¡Qué vivan los bobos!

¡Qué vivan los bobos!

Juan Pachón

25/05/2017

“Oites, cada día que pasa crece más esta berrionda. Y lo pispa que se está poniendo. Y lo verdecita. ¡Qué felicidad tan grande apacito!”, exclama el bobo del pueblo mientras, con las babas colgando, apunta con su índice derecho en dirección a la montaña que le regaló el alcalde, según él. Hermenegildo Petate es un adorable tonto que adorna la plaza de Cuatro piedras, un delicioso pueblecito de gente humilde y trabajadora, que tiene como único aliciente en la vida ver llegar el fin de semana y así poder escapar de la tediosa rutina, entregándose a los placeres elementales que ofrece la vida. El momento culmen tiene lugar el día domingo, donde las gentes de bien, que son la gran mayoría, acuden en masa a la iglesia, empapados de una fe ciega e inquebrantable, a escuchar el sermón del cura párroco de toda la vida, un bonachón octogenario de carnes gelatinosas, cabello alborotado y tres pelos por bigote, que es visto por todos como la mismísima reencarnación del Mesías. Todos en la región, casi sin excepción, se presentan ataviados con sus mejores prendas y bañados en sus más finos perfumes. Luego de tan solemne celebración sale la turba emocionada, con sus rostros visiblemente alegres, a chuparse un helado de dos mil pesos o a sentarse alrededor de la fuente de soda para compartir en familia a la sazón de un periquito bien cargado, acompañado de un buñuelo caliente y esponjoso en forma de toroide irregular. Allí se reúnen, expectantes, a escuchar las mágicas historias de un gigante sin pelo y sin nombre, cuya barba rojiza le descuelga hasta el pecho. Sin lugar a dudas, uno de los personajes más inverosímiles de que se tenga noticia por aquellas frías tierras, patria de gente soñadora, feliz y rezandera. Y también de Hermenegildo, como no.

Las muchachas de Cuatro piedras se caracterizan por su belleza, simple y elegante, pero también por su dureza y terquedad. Hermenegildo es bobo, pero también tiene ojos, pequeños e inexpresivos, aunque sí muy afilados e inquietos. Incluso es un poco corto de vista, pero le alcanza para mirar y reparar las curvas de las damas desprevenidas de la región. Así pues, todos los días se sitúa en el atrio de la iglesia a deleitarse a costa de las jovencitas que osan pasar por su lado. Hermenegildo, a pesar de su escaso coeficiente intelectual, es muy “avispado”, como dicen las señoras de la comarca, y no escatima en elogios cuando de admirar la belleza femenina se trata. Nunca es tomado en serio, como es de esperarse, pero a él poco le importa. Es un romántico empedernido. Hay que verle el brillo en su mirada cuando se encuentra cerca de alguna representante del sexo opuesto. Sin embargo, también hay otros hechos que le invaden de felicidad. En este sentido, no hay nada más reconfortante para su espíritu que formar parte activa de toda la parafernalia y boato relacionado con la sagrada eucaristía, así como los partidos de fútbol que disputan un grupo de rodillones jubilados todos los sábados en la cancha municipal. Y qué decir de las funciones gratuitas de cine que se presentan los viernes en la noche en la casa de la cultura del pueblo. Por último, y no menos importante, está uno que otro espectáculo circense (de un circo pobre que está anclado allí hace diez años) donde se logra colar de cuando en vez, con un ingenio a toda prueba, siendo sus actos preferidos el de la mujer barbuda, el de los payasos siameses y el del niño iguana.

