Un dedo mentiroso

Soy Cristóbal Colón, navegante. En realidad soy mi estatua y monumento. El primer día de junio de 1888 empecé engañando a mi visitante en Barcelona y eso, que llevo haciendo los últimos 128 años, la verdad, eso no lo llevo bien.

El alcalde Rius i Taulet promovió la idea de fabricarme para exaltar mi descubrimiento de América, el Nuevo Mundo, y decidió, después de muchas discusiones y dudas, situarme al final – o al principio, según el sentido del paseante – de la popular Rambla de esta ciudad.

Mi bonita vestimenta de almirante, mi imponente cabellera y mi porte distinguido quedaron bien retratados. No me puedo quejar. Además me encuentro a 57 metros del suelo y eso, desde el mismo día de mi nacimiento como monumento emblemático, me da un porte y una visión de la globalidad de la ciudad y de su puerto realmente envidiables.

Comparto mi balcón con los visitantes y curiosos que suben a verme de cerca en el ascensor del interior de mi pedestal, que funciona desde aquel uno de junio, si bien el mismo día de su inauguración quedó atascado unos minutos en la mitad de su recorrido, llenando de pánico a aquellos que estrenaban la ascensión y que eran nada menos que la Reina Regente, el embajador de Estados Unidos, el alcalde de la ciudad y alguna autoridad más. Una anécdota para ilustrar mi estreno y dar la razón a los agoreros y amantes de las fatídicas leyes de lo inoportuno.

El andamio que se construyó para colocarme en mi lugar, de hierro, fue absolutamente innovador en ese año y las malas lenguas aseguraban que, en el momento de mi definitivo emplazamiento, aquí arriba, la estructura y pedestal, hundidos cinco metros bajo el suelo, caería sin remedio. Es por eso que el arquitecto Gaietà Buïgas, responsable del proyecto, se colocó debajo de esa estructura, al ser yo izado, para demostrar cuán seguro estaba de la resistencia de su obra. Efectivamente no caí, y aquí sigo.

En la base de mi monumento y alrededor de él se explican, a modo de película de piedra, las vicisitudes con la financiación de mi aventura, se exalta a mis benefactores, a los clérigos que me acompañaron y se relatan mis encuentros con los indios de las nuevas tierras descubiertas, que aparecen ahí esculpidos, incluso en posiciones de respeto y sumisión.

Pero lo de mi dedo apuntando hacia donde no debiera, como digo, no lo llevo bien.

Un dedo de medio metro, que resalta de mi figura como un faro en la noche del navegante que soy y que no señala la tierra que ofrecí a mis monarcas, es un pequeño disparate que me cuesta aceptar.

Antes de ser depositado en mi lugar se sabía ya que América quedaba exactamente en el sentido opuesto a donde me empeño en apuntar, pero claro, no parecía lógico que, siendo emplazado yo delante del puerto, mi posición fuera precisamente de espaldas a éste, señalando hacia la Rambla y más allá el Tibidabo, que es la dirección real en la que se encuentran las Américas.

La solución fue ciertamente salomónica, hacerme mirar el cercano mar, el más próximo a mí, el horizonte mediterráneo.

Y así me situaron, mintiendo día tras día al incauto visitante, ignorante de que, como muchos opinan, mi dedo señala al puerto de Mallorca y la ciudad de Palma, dejando realmente a las Américas en mi cogote, detrás de mí.

En todo caso, dentro de esa curiosa confusión, me queda el consuelo de que, más allá de esa isla, existe un lugar al que mi vida y mi historia desean también apuntar. Mi querida Génova.

Esa es la realidad que me tranquiliza, me hace sonreir y así se lo recuerdo cada día a mi bronceado corazón.

Juanmi 30-06-2016

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