Como cada noche sobre las once Erik esperaba a que su padre se pasara por su habitación para darle las buenas noches y desearle un feliz sueño. Era ya un ritual casi sagrado desde que su madre murió. Mientras esperaba los mimos de su progenitor, se entretenía indagando en el subconsciente intentando recordar el rostro de su madre. Ella murió cuando apenas había cumplido los siete años. Por esta razón le costaba tanto recordarla. Su padre le hizo prometer que nunca la olvidara ni tampoco dejara de recordar su nombre. Susan, se repetía a si mismo tres veces seguidas mientras navegaba por los vastos mares del recuerdo. Se esforzaba siempre en esta tarea mental, no le gustaba la idea de perderla en las pantanosas aguas del tiempo pasado y que llegara el día en que solo fuese una imagen difusa, un nombre sin rostro. Le ayudaba mucho una foto donde aparecían juntos en el festival de invierno local. – Fue un día maravilloso, nos lo pasamos muy bien – Dijo con nostalgia y en voz alta, pero sin fuerza. Entonces comenzó a repasar mentalmente el aspecto de Susan: mi madre, era rubia, con ojos verdes como las esmeraldas, con una bella y sinuosa nariz que acababa en punta, de piel blanca decorada con pequeñas pecas esparcidas sin orden por toda su cara aun así le daban una extraña armonía al rostro. De pronto al observar con detenimiento la imagen visualizó su boca de dientes blancos casi perfectos y aliento fresco como el aroma de las flores primaverales. Buceando en el subconsciente sentía sus tiernos labios y recordó los besos que le daba en la mejilla. Las caricias, los abrazos, sus palabras danzando en una abstracta materia sin cuerpo de una dimensión sin tiempo ni sentido. Creía oír su tierna voz llamarle desde la cocina que estaba situada en la planta baja de la casa. Parecía todo tan real que se dejaba llevar por la dulce ilusión que en sus pensamientos cobraba vida. Él sabía que todo era producto de su imaginación, aún así Erik siempre se esforzaba en saborear cada detalle. Incluso el olor le parecía real. El olor a madre, el olor a Susan. Absorto en sus pensamientos la voz se volvía a oír, era de mujer de eso estaba seguro pero no era producto de su imaginación y Alan su padre, se estaba retrasando. No era habitual en él. Su ventana está situada en uno de los laterales desde donde se puede ver el viejo granero. El trastero, que así es como lo llamaban en casa, solo servía para amontonar las cosas que ya no se utilizaban. Había de todo pero lo que dominaba en su interior era y sigue siendo el polvo. A veces cuando el viento arreciaba fuerte, el viejo trastero gemía con cada embiste como lo hacen los búhos a medianoche. Un sonido que se asemejaba a la del ave nocturna, pero su canción se alargaba más en el tiempo. La verdad es que lo que allí dentro reina sin ninguna oposición, es el polvo. Polvo que cubre con su lento e imparable ritmo todo lo que allí se encuentra. Desde el viejo coche del abuelo Karl hasta juguetes rotos o medio rotos con los que Erik ya no jugaba. Era un lugar olvidado que daba cobijo a las arañas que sin nada que les molestase tejían sus telarañas a su antojo y en cualquier rincón lo bastante cómodo para ellas. Para Erik el viejo granero era un lugar extraño donde moraban sombras de voz quebrada y con intenciones poco amistosas. Las raras veces que estaba obligado a ir al trastero se armaba de valor y siempre que el sol aún estuviera iluminando el horizonte. De no ser así, se excusaba con el cansancio o con el sueño para no ir.
