podríamos pagarles ni dos días de servicio.

—Y qué tal si se lo pedimos a los que están por ahí. Ya sabes que hay muchos vagos, fisgones y desempleados que van por ahí a perder el tiempo.

—También están los que controlan a las chicas y las extorsionan, inspector.

—Esos no cuentan, Bastián. No colaborarían ni porque les permitiéramos lo que quisieran. No se fían de nosotros. Lo que vamos a hacer es mandar a una persona a que ande por allí y anote todo lo que vea, que hable con los fisgones y consiga información. ¿Recuerdas quienes eran los aliados de Holmes?

—Sí, inspector. Los niños y los vagabundos.

—Bueno, vamos a la oficina a ver qué noticias nos tienen.

No habían llegado los resultados de la autopsia de los cadáveres de Bois du Boulogne y el inspector dejó que Bastián se fuera a su casa. Un rato después, él mismo se fue a cenar. Llegó a su departamento un poco tomado con ganas de dormirse un rato. Se metió a dar una ducha y cuando salió del baño se dirigió a su habitación, sin embargo, ya no tenía sueño. Comenzó a ordenar su mesa de trabajo y cuando terminó, descubrió un ejemplar de El juez y su verdugo, lo cogió y empezó a leerlo con avidez, pues siempre lo había ido posponiendo para después y la falta de tiempo o de atención habían provocado que pasara más de un año sin que lo abriera. Tenía la costumbre de leer como investigador, por eso cogió un par de hojas blancas y comenzó a dibujar un esquema en el que iba señalando las circunstancias del caso, los personajes y, en una columna de la derecha, anotaba todas sus hipótesis. Terminó el libro pasada la medianoche. Se fue a la cama con una sonrisa de satisfacción y picardía, pues Dürremant lo había sorprendido con su ingenio. Yo debería ser como ese Bärlach—se dijo antes de dormirse por completo.

Al día siguiente Bastián se presentó con una taza de café, se la ofreció al inspector y luego trató de entregarle el expediente que había llevado el patólogo. Leblanc comenzó a comentarle con voz elocuente las cosas interesantes que había descubierto en su lectura del día anterior, pero al ver el folder amarillo le cambió un poco el rostro, pues el sentido común le indicó que no había tiempo para sus recomendaciones de lectura.

Mire—dijo Bastián con cara cordial—, inspector. Nos han traído esto. Gracias, Bastián, es sobre los fiambres de ayer. Veamos. !Huy! ¡Es peor de lo que creía!

—¿Qué pasa, inspector?

—Pues, que esos dos viejos murieron torturados, la mujer fue violada con saña y el anciano sufrió una amputación de los órganos sexuales. Todo muestra un grado exagerado de violencia. ¿Quién podría hacer una cosa tan horrible?

—Alguien que no pudiera contener su odio, inspector.

—Exacto, Bastián, ahí está nuestra tarea. Debemos descubrir al individuo que estaba relacionado con ellos y sentía un odio tan grande como para matarlos así.

—Pues, manos a la obra, inspector.

—Aquí están los datos que han investigado los policías. La pareja vivía en la Rue des Dames Augustines, ¿te dice algo esa dirección?

—No, Inspector, ¿a qué se refiere?

—Elemental, Bastián, esa calle está a cinco minutos del parque donde han aparecido las de las furgonetas.

—Es verdad, inspector, ¿cómo puedo ser tan distraído?

—No te preocupes. Es que te he cogido con la guardia baja, pero tómalo en cuenta para lo que nos queda por descubrir. Tienes que poner los cinco sentidos y predisponer tu mente a la investigación. Imagínate que de este caso depende nuestro futuro, así no encontrarás ni un segundo para tus distracciones.

—De acuerdo, inspector.