Hermenegildo es de apariencia inocente y su actitud no deja de ser festiva, no obstante las duras condiciones adversas que debe soportar en el día a día. Su hechura genética deja mucho que desear, pues aparte de su acentuado retraso mental, también es tartamudo, cojo y, por si fuera poco, tiene estampada una ancha cicatriz en la frente en forma de alacrán prehistórico, fruto de una pedrada que recibió siendo muy chico. Porta unas inmensas gafas artesanales hechas de polímero ordinario y cristal barato, que le dan ese aspecto entre cómico y extravagante que tan bien ha sabido administrar. Aquel descabellado artilugio óptico es un obsequio que recibió de una musculosa calva tragafuegos que alguna vez cruzó por Cuatro Piedras junto con una caravana de gitanos aguardienteros venidos de la estepa rumana. Su voz es aflautada, su risa, alborotada y su piel, tan pálida como un Drácula de cine mudo. Es de empaque pequeño, con brazos delgados y piernas cortas. Su macilenta figura es fiel testimonio de su precaria alimentación, a base de cofio y minisigüi casero, parva de hace ocho días y uno que otro plato de arroz con huevo (en sus días más afortunados). Y si no fuera por la caridad de la gente de buen corazón sus jornadas serían harto oscuras. Vive en la casa de su tía, una matrona fea, grosera y piernipeluda que se la pasa todo el día escuchando empalagosas radionovelas de amor y fumando pielroja sin filtro, como si fuera una locomotora desbocada, la cual profesa más aprecio por su rabioso perro con cara de diablo antediluviano que por su propio sobrino. Es tanta la animadversión hacia él, que le tiene reservado un cuchitril de mala muerte que hace las veces de dormitorio, pero que más bien parece la celda de un preso de la más baja calaña. Son cuatro paredes derruidas y un colchón podrido, infectado de ácaros y polvo. Y nada más. Son tan duras las circunstancias que debe soportar el pobre que prefiere estar todo el día en la calle, aguantando los rigores del clima y las urgencias básicas de alimentación. Para tal efecto, Se levanta, muy puntual, al primer canto del gallo. Se lava la cara y las manos con la desidia del que no quiere la cosa. El resto del cuerpo se conserva invicto al agua. Sólo, de manera ocasional, se baña como Dios manda, en especial los días de celebración religiosa en domingo, pues hay que estar bien “bizcocho” para la ocasión. Para el primer golpe del día debe esperar con suma paciencia a que el párroco abra las puertas de la sacristía y le brinde una hogaza de pan y un sorbo de agua de panela hervida. Luego se instala en la plaza principal a celebrar una suerte de eucaristía improvisada, a la cual acuden cinco bobos más, tres perros sin amo y de dudosa raza y una pareja de cieguitos de escaso entendimiento, que a duras penas si logran tocar el acordeón con algún vestigio de ritmo musical. Hermenegildo tiene una obsesión manifiesta por el rito litúrgico, pues guarda en su mente vagos recuerdos de su difunto tío, un huraño anciano con cara de gárgola medieval y cuerpo de faquir, que no cambiaba de saco ni a palos, el cual oficiaba de sacristán y fiel escudero de toda la curia en pleno de Cuatro piedras. Así pues, nuestro entrañable amigo se imbuye fervorosamente en sus misas matinales. Es tanta la gracia que produce en los parroquianos que hasta el Padre le celebra sus ocurrencias y no se ruboriza a la hora de regalarle las hostias sobrantes del día anterior para que las reparta entre su séquito de “feligreses”.

Y así transcurren los días, en medio de una cotidianidad que abruma por su simpleza…Hasta que llega un viernes santo de aquellos, con sus mártires de yeso desfilando tiesos por las calles estrechas, y detrás de ellos un río interminable de venerables señoras de rostro severo y caminar cansino, que llevan con orgullo entre sus manos toda una gran variedad de camándulas, biblias y sombrillas de todas las texturas y colores. Así las cosas, la vida le da un giro insospechado a Hermenegildo: el amor toca a su corazón abruptamente, de una forma que nunca se imaginó. Es de noche y éste se encuentra en primera fila, con el ánimo de apreciar una nueva gala cinematográfica. Se proyecta un clásico de todos los tiempos: El mártir del Calvario, la película, de lejos, más representativa del género religioso a nivel latinoamericano. Sus ojos están clavados en la pantalla, fijos como los de un gato nocturno, a la espera de que se apaguen las luces: el santo y seña para el inicio de la función. Es entonces cuando una agraciada y singular jovencita, de apariencia triste y caminar frenético, pasa ante su humanidad. Irrumpe en la escena como una aparición bíblica. Hermenegildo se pierde en su peculiar belleza. La pequeña dama ni se percata de su presencia. Sin embargo, nuestro galán se hace notar muy a su manera, a la manera de Hermenegildo: un silbido desafinado retumba en toda la sala, ocasionando las risas del respetable allí concurrido. Antonieta, como se llama la destinataria de aquel piropo arrebatado, no tiene más remedio que acompañar al público en la sonora carcajada. Hermenegildo toma aquel gesto como una respuesta favorable a sus intenciones de conquista. Y es aquí donde sus dotes de Don Juan salen a florecer súbitamente, como si fuera una tromba, un volcán dormido, que explota de la nada después de un largo sueño, de una quietud eterna, de un silencio palpitante.

Como ya es sabido, Hermenegildo es un consagrado ministro de la eucaristía matutina. O al menos eso es lo que él y sus incondicionales seguidores piensan, de acuerdo a ese mundo paralelo que transitan. De otro lado, Cupido ya ha disparado sus primeras flechas, aunque Antonieta aún lo ignore. Sobra decir que para que el amor se manifieste de manera auténtica, en sus formas más simples y puras, se necesita de la comunión entre dos personas, y en este caso sólo Hermenegildo aporta lo suyo. Aquella noche fue para él, la gran noche, la noche mágica, la noche de su vida. Para ella, fue sólo una noche más, una noche del montón. De tal suerte, la situación se empieza a salir de su cauce, pues el nuevo enamorado se vale de todas las artimañas habidas y por haber con el fin de conquistar a su amada inmortal: empanadas trasnochadas, flores marchitas, poemas inexplicables y hasta un sapo de apariencia demoniaca forman parte del repertorio de seducción, en cualquier caso, fallido. Pese al rechazo sistemático por parte de la cortejada, nuestro Adán no da su empresa por perdida. Incluso, es tal el empeño en torcer su suerte que se le ve a menudo al frente de la casa de su Eva, la insensible, la desentendida, la desconcertante, la de la vista gorda. Durante noches enteras se postra cual estatua de museo a la espera de ver correr el humo blanco, el de la victoria, su pequeña victoria, su triunfo incontestable. Es de admirar su perseverancia, pero hasta el momento no se vislumbra ni una sola pista, ni un sólo gesto, ni una sola mirada, que indique algún viento a su favor. Es una guerra psicológica de voluntades, donde Hermenegildo siempre lleva la peor parte. Antonieta, tan impredecible como hermética, parece estar ajena a este juego. Ella es de silueta menuda y contextura frágil. Su cabello es de un negro azabache, muy brillante, y la expresión de su rostro, aunque un tanto azarosa, inquieta por la melancolía que emana. Camina a un ritmo vertiginoso, como si siempre anduviera de prisa, con pasos de animal atropellado. Suele usar unos tacones aparatosos. Parece andando sobre par ladrillos. Sus vestidos largos, lúgubres y de tela gruesa atentan contra la estética y el buen gusto. No usa maquillaje, ni siquiera una pizca de rubor, lo que le confiere un aire muy natural. Pero más allá de las frivolidades propias de la moda, hay algo extraño en ella, muy extraño. Quizás es la forma en que suele mirar a la demás gente, como si fueran criaturas de una galaxia a un millón de años luz de distancia. Es silenciosa, serena, meditabunda, y da la impresión de cargar un secreto inconfesable. No es común verle sonreír. Tampoco, verle llorar. En cambio, sí es muy dada a la vaga contemplación, a extraviarse en los hechos cotidianos, en apariencia sencillos: una vaca preñada lamiéndose las ubres, un marrano mono embutiéndose de aguamasa, un camaján buscapleitos limpiándose sus dientes amarillos con un palillo usado, unos niños jugando a la popular chucha cogida. Todo parece sorprenderle. Hasta el más mínimo soplido del viento la sobrecoge. Quizás esa sensibilidad tan aguda pueda ser observada como una cualidad excepcional. Todo depende del matiz del observador.

Pasan muchos días con sus noches sin que surta efecto la avalancha de atenciones…Hasta que Hermenegildo recibe la estocada final. ¿O acaso será la revelación de su vida? Es una tarde calurosa, con un sol canicular que luce radiante, inspirador, sublime. Hermenegildo discute apasionadamente con un perro mueco de ojos rojos y hocico torcido, acerca de la lengua vernácula de las gallinas, pues está empeñado en descifrar el farragoso cacareo de sus amigas, las culibajitas, las primas enanas (y muy lejanas, y si se quiere jocosas) de los dinosaurios. Éste trata de imponer sus argumentos con la férrea voluntad de quien está convencido de tener la razón de su lado. El perro ladra abrumado, sin entender lo que pasa. Ambos siguen enfrascados en una insólita querella. Y cuando tal parece que la discusión se va a saldar en tablas, los ojos de Hermenegildo se chocan de frente contra una imagen perturbadora: Antonieta junto a su prometido, paseándose de lo más orondos por la plaza principal de Cuatro piedras. Su corazón se muele en mil pedazos. Sin embargo, los observa con recelo y algo de estoicismo siniestro, casi masoquista. Advierte que se dirigen hacia él con pasos tímidos y actitud temerosa. Pasan algunos segundos y el par de tortolitos, después de dudarlo un poco, abordan a un Hermenegildo destrozado y cabizbajo. No obstante, traen una propuesta que le da un vuelco inesperado a la situación: ambos quieren que el santo cura les oficie el sacro matrimonio. Sólo hasta entonces Hermenegildo puede dimensionar el talante de dicha petición y todo adquiere un sentido lógico. Extrañamente, sus ojos, en contra de todos los pronósticos, adoptan un resplandor luminoso, pues al fin alcanza a comprender el significado velado de las constantes negativas y desplantes de Antonieta. Es mujer de otro y ante eso es imposible competir. Sin embargo, hay algo mucho más importante que colma su corazón, ya un poco más sosegado: Al fin se consagrará de sumo sacerdote, título que ha perseguido con denodado empeño a lo largo de su existencia, pues un matrimonio de estas calidades no se celebra todos los días. Muy en el fondo sabe que ésa es su verdadera vocación y que todas las vicisitudes sufridas forman parte de una prueba divina que le habrá de consolidar como un digno representante de Dios en la tierra. Así pues, Hermenegildo Petate se aleja dando saltos de felicidad. Por su parte, Antonieta y su prometido, un desangelado muñeco de trapo vestido de marinerito y portador de una mirada estéril, se entregan a un sincero y conmovedor abrazo. Una semana después se consuma la unión ante la mirada curiosa de la gente. “¡Qué vivan los bobos!” se escucha al final de la eucaristía matrimonial.

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