De pronto un llanto similar al que hacen los bebés, cortó su ensoñación igual que el cuchillo oxidado de un vagabundo corta la carne de gato con la que llenar el vacío de su estómago a la hora de cenar. Se oyó de nuevo el canto del bebé junto con el sonido de unas cadenas y el chirrido de una vieja y destartalada puerta abriéndose. Como la del trastero que estaba cerrada con un pesado candado que impedía el paso a su interior. Esta vez sintió que era real, alguien merodeaba la casa y Alan hacía muy poco que había llegado del trabajo, solía venir tarde. La casa está situada a las afueras del pueblo y los vecinos más próximos, los Adler, viven a casi un kilómetro. Lo anormal es que Alan no hubiese visitado a su hijo aún para darle las buenas noches. Era muy estricto en este asunto y lo repetía cada noche antes de cenar o acostarse. Erik afinó su oído mientras se acercaba hacía la ventana. Con todo el cuidado del mundo asomó la pequeña cabeza y miró esperando encontrar la fuente de donde provenían los misteriosos ruidos. Vio a su padre sosteniendo la puerta para que no se cerrara. Parecía conversar con alguien. – Pero, ¿Quién? ¿Y por qué había de haber alguien en el granero del abuelo? – No lo entendía. Necesitaba saber más, se rascaba la cabeza mientras una hilera de preguntas se amontonaban en su cabeza sin perder ningún detalle de la extraña situación. Desde la habitación no pudo distinguir si realmente su padre hablaba con alguien o solamente estaba de pie con la puerta semiabierta hablando sólo y en voz baja. Hipnotizado con su propia imaginación, en un momento de despiste su padre levantó la vista hacía la ventana. La luz de la habitación estaba encendida. Erik no se movió ni un centímetro al ser descubierto y observó como su padre se apresuraba a cerrar el trastero. Sorprendido por la virulencia con la que el padre cerraba se puso nervioso. Rápidamente se metió en la cama, apago la luz y espero a que Alan subiera a dar las buenas noches. Pero puede que esta vez hubiera algo más que un agradable arrumaco o un beso en la frente y le entró un poco de miedo. Poco después oyó la puerta, principal abrir y cerrarse, escuchó a su padre subir los escalones, también el crujir de la madera a cada paso, sintió la sombra de su padre deslizarse por debajo de la puerta. Erik cerró los ojos y se hizo el dormido, no quería dar explicaciones a Alan. Mañana seguro que tendría más de una ocasión para preguntar. Después de todo no sabía que había visto. Era la mejor opción. Su padre entró dejando encendida la luz del pasillo para no molestar como siempre lo hacía, se acercó despacio, en silencio, con sigilo. Se quedó un minuto si hacer nada para Erik fue un minuto eterno. En calma, sin moverse ni un músculo, sólo se oía la respiración de Alan, parecía nervioso. Luego notó como los brazos de su padre se apoyaron en el borde de la cama al tiempo que se inclinaba para darle un beso. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, le susurró al oído. – Buenas noches. – Después, tal como vino se fue. Erik no movió ni un dedo ni siquiera se atrevía a abrir los ojos. Y así se mantuvo media hora larga, hasta que el cansancio pudo más que sus preocupaciones y pronto un bello sueño comenzó a inundar las paredes de su mente igual que se llena una pecera. El recuerdo e imagen de su madre pronto se fusionó en una sola palabra, un nombre. Susan. Sintiendo el lejano calor de Susan, Erik cayó rendido en los brazos del dios Morfeo que le guardaba un sitio privilegiado donde poder dormir.

El sol se abría paso en el horizonte sólo la marcha calmada y solemne de un grupo de nubes viajeras estorbaba la visión de un horizonte. Sin prisa, el sol de invierno iba calentando la tierra bañándola con los rayos solares al tiempo que despejaba el terreno de las sombras bohemias que todavía disfrutaban de los últimos minutos del ocaso de la noche. La alarma del despertador no sonó a las siete de la mañana como cada día, era sábado y la escuela no iba a reclamar para engrosar sus filas a las huestes infantiles y juveniles que allí acudían para formarse y encarar un futuro incierto. Erik seguía durmiendo ajeno a la rutinaria maravilla del comenzar de un día nuevo. A las siete en punto la figura de un hombre con la cara tapada avanza en dirección al trastero. Sus movimientos eran lentos y caminaba en la misma dirección en la que está situado el trastero. En una de sus manos, se podía observar el humo que emanaba un viejo termo seguramente repleto de café recién hecho y en la otra, una bolsa de comida de la que sobresalía una barra de pan. El misterioso hombre sin desprenderse de la carga y no sin dificultad abrió el enorme candado y con sumo cuidado dejó caer las cadenas. Si su objetivo era ser sigiloso no lo había conseguido, al menos en parte, ya que las cadenas se engancharon con la bolsa y al desenredarse emitieron un pequeño sonido metálico. El hombre miró hacia los lados y fijó la mirada unos segundos en la ventana de Erik cuando se aseguró que nadie lo había oído descargó en el suelo la bolsa y el café, abrió la puerta y de su interior salieron de repente una mujer y una niña. Tiritaban de frio. Su piel era oscura, lo que hacía pensar que no eran del norte y su vestimenta era más propia de las tierras del sur. La mujer llevaba en sus brazos un bebé que estaba dormido como un bendito. La niña debía tener la misma edad que Erik. La misteriosa figura se quitó el gorro de lana y se desprendió de la espesa bufanda negra que le tapaba el rostro. Era Alan. Con un gesto con las manos ofreció a la niña los víveres y el termo de café. Aprovecho que la niña iba cargada y le acomodó en la pequeña cabeza el gorro de lana que traía consigo. La niña le miraba con unos ojos enormes y negros como las noches cerradas de diciembre. Alan hizo lo mismo con la bufanda y se la ofreció a la madre del bebé que con una amplia sonrisa se lo agradecía. Después, la extraña familia volvió a entrar en el trastero. Alan se aseguró que no había nadie alrededor pero con tanta precaución no midió la fuerza con que cerraba la vieja puerta que siempre se encallaba y sin querer al cerrarla de golpe se produjo un ruido lo bastante fuerte como para despertar a su hijo que aún seguía hasta ese momento dormido.