Salieron hacía la Rue des Dames Augustines y se dirigieron a un edificio de cuatro plantas, no había portero y la reja estaba abierta. Había un aparcamiento ubicado en la parte trasera del edificio. No había ascensor y subieron al departamento Nº12, la puerta estaba cerrada con varias chapas. No fue muy difícil abrirla porque Bastián tenía experiencia en cerrajería y con un juego de ganzúas, que siempre llevaba consigo, abrió la puerta. El piso estaba frío y muy húmedo. Olía mucho a detergente y Leblanc pensó que la dueña se esmeraba mucho en limpiar el parqué, pero las estanterías tenían bastante polvo. Decidió que no era normal limpiar tan a fondo el suelo. Oyeron un ladrido y el inspector se asomó por el balcón para ver quién era. Una mujer de unos cincuenta años había bajado para pasear con su perro. Tendremos que esperarla para hacerle unas preguntas—dijo Leblanc curioseando por el salón—. Llegaron a la habitación y vieron la foto del señor Françoise Beltoise. Todo estaba muy ordenado. No había vajilla sucia y la cama estaba hecha. En la cómoda había perfumes, alhajeros y una foto de Françoise con su esposa Antonette Servet. Él era un jubilado que se había dedicado a la venta de electrodomésticos y ella una profesora de escuela. Tenían una biblioteca muy completa. Había una habitación con una cama individual y muchos objetos arrumbados. Parecía el cuarto de un hijo, pero estaba polvorienta y muy abandonada. La cama no se había usado en años y parecía que la manta estaba pegada al colchón. Siguieron indagando por toda la casa, pero no les llamó nada la atención. Sí los asesinaron aquí, Bastían, el criminal se esmeró mucho en no dejar huellas ni rastro alguno. Mira que limpio está aquí. No hay vajilla sucia y no hay basura. Es como si se hubieran borrado todas las pistas que podrían indicar qué estaban haciendo los ancianos el día que los mataron aquí o se los llevaron para ultimarlos en otro lugar. Parece que la vecina del perro ha vuelto. Vayamos a interrogarla.

—Buenas tardes, señora. ¿Cómo se llama?

—Soy Margarite Dupont.

—Mire, somos de homicidios, este es mi ayudante Bastián, yo soy Theophile Leblanc y queremos saber si sabe cuándo desaparecieron los señores Beltoise, sus vecinos.

—La verdad, no lo sé. ¿Qué les ha pasado?

—Pues, los han asesinado.

—¡Qué horror! No me diga.

—Sí, señora. ¿Los conocía bien?

—Ellos eran muy herméticos, hablaban poco con los vecinos y por temporadas se desaparecían. Se iban de viaje y volvían muy morenos. Es probable que tuvieran una casa cerca del mar o descansaran en un hotel de España.

—¿Sabe si tenían conflictos o discutían? ¿Sabe si alguien los amedrentaba?

—No, inspector, en realidad eran gente muy rara.

—¿Rara? ¿En qué sentido?

—Pues, en que se diferenciaban por sus excentricidades.

—¿Podría ser más explícita?

—Mire, inspector. Llevo pocos años viviendo aquí, pero otros vecinos me han comentado que, en ocasiones, se divertían de una forma pervertida. En los años que he vivido aquí no he tenido que soportar esas cosas, por suerte.

—¿Qué tipo de cosas?

—¿No lo imagina?

—No, disculpe que sea tan tonto.

—Sí quiere saberlo, le diré que gritaban, jadeaban y se conducían como animales en brama. Luego, salían campantes a la calle y no saludaban a nadie. Como si no les importara la opinión que tenían de ellos. También, metían en sus juegos a otras personas. Mujeres de dudosa reputación y hasta jóvenes. Bueno, es lo que comentan.

—¿Qué hacía la señora Antonette?

—Era profesora de historia, según sé. En los tiempos en que trabajó, algunas veces venían los chicos y sucedían esas cosas de las que hablan los de aquí. Dicen que no era con mucha frecuencia, pero las veces que los oyeron se recuerdan como si hubieran escuchado a un animal martirizado.

—Bien, señora, Dupont, y ¿él, el señor Françoise ?

—Era un vendedor y traía algunas cajas de robots de cocina, calefactores, planchas, etc.

—Y ¿su conducta?

—Era seco con los de aquí, pero quienes lo conocieron fuera de este barrio dicen que era muy parlanchín, tenía mucho poder de persuasión y su humor negro era un poco desagradable.

—Bueno, señora Dupont. Le agradezco mucho su información. Si nos surgen más preguntas, ¿podremos contar con usted?

—Claro, inspector. En todo lo que le pueda ayudar.

—Por último, dígame, ¿tenían hijos?

—No, bueno, es decir, sí, pero como era adoptado y lo devolvieron, muchos no lo conocimos. Parece que se deshicieron de su hijo adoptivo, un tal Grisha que no quería que lo llamaran Grégoire, pero eso fue hace mucho tiempo. Lo sé por lo que me ha contado la señora Sartre.

—Bien, señora, Dupont, le agradecemos mucho su colaboración. Si llega a enterase de algo más le agradeceríamos que se pusiera en contacto con nosotros. Mire, aquí nos puede encontrar.

—Gracias, inspector.

Leblanc le propuso a Bastián que entraran de nuevo en el piso de los viejos y buscaran rastros del tal Grisha. Buscaron por todos lados. No encontraron muchas cosas, parecía que los Beltoise se habían deshecho de todas las cosas que les pudieran recordar al chico.

—Lo único que hay es este documento y unas cartas, inspector.

—Déjame ver. Está claro. Es la resolución que firmó su abogado sobre la devolución. Es interesante, ¿no?

—¿Qué cosa, inspector?

—Pues, que el tal Grisha era de Ucrania. Se llamaba Grigory Leonidovich Potochenko. Tendremos que ir a la embajada ucraniana a indagar sobre el paradero de ese chico. Tal vez, nos revele algo.

—No sé, inspector, según ha dicho la señora Dupont, hace muchísimo que no vive con ellos.

—No te preocupes. Iremos a donde haga falta para encontrarlo y debemos investigar, también, sobre todas las personas que estaban relacionadas con los viejos. Vámonos ya.

En el transcurso de la semana. Leblanc supo que el señor Françoise Beltoise era hijo único, que sus padres se habían muerto hacía unos años y que le habían dado una buena educación, sin embargo, Françoise se había enemistado con ellos y no los había frecuentado mucho, los demás familiares sabían poco de él. Como empleado Françoise había tenido conflictos con sus compañeros de trabajo y su jefe, nadie lo recordaba con aprecio, pero no había nadie que estuviera interesado en su muerte. Además, no tenían ni deudas ni enemigos ni algún amante rencoroso con un móvil para asesinarlo. En una palabra, era un hombre con reputación pública y laboral limpias. Por su lado, la señora Antonette Servet tampoco tenía a sus padres, quienes no la habían visitado mucho porque vivían muy lejos de París y sólo alguna Navidad o Año Nuevo se habían encontrado con ella por unas horas. Tenía una hermana que se había casado con un americano y tenía más de treinta años en Florida. Bastián fue descartando, una a una, a las pocas personas que podrían haber cometido el asesinato y el único que quedó fue Grisha. En la embajada les dijeron que era un adolescente problemático, según palabras de sus padres adoptivos, pero que al cónsul que le tocó hacer los trámites para la vuelta de Grigory le pareció que era un joven reprimido con problemas psíquicos ocasionados por la violencia familiar. Hubo muchos problemas para extraditar al chico y por todos los medios los señores Beltoise evitaron ir a juicio argumentando que Grisha era muy violento, que los amenazaba continuamente y que los vecinos eran testigos de sus ataques de furia. Muchos de ellos—decían—habían oído la forma en que bramaba cuando le daban sus ataques de lo que consideraban era epilepsia. No había ningún dictamen médico que confirmara la enfermedad física o mental del joven. La decisión fue imparcial y el chico fue enviado a un reformatorio en su país por la mala conducta con sus padres adoptivos. No se supo más de él y la información que existía era que se encontraba de nuevo en París trabajando como conductor de una camioneta que repartía zapatos. Transportaba cargas de una ciudad a otra y que estaba soltero. La empresa que lo había contratado decía que no tenían quejas y que era un hombre normal y muy trabajador. No tenían noticias de que fuera adicto al alcohol, al tabaco a alguna droga.

—Tendremos que encontrar a ese tal Grisha. ¿Cómo está registrado en la empresa, Bastián?

—Pues, según dicen ha retomado su nombre francés formalmente, pero se dirigen a él como Grisha Potoshenko.

—O sea que usó su viejo pasaporte francés para reestablecerse en Francia, ¿no?

—Sí, eso es probable, pero va contra la ley. Tendremos que investigar eso. Iremos en cuanto tengamos un poco de tiempo. Por cierto, ¿cómo va lo de las putonetas?

—¿Se refiere a lo de las mujeres de las furgonetas?

—Claro, pues, ¿qué he dicho?

—Ha dicho putonetas, inspector.

—Bueno, perdón, es que como todos se refieren al caso de esa forma, se me ha escapado. Incluso, tú no paras de repetirlo. Bueno, ya dime cómo vas con eso.

—Pues se encuentra en punto muerto. No se han repetido las agresiones y la gente parece haberse olvidado de las mujeres asesinadas.

—Bueno, hay que emplear el tiempo para avanzar con lo de los viejos.

El inspector Leblanc salió de la comisaría con la cabeza enmarañada por el amasijo de ideas confusas que lo obligaba todo el tiempo a llevarse las manos al pelo. No podía deshacerse de la idea de que los viejos no eran unos caramelos y tenían su vida oculta y si el causante de su muerte había sido Grisha, sería importante no espantarlo y cogerlo lo más rápido posible. Regresó a su casa y la apatía que lo había asaltado lo obligo a mantenerse como un autómata, que sin sentido lógico, movía cosas de forma habitual sin ni siquiera tener conciencia de lo que pasaba. Se durmió. A la mañana siguiente se encontró en la oficina a Bastián que muy emocionado le enseñó un carné de conducir.

—Mire, mire, esto, inspector.

—¡Fantástico, Bastián! Has encontrado a Grisha o, al señor Grégoire Beltoise.

—No, inspector. Ha sucedido algo que no me va a creer. Este documento fue encontrado en una furgoneta donde el asesino trató de matar a otra mujer. Sin embargo, según la víctima, el atacante no la agredió con fuerza, la insultó y huyó sin prisa. Dice que era como si quisiera que lo reconocieran.

—Y ¿coincide con lo que decían del traje azul marino, el portafolios, la bolsa, la estatura y el pelo?

—Sí, inspector.

—Esto es imposible, Bastián. Otra vez nos vemos adelantados por las circunstancias. Es como si se nos quitara el derecho a la investigación. A penas ayer, íbamos a emprender la cacería y ahora el zorro se nos ha venido a plantar en las narices. No es justo, por Dios. Creo que ya es hora de que me jubile y me deje de sorpresitas desagradables. En fin. Vamos a buscar a ese tal Grisha.

Llegaron a una zapatería ubicada en el Boulevard du la Liberté. Grisha estaba subiendo unas cajas de zapatos a una camioneta. Iba vestido con un mono verde con un gran logotipo en la espalda y le daba indicaciones a un joven para que fuera acomodando bien las cajas en el interior. Oyó su nombre, miró al inspector de reojo y siguió con sus actividades fingiendo no entender que lo habían llamado. Unos minutos después cerró la portezuela y le dio las gracias al muchacho.

—Sí, dígame, ¿qué desea? —dijo moviendo las llaves del automóvil.

—Queremos hacerle unas preguntas, ¿tendrá unos minutos?

—¿Reconoce este documento? —le dijo Bastián mostrándole el carné.

—¡Ah! Es por eso. Bueno, veo que trabajan muy rápido. Si no recuerdo mal, eso lo perdí, ayer.

—Sí, tiene razón—dijo Leblanc un poco desilusionado—. ¿Sabe en dónde lo olvidó?

—Claro. Si se lo dejé a propósito para que no anduviera fisgoneando en la vida de los Beltoise.

—Pues, tenemos una orden de arresto y lo tendremos que llevar a la comisaría.

—Está bien. Déjenme coger unas pertenencias y ahora mismo nos vamos.

Leblanc estaba petrificado. Hacía mucho que no tenía la oportunidad de aplicar sus conocimientos de investigación porque los casos que le tocaban prometían mucho al principio, pero conforme iba avanzando en la investigación, los delincuentes se le acercaban para que los viera y si no eran ellos, entonces un suceso inesperado aclaraba los suicidios, atracos, robos y todo tipo de tareas que le asignaba Fouché. Maldijo al inspector Montaigne, quien de verdad se veía implicado en casos interesantes, pero por su falta de capacidad tardaba mucho tiempo en resolverlos. Se le acercó Gregory. Lo miró y trató de buscar el lado oscuro de su personalidad, esa fuerza salvaje que lo había llevado a cometer sus crímenes. Le pareció una persona muy equilibrada y tranquila. Tenía la voz potente y era corpulento. Miraba sin parpadear y cuando hablaba se quedaba mirando al vacío como si tuviera un cartelón enfrente en el que leía lo que tenía que decir. Llegaron a la comisaría y lo condujeron a una sala para interrogarlo.

—¿Cómo quiere que le diga Monsieur Grégoire o Gregory?

—Dígame, Grisha, por favor.

—Está bien, Grisha. Sabemos algunas cosas de usted y nos gustaría que nos explicara la razón de sus asesinatos.

—No hay mucho que decir, señor inspector. Creo que un hombre tan inteligente como usted, adivina todo.

—No me sobreestime. Prefiero oírlo por su propia boca. ¿Qué le parece si empezamos con las mujeres de las furgonetas?

—No, de ninguna manera. Preferiría contarle el porqué de todo este teatro.

—Bueno, como quiera, usted tiene la palabra.

—Hace muchos años—comenzó diciendo con la mirada fija en la pared y voz muy segura—, mis padres biológicos me dejaron en un orfanato porque no se querían ocupar de mí. La ciudad en la que vivía era muy pequeña y la única forma de salir de ese foso, era la de ser adoptado por algún extranjero. Llegué a ese sitio a los cinco años y crecí entre niños malvados y enfermos. Tuve que aprender a valerme por mí mismo en un medio muy duro, en el que la comida los favores y la cama caliente son lo más difícil de conseguir. No tenía aliados y por mi estatura y edad los mayores me trataban mal. Aprendí a ser astuto y pronto me gané la amistad, entre comillas, de los más grandes, tuve que hacer cosas desagradables, pero era la única forma de conservar el pellejo. Un día nos dijeron que unos franceses querían adoptar a un niño. Llegaron un domingo por la mañana. Estábamos todos muy arregladitos, nos bañaron y perfumaron, nos dieron bien de comer y nos explicaron con obsesión la conducta que debíamos tener.

Cuando los Beltoise me vieron se comenzaron a secretear. Fingieron ponerle atención a otros niños, pero nosotros sabíamos que ya se habían fijado en mí. Sentí el odio de mis compañeros, pero no sabía en ese momento que me conducirían al infierno. Los niños tienen mucha intuición, ¿sabe? Pero en nuestra situación la esperanza de abandonar nuestro medio y viajar a Europa nos impedía ver a las personas como son en realidad. Lo dijeron en voz alta, como si con eso quisieran castigar a los otros niños, nos gusta Grisha. En ese momento me separaron de los demás y tuve tres visitas de los Beltoise que me llevaron dulces y juguetes. No sabían que hacer eso en un lugar donde hay tantas limitaciones era peligroso. Tuve que regalar mis dulces y algunos juguetes para evitar que se mataran entre sí mis compañeros. Pasó el tiempo y cuando los documentos de la adopción estuvieron listos me trajeron a París. El primer año fue de integración, me enseñaron el idioma, me mostraron las reglas de la casa. Aprendí a desenvolverme y comunicarme en el nuevo idioma. Con el tiempo perfeccioné mis conocimientos, comencé a leer mucho e imitar la forma de hablar de las personas que conocía. Cuando cumplí nueve años mi padre se acostó conmigo y me dijo que me quería mucho, pasó toda la noche acariciándome y desde ese día cambió su actitud.

Le ahorraré los detalles para que no se le revuelva el estómago. Crecí, llegué a la pubertad. Sentía la presión psicológica que ejercían mis padres sobre mí. No podía explicármelo entonces, pero luego comprendí que su estrategia se basaba en hacerme chantajes e intimidarme. Un día mi madre notó en mí una excitación y se fue a hablar con Françoise. Volvieron juntos y Antonette venía semidesnuda, me obligaron a acostarme sobre ella y hacerle cosas, luego sentí dolor. Se repitió la misma escena cientos de veces. Me golpeaban y me amenazaban. En ocasiones traían gente extraña o jóvenes vagabundos. Era como un manicomio. Crecí y embarnecí mucho. Algo dentro de mí me guió hacía la liberación. Una tarde salté sobre Françoise y lo sujeté por el cuello. Chilló como un marrano y le dije que me dejara en paz. Antonette estaba sangrando porque le había dado un puñetazo en plena nariz y se la había roto. Llamaron a la policía e hicieron la denuncia. Me querían detener, pero ellos dijeron que era adoptado y que querían empezar los trámites para que yo volviera a mi país. Me acusaron de todo. Al mes recibieron una orden de extradición. Se libraron de mí—Leblanc y Bastián habían estado escuchando con atención y cada vez que oían algo desagradable hacían un gesto como si estuvieran oliendo algo muy desagradable.

—Entonces, fue cuando decidió que algún día los mataría, ¿no?

—No, señor inspector. En realidad, veía mi regreso a mi país como una salvación.

—Y ¿qué pasó? ¿por qué decidió asesinarlos?

—Es largo de contar. Primero, volví a mi país y traté de llevar una vida normal, lejos de esa vida que me había calado, pero las noches eran insoportables. Intenté por todos los medios de olvidar, de hacer cosas que me distrajeran los pensamientos, no sabía que lo único que lograba con eso era alimentar el deseo de venganza. Después, las decepciones consecutivas en mis relaciones personales, no podía comunicarme con las mujeres, siempre salía a relucir el fantasma del pasado.

Una ocasión sentí la necesidad de abandonar mi tierra, a pesar de que había nacido allí, ya no sentía la necesidad de permanecer en Kiev, por eso busqué la forma de volver a París. Me establecí y los primeros años fueron muy tranquilos, pero luego empezó a atiborrarme de sufrimiento el recuerdo de mi pasado. Viví todo el tiempo solo buscando la forma de estabilizarme para empezar una nueva relación. Fue inútil y busqué refugio en las mujeres vulgares, logré desahogarme, pero un día un olor, o una imagen, o un eslabón de mi vida se enganchó de nuevo con lo que ya permanecía dormido y salió la fuerza acumulada por años. Agredí a la mujer hasta matarla. Entonces surgió la bestia que empezó a dominarme, el problema fue que un día al entrar a una furgoneta vi a mis padres adoptivos que iban a contratar los servicios de una furgonetera y ya no lo pude resistir. Me juré que ya no harían sus fechorías, que ya estaba bien de tanta perversión. Entonces fui a buscarlos e hice lo que consideré que sería su peor castigo. Está mal que haya aplicado la justicia por mi propia mano, lo sé, pero de no ser yo, nadie los habría castigado, ¿sabe?

Después, por desgracia, la vida perdió sentido. La venganza no me trajo la paz deseada. Es por eso que fui a dejar las pistas al Bois du Boulogne con la esperanza de que me encontraran lo más pronto posible y ya lo ve. Está aquí para llevarme al lugar que me corresponde. Acepto m culpa y no haré nada para defenderme porque de nada me servirá salir libre y llevar el peso del pasado conmigo. Será mejor así.

—Mire, Gregory, lo siento mucho. Su historia es muy triste, pero la ley es la ley. Siento mucho que no haya tenido la oportunidad de librarse de esa vida a tiempo.

—Yo también, inspector, pero ese ha sido mi destino.

Leblanc con mucho pesar le ordenó a Bastián que fueran a entregar a la policía la declaración de su presa. Hablaron con Clement Fouché, quien los felicitó y les dio más trabajo. Theophile se disculpó con Bastián y se fue a su casa, estuvo toda la tarde leyendo poemas y algunos cuentos rusos. No pudo concentrarse hasta el final y se quedó con la sensación de que su trabajo era inútil y decidió que algún día iría a alguna ciudad del Este de Europa.

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