LA TIERRA QUE CUBRE A LOS MUERTOS

LA TIERRA QUE CUBRE A LOS MUERTOS

Mario Cavara

22/05/2017

LA TIERRA QUE CUBRE A LOS MUERTOS

Nunca tuve un especial afecto hacia mi tía abuela Tomasa. Mis recuerdos de ella venían en todo caso a ser muy difusos, grabada sobre todo en mi mente la imagen de una mujer vestida siempre de negro, como una bruma perpetua, que por doquier iba dedicando atrabiliarias réplicas y desdeñosos desplantes a todo bicho viviente. Yo no era más que un niño, claro, pero también conmigo solía mostrarse arisca y mal encarada, regañándome a la menor oportunidad que le ofrecía mi temperamento travieso y díscolo, que solía salir a flote a menudo, todo sea dicho, e incluso de vez en cuando su mano se alargaba sobre mi cabeza para propinarme enérgicos coscorrones. Luego, ya de adulto, dejé prácticamente de verla, alejado de ella tanto en el ámbito espacial como en el afectivo. Ahora, en cambio, después de tantos años, las circunstancias me traían de nuevo a su presencia, comprometido los próximos cinco días a recogerla cada tarde en su casa para llevarla a las sesiones de rehabilitación que le había prescrito su traumatólogo tras la operación de cadera a que la sometiera luego de sufrir una aparatosa caída. Me lo había pedido mi padre, aduciendo que ya que yo trabajaba cerca de su domicilio, no me supondría excesivo esfuerzo hacerle ese favor, pues ella estaba muy débil para ir sola. Yo había aceptado, qué remedio.

Confieso que quedé muy sorprendido cuando la vi. Estaba muy envejecida y delgada, poblado el rostro de enormes surcos, como un pergamino arrugado, y sostenida sobre unas piernas que aparecían reducidas a su mínima expresión. Toda ella era poco más que piel y huesos. Calculé que tendría ya cerca de noventa años, de modo que tampoco podía esperarse que luciera una morfología mucho más lozana, pero aun así, aquel quebradizo aspecto me produjo una notoria sensación de lástima.

Mientras ella preparaba sus cosas, yo me entretuve curioseando un poco por la casa, que olía a cerrado y estaba en su mayor parte a oscuras. Reparé en lo obsoleto de los muebles, genuinos fósiles de madera de los que apenas si ya quedaría únicamente constancia en ajados registros de anticuario. Me fijé asimismo en algunas fotografías que descansaban sobre dicho mobiliario, todas ellas en riguroso blanco y negro, protegidas bajo cristal y sólidamente enmarcadas. En una de ellas pude contemplar a cierta joven de enormes ojos y rostro anguloso cuyos labios parecían volar en una sonrisa radiante. Era bellísima. Parecía una de esas estrellas que en su momento integraran las fúlgidas constelaciones del cine mudo. Espoleado por la curiosidad, me atreví a preguntar a mi tía quién era esa chica de la foto, a lo que respondió que ella misma con dieciocho años. Me quedé completamente atónito. Yo de hecho no la recordaba así, aunque, bien pensado, yo en realidad no la había conocido de joven, ya que durante mi infancia, si mal no calculo, debía ella ya rondar los sesenta, perdida por tanto toda su juvenil lozanía. Me costaba en todo caso horrores relacionar aquel rostro perfecto, de una luminosidad y tersura tales que parecía modelado en jaspe, con el que los ojos del recuerdo me traían a la mente, y mucho menos aún con el que estaba observando en esos precisos instantes, cetrino y rugoso como una pasa. Un ligero escalofrío me recorrió al sospesar los estragos que el tiempo llega a hacer con su paso. Ese antes y después que la fotografía y el actual semblante arrugado de mi tía testimoniaban resultaba a todas luces brutal.

Era usted realmente guapa —comenté con amabilidad.

Ella no pareció oírme. Durante cierto rato guardó silencio, asaltada al parecer por remembranzas que debían provenir de un pasado ya muy remoto; sus acuosas pupilas parecían cabrillear dentro de las profundas cavernas donde permanecían cautivas, en tanto que su boca, entreabierta en una media sonrisa, mostraba toda una hilera de encías sin dientes. Luego, abandonando ese momentáneo ensimismamiento, comenzó a hablarme de los numerosos rondadores que por aquellos días había tenido.

Todos querían cortejarme.

No me extraña, tía. Con esa belleza debía usted levantar verdaderas pasiones entre los hombres.

Y, sin embargo, terminé eligiendo al peor de ellos.

Yo había oído que Tomasa estuvo casada, pero nunca llegué a conocer a mi tío Andrés, quien había muerto de cáncer de hígado poco antes de que yo naciera. De niño, en el transcurso de ciertas reuniones familiares, logré captar alguna que otra referencia a su persona, aunque tampoco las presté demasiada atención, pues a mi tierna edad todo aquello me sonaba a fábulas de viejas. Oí, eso sí, que mi tío Andrés había sido siempre muy violento y que maltrataba a menudo a su esposa, si bien he de confesar que cuando escuchaba tales historias, mi mente infantil rechazaba de plano la posibilidad de que hubiese habido en el mundo alguien capazde amedrentar a aquella mujer tan gruñona y seca.

¿Por qué dice eso, tía?

Por toda respuesta, ella acercó a la fotografía sus manos huesudas y sarmentosas, cruzadas por enormes venas de color cárdeno, para acariciar el cristal con dedos temblorosos; sus ojos, bañados en una transparente película lacrimosa, volvieron a brillar por el empuje de los recuerdos.

Me casé por amor, ciega de amor, tan ciega que no supe ver al monstruo que se escondía tras la donosa apariencia del que habría de convertirse en mi marido.

Vaya.

Sólo me dio palos y una mala vida… Bueno… y también un hijo, mi pequeño Miguel.

Había también yo de pasada oído mentar a ese niño, al que sin embargo tampoco conocí en vida, ya que murió al parecer víctima de un fatídico y oscuro accidente, y digo oscuro porque su muerte siempre estuvo envuelta en una especie de halo misterioso, sin que a nadie de la familia le gustase hablar directamente del tema, como si fuese tabú, salvo contadísimos comentarios aislados.

Hábleme de ello, si quiere —insinué movido por la curiosidad.

Pero a la anciana no le apetecía seguir hablando y, con la excusa de que se hacía tarde, me apremió a que la llevase a rehabilitación, que a fin de cuentas era para lo que yo había ido allí. Así lo hice y, finalizada la correspondiente terapia, la traje otra vez de regreso a casa, sin apenas intercambiar ya más palabra ni en el trayecto de ida ni en el de vuelta. Me dio unas gracias escuetas y nos despedimos hasta el día siguiente.

Esta brusca cerrazón en sí misma se atemperó, sin embargo, en los días que siguieron, a lo largo de los cuales Tomasa me fue tomando más confianza, lo que a su vez le animó a hablarme de su vida pasada, llegando incluso a revelarme detalles de ésta ciertamente íntimos. Supe así que la misma noche de bodas ya recibió la primera paliza por parte de quien acababa de convertirse en su marido, una tunda de manotazos y patadas a la que habrían de seguir muchas más a lo largo del tiempo, infinidad de ellas, en el seno de una convivencia marcada por constantes maltratos y menosprecios, de la que además no le era posible escapar, obligada a permanecer atada a su verdugo por la ley de Dios y la de los hombres (el divorcio estaba proscrito en esa época), día tras día junto a un hombre que sólo habría de darle dolor y sufrimiento.

Y, sí, también ese hijo del que me hablara el primer día, engendrado a los pocos meses de contraído el matrimonio, un hijo cuyo nacimiento vino a significar para ella el único haz de luz entre tanta tiniebla, el aporte de felicidad sin el que probablemente habría terminado suicidándose. Tomasa se consagró por entero al pequeño Miguel, volcando sobre él todo el amor que albergaba dentro de sí, ese mismo amor que respecto a su esposo había desaparecido por entero, sustituido por desprecio y odio, de nuevo a flor de piel gracias a ese angelote mofletudo que surgiera de su vientre. Fue de ese amor de donde sacó la fortaleza con la que resistir los golpes, ultrajes e insultos que a diario recibía, vejaciones que se diluían en la niebla del olvido cada vez que entre sus brazos tenía a su pequeño, lo bañaba o le daba el biberón. Aquel bebé, que para su madre siempre olía a lavanda, se convirtió de este modo en el centro de su vida, lo único que en el fondo merecía la pena en ella.

Con el paso del tiempo fueron atenuándose un tanto los malos tratos de Andrés, aunque ya no como consecuencia del arrepentimiento o la conmiseración, que ni lo uno ni lo otro formaban parte de su caudal humano, sino simple y llanamente porque se pasaba el día en la taberna, bebiendo y jugando a las cartas, y solía llegar a casa tan borracho que sólo le quedaban fuerzas para meterse en la cama y comenzar a roncar como un energúmeno, con lo que la mayoría de las veces dejaba a Tomasa tranquila. No hace falta decir que esta indiferencia por parte de su marido venía a ser para ella toda una bendición. Sólo muy de tarde en tarde le exigía cumplir con sus deberes conyugales, a lo que Tomasa accedía sin ningún tipo de complicidad ni empeño, limitándose a abrirse de piernas hasta que él acababa, que solía ser bastante rápido. Había dejado definitivamente de amarle, hasta el punto que le costaba concebir cómo en su momento pudo haberlo hecho con la desaforada pasión con que lo hizo.

Pasaron los años y, a medida que iba creciendo, Miguel se convertía en un niño alegre y vivaracho que, como casi todos los niños, gozaba de una curiosidad insaciable y enorme destreza para, dentro del crisol de la imaginación, mezclar realidad y fantasía en aras a hacer de cada momento, de cada juego, de cada vivencia, un acontecimiento único. Tenía apenas nueve años recién cumplidos cuando sucedió la tragedia. Aquella tarde su padre regresó a casa antes de su horario habitual, completamente ebrio y de muy mal talante, consecuencia esto último de haber perdido una importante suma de dinero en una partida de naipes. Tomasa no estaba, había ido un momento a visitar a su hermana, que vivía justo en la casa de al lado. Esta ausencia enfureció aún más al cerril borracho, que optó por descargar contra su hijo todo el reconcomio que por dentro lo carcomía, sobre todo tras comprobar que aquél, en su afán de escudriñarlo todo, había trasegado varias pertenencias suyas. Obviamente, esto último no era en el fondo sino una mera excusa con la que cohonestar su vileza; de haber estado presente su mujer, hubiese sido ella la receptora de los golpes, como de costumbre lo era, pero al no tener a mano más que al pequeño, no dudó en hacer de sus frágiles carnes el destino de su saña. Sin embargo, Miguel, que era un niño con mucho arrojo, en lugar de aceptar dócilmente la tunda o huir para evitarla, lo que hizo fue encararse desafiante ante su agresor para, sin miedo aparente, espetarle en su cara que era de cobardes pegar a alguien más débil y que no podía defenderse. Aquella reacción de su hijo, por lo que de inesperada tenía, dejó en un principio suspendido a Andrés, pero luego, recuperado de la sorpresa, vino a encalabrinarlo todavía más, lo que trajo como consecuencia un incremento en la intensidad de sus golpes, hasta que uno de ellos hizo caer al niño hacia atrás, con tan mala fortuna que se golpeó en la nuca con el filo de una mesa, perdiendo de inmediato el conocimiento. Cuando Tomasa regresó, Miguel yacía muerto sobre el pavimento. Lo único que el médico pudo hacer fue certificar su defunción. Andrés dijo que había sido un accidente, que el niño se cayó jugando. Tomasa sabía que no fue así, pero estaba tan anonadada que no tuvo fuerzas para desmentir dicha versión. Tampoco, de todas formas, la habrían tomado muy en cuenta en caso de acusar a su marido; en aquella época la palabra del varón venía a ser ley en todo lo relativo a la familia, más aún dentro del perímetro de una población pequeña.

Luego de la muerte de Miguel, Tomasa se fue paulatinamente encerrando en sí misma, cada vez más taciturna y solitaria, sin que nada ni nadie pudiesen impedir su caída por la pendiente de la más cruel de las desolaciones. Al principio todos los días, sin excepción, acudía al cementerio para poner flores en la tumba del malogrado hijo, generalmente azucenas blancas y, junto a estas, siempre un ramito de lavanda. Luego fue poco a poco espaciando estas visitas, hasta dejar finalmente de hacerlas. No es que el tiempo paliara su dolor, sino que lo que hizo fue voltear su manera de entender las cosas, llevándola al pleno convencimiento de que esa clase de gestos no servían en el fondo para nada, absurdos ceremoniales vacíos de cualquier tipo de fundamento, y que Miguel permanecía vivo en su recuerdo, de donde nunca le podrían sacar, pero ya nada quedaba de él en esa tierra bajo la que le sepultaran, salvo a lo sumo polvo y ceniza. Al propio tiempo que este escepticismo se encumbraba sobre la cúspide de su ideario, cambió también su temperamento, volviéndose una persona hosca y agresiva con todo cuanto la rodeaba. Esa fue la génesis de su mal carácter, de sus extravagancias, de ese despotismo que yo, muchos años después, habría de sufrir en mis propias carnes.

En cuanto a Andrés, luego de un tiempo donde el miedo y posiblemente los remordimientos lo mantuvieron más o menos a raya, volvió a su senda habitual de malos tratos y continuas borracheras, cada vez más embrutecido. En paralelo a esta degeneración personal fue sufriendo asimismo un progresivo deterioro en su salud, manifestado en multitud de accesos delirantes, fiebres, vómitos y otras singularidades que sugerían un anómalo funcionamiento dentro de su organismo. Se negaba, pese a todo, a ir al médico, aduciendo que lo que no mataba, engordaba, y que tales molestias terminarían sanando por sí solas. Y dado que no engordó, terminó en efecto por palmarla, lo que hizo entre escalofriantes delirios y estertores pavorosos. El doctor que vino a asistirle en su agonía, ese mismo que apenas un año antes certificase la muerte de Miguel, determinó como causa de este otro óbito una avanzada cirrosis provocada por la excesiva ingesta de alcohol.

Morirse fue lo único bueno que hizo ese cabrón en su vida —subrayó Tomasa tras referirme el episodio.

La sabiduría popular proclama que, una vez enterrados, nunca más se ha de remover la tierra que cubre a los muertos, máxima que mi tía abuela Tomasa tuvo, sin embargo, a bien saltarse el último día de sus sesiones de rehabilitación, justo cuando, tras dejarla de vuelta en casa, yo me disponía ya a marcharme. Lo hizo además sin ningún tipo de ambages, soltándome de golpe aquello de:

No fue su enfermedad lo que mató a Andrés. Lo maté yo.

Ni que decir tiene que aquellas palabras me dejaron boquiabierto y con la sangre helada dentro de mis venas.

¿Cómo dice, tía?—conseguí a duras penas preguntar.

Me explicó entonces cómo durante meses había ido poco a poco envenenando a su esposo mediante minúsculas dosis de matarratas que introducía en sus platos durante las comidas, hasta conseguir primero que enfermara y finalmente mandarlo al más allá. Esa había sido su lenta venganza. Tan impactante confidencia me la hizo la anciana con aparente serenidad, sin inflexiones en la voz que delatasen cualquier tipo de alteración interna; pero una vez soltada, observé que sobre sus ojos transparentes se acentuaba la telilla lacrimosa que los bañaba, hasta llegar a desbordarlos. Nunca había visto llorar a mi tía abuela Tomasa. Siempre de hecho creí que las lágrimas y ella venían a ser algo incompatible. Pero sí, estaba llorando y a través de aquellas lágrimas pude vislumbrar nítidamente un alma devastada y llena de cicatrices.

¿Se encuentra bien, tía?

Ella asintió en silencio. Supuse que en su cabeza debía en esos instantes flotar a buen seguro todo un carrusel de fugitivos pensamientos, por lo que no quise importunarla más. Me despedí de ella luego de ofrecerme a volver la semana próxima para ver qué tal seguía todo. Ella me dio las gracias y renqueando con el bastón marchó a su dormitorio. A través de la puerta entreabierta me dio tiempo todavía a observar cómo sobre la cama depositaba lo que me pareció ser, aun pese a la penumbra, una ramita de lavanda.

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