Erik, que aún se movía entre la fina barrera que separa el sueño del estar despierto, oyó cerrarse de golpe una puerta. Todavía somnoliento se acordó de lo que había sucedido la noche anterior y de un salto se plantó en la ventana. Lo único que vio fue a su padre coger las cadenas del enorme candado que no sin ciertos forcejeos consiguió cerrar. Alan alzó la vista y cruzo su mirada con la de su hijo. Esta vez Erik estaba seguro. La persona que merodeaba la noche anterior era su padre. Esta vez lo volvía a ver salir del viejo granero, otra vez con prisas, pero con una pequeña diferencia. No había luz en su habitación, nada que pudiera captar la atención de Alan. Éste entró en la casa, Erik ya oía la puerta de entrada cerrarse. La curiosidad le podía aun así pensaba en la hora del desayuno para bajar a la cocina y una vez allí interrogar a Alan, pero debía hacerlo con sumo cuidado. Sabía que su padre era un hombre prudente y precavido. Nunca decía más que lo justo según él demasiada información tergiversaba la realidad. No era un hombre hablador. Pero en las cenas con la familia o con amigos donde se celebraba cualquier buena noticia o en las fiestas, si bebía más de la cuenta se convertía en un poeta de la palabra. No hacía rimas, ni le hacían falta. Modulaba la voz, escogía las palabras más bellas y las liberaba como si fueran regalos sin precio. Dejaba hablar a la gente y aprovechaba lo que escuchaba para crear una comunión mística. De hecho su padre era un conciliador nato, su sola presencia alegraba las reuniones. Erik era consciente de que su mamá se enamoró de la ternura de su mirada y también de esta actitud frente a la vida. Lástima, desde que murió Susan no sonreía como antes. Pobre papá pensaba Erik y sin darse cuenta se durmió hasta la hora del desayuno.

Alan se estaba comiendo unas tostadas con mantequilla y sal, le encantaban para empezar el día. Erik prefería los huevos fritos para acompañar las tostadas. Buscaba en el techo de madera la mejor manera de preguntarle a su padre que hacía en el trastero la noche anterior y dependiendo de la respuesta insistirle con otra pregunta: ¿qué hacía esta misma mañana saliendo del viejo granero? Para ver su reacción. Erik siempre había sido un niño espabilado y a medida que se hacía mayor sus cualidades detectivescas se incrementaban exponencialmente. Alan ajeno a las preocupaciones de su hijo se lamía el pringue de la mantequilla que resbalaba entre sus dedos.
– Papá, a noche te vi salir del trastero ¿no estarás pensando en arreglar el viejo coche del abuelo? – Dejó caer Erik mientras su padre terminaba de chupar la mantequilla del dedo índice.
– ¿El coche del abuelo? – Estaba claro que no esperaba una pregunta así y buscaba una salida rápida. Erik sabía que su padre era incapaz de mentir si no era por una buena causa. – No, que va. Mi amigo Paul necesitaba algunas piezas para el suyo y me preguntó por si el volante aún estaba en buen estado. Nada más.
– ¿El tío Paul?
– Sí, nuestro tío Paul. – Respondió con la seguridad de tenerlo todo bajo control.
– Papá, tío Paul hace una semana que se compró un coche nuevo. Y es una ranchera a la americana como siempre quiso. ¿Estás seguro? – Esta vez el rostro de Alan poco a poco se volvía más transparente. Tanto que se podía entrever en su interior la palabra, mentira.
– Eh, no sé igual lo quiere de repuesto. – Balbuceó Alan.
– Esta mañana te he vuelto a ver, salías del trastero, papá, si no quieres no me lo digas pero sé que escondes algo porque has vuelto al trastero y ahora parece como si no me lo quisieras contar. – Al terminar de hablar Erik el semblante de su padre se hizo más serio. No parecía enfadado. Su cara era el rostro de la preocupación. La cocina se llenó de esos segundos interminables que suelen aparecer cuando se oculta algo que no se puede ocultar aunque lo intentes evitar de todos modos. Erik esperaba paciente. Confiaba en su padre, éste nunca le mentía y tarde o temprano saldría a la luz el secreto que había guardado en el trastero, escondido, detrás de la vieja puerta, encadenado y cerrado con un enorme candado. Alan era consciente que no se podía esconder detrás de una mentira, ni siquiera una excusa le valdría para disuadir al hijo que había educado con la intención de que tuviera un gran sentido crítico tan necesario en nuestros días.
El padre miró al hijo con ternura. Erik lo notó sentía que le iba a decir alguna cosa importante. Alan después de unos minutos callado, cerró los ojos dejando salir un leve suspiro. – Está bien, te lo diré si prometes guardar el secreto. – El hijo afirmó con un gesto y Alan prosiguió con su confesión.
– Te acuerdas cuando te dije que en este mundo donde nos ha tocado vivir hay gente que tiene de todo y gente a las que le falta as cosas más básicas. – Como la comida y el agua quieres decir. – Interrumpió Erik. – Sí como eso. Pero se complica todavía más cuando la gente que manda se empeña en enfrentar a su pueblo con otros pueblos. A veces un mismo pueblo se divide y se enfrentan amigos, familiares o conocidos entre sí. A esto se le llama guerra civil. – Mientras el padre cogía aire e intentaba ordenar los pensamientos para no perderse en su explicación Erik aprovecho para hacerle otra pregunta.
– ¿Entonces nuestro gobierno sería malo o bueno? – Dejo caer con curiosidad.
– El nuestro no es malo pero bueno tampoco, también se aprovecha de la gente para sus propios intereses. Más dinero, más poder, lo que sea para mantener su estatus social. De hecho el nuestro es uno de los países que se aprovechara de una guerra y de sus gentes para obtener petróleo, gas y mano de obra más barata y hacerse más ricos.
– Eso no está bien ¿verdad papá?
– No. No lo está ¿Te acuerdas cuando te enseñe a jugar al ajedrez? ¿Te acuerdas que te dije de los peones? ¿Cuál era su importancia para el juego?
– Sí. Son los que tienen los movimientos más limitados pero también los más numerosos. Pero que casi siempre eran los primeros en sacrificarse para ganar.
– Pues eso mismo es lo que pasa con los gobiernos de todo el mundo. Se sacrifican a los más débiles, a los más pobres, a los que necesitan cualquier trabajo para poder llevarse algo que comer y los poderosos los utilizan para sus fines, sin tener en cuenta lo doloroso que puede ser para las familias que intentan vivir con lo que pueden conseguir. Nuestro gobierno en cierta manera lo hace pero casi no lo notamos, pero. – Entonces Alan miró hacia el techo unos instantes y prosiguió. – Hay países donde sí que se nota y mucho, la gente muere de hambre o por culpa de las guerras ¿te acuerdas que te dije de la guerras?
– Sí, que no hay nada peor que una guerra. – Respondió el hijo con orgullo.
– Correcto. Pues en el viejo granero hay una familia que viene del sur donde se libran las batallas que aquí no queremos. Y como no son de estas tierras nuestros gobiernos, los que mandan dicen que son ilegales aunque sean buenos y pacíficos. Lo hacen por diferentes motivos y razones pero ninguna de estas razones es digna ni buena. Esta gente viene de un infierno incluso hay niños y niñas de tu edad que nacieron conociendo solamente este infierno. Imagínate sólo poder jugar cuando no te disparan o están cayendo bombas. Es terrible, verdad?
Erik estaba callado, parecía no agradarle lo que estaba contando su padre.
– He despejado y limpiado el trastero también he dejado entrar a una familia del sur para que se escondan de las autoridades de los países del norte. El padre de esta familia murió fusilado porque intentaba cambiar el destino de su país, era un luchador pero de corazón y palabra, por eso le mataron, porque no quería dinero, ni fama, ni más mujer como la que ahora se ha instalado en nuestro granero. Es una viuda de la guerra con una hija y un hijo que alimentar, criar y educar.
– ¿Cómo tú? – Le pregunto el hijo. – Sí, en cierta manera como yo y sus hijos son huérfanos de uno de los progenitores, como tú. Pero mamá, Susan, enfermó y su padre fue asesinado. El resultado es el mismo, pero la muerte es diferente.
– ¿Quiero verles? ¿Hay algún problema en eso?
El Padre se quedó en silencio miraba al vacío, con preocupación. Luego cogió aire y suspiro profundamente.
– Está bien, tarde o temprano tenías que encontrarte con una situación similar o relacionada con la cruda realidad de los adultos. Realidad que la gente del norte endulzamos a nuestros hijos tanto, que nosotros los mayores padecemos del mal de la desidia y la infantilización de nuestra sociedad. Pero ya está bien por hoy, con una lección de realidad tendrás más que suficiente. Coge esa bolsa, les vamos a llevar la comida, el agua y un poco de café para la madre.
– ¿Les puedo dar chocolate?
– Claro que sí! A casi todo el mundo les gusta el chocolate y a Myriam seguro que le encanta es más o menos de tu edad. Alan sonrió y su hijo le respondió de igual manera. Sonriendo.

Afuera hacía una buena temperatura por algún motivo misterioso el invierno había elegido la hora de desayuno para calmar su temperamento y ofreciendo a los lugareños un poco de tregua. Padre e hijo se caminaban mientras sus pasos quedaban marcados y se hundían en la nieve. La imagen de una familia triste, demacrada por la guerra, con las miradas hundidas dentro de unos enormes ojos se le presentaba en la mente de Erik como escenas de una película con trasfondo dramático. Las había visto con anterioridad en las noticias y las recordaba porque su padre cambiaba de canal cuando aparecían por la pantalla del televisor. Según el padre, era importante ver la crudeza de esta vida. Que enseña tan sólo una única forma de vivirla. Desechando otras formas y caminos, algunos utópicos otros más represivos. A veces desechando ideas que minimizarían las guerras fratricidas y sexistas a meros conflictos que hay que resolver con paciencia. Así es como Erik veía de tanto en tanto las consecuencias de las guerras, el maltrato y poco respeto por los animales y las plantas, los asesinatos y represión terrorista contra la mujer, el olvido de los pobres, los viejos, los niños, el olvido de los humanos hacía los humanos. Alan quería que lo viera pero sólo lo justo. De lo contrario asimilaría el terror que provoca la desigualdad y el miedo a las diferencias. Convirtiendo aquello por lo que hay que luchar en causas normales, sin motivaciones ni porqués. Cuando los dos llegaron hasta la vieja puerta. El hijo fijó la vista en aquel enorme candado que custodiaba el granero. Era lo que más resaltaba de la puerta. Todo a su alrededor parecía frágil, delicado, viejo, roto. Al contrario que el candado, este todavía se conservaba bastante bien a pesar de su aspecto oxidado, se mantenía firme, sólido, seguro. A Erik le infundía respeto, pero, no miedo. Alan abrió el candado. Al oírse el clic metálico se oyó una vocecita susurrar. Erik se sorprendió al escucharlo ¿era ese el sonido de una lengua extranjera? La emoción de descubrir a otra gente de otra cultura ya comenzaba a manifestarse en su respiración. Cuando cayeron las pesadas cadenas al suelo y la puerta se quedó de par en par, una personita de cabellos ondulados y tez morena apareció. Al principio vacilo un poco al comprobar que Alan no iba sólo.
– Háblales despacio, entienden nuestra lengua si no hablamos con prisas. – Mientras decía esto el padre le entregaba las bolsas de alimentos y bebidas a la madre.
Erik se dio cuenta que Myriam le miraba la mano derecha. Llevaba una hermosa, dulce y enorme tableta de chocolate. Erik dio dos pasos se la ofreció y se presentó.
– Me llamó Erik, tú debes de ser Myriam. – Y acto seguido la abrazó. La niña reaccionó el gesto con la misma ternura con la que se abrazan los amigos que hace tiempo no se ven.
Entonces, la madre le acarició la cabeza mientras sonreía. – Eres un chico muy amable. Yo me llamo Suhana, pero, me puedes llamar Suhan. – El niño se sorprendió bastante, el nombre de la mujer tenía una sonoridad que se asemejaba al de su madre cuando lo pronunciaba en voz alta. Era morena, bastante más baja que su padre. Pero sus ojos eran enormes y bellos. De una oscuridad que brillaba, que atraía e irradiaba paz. Era esbelta y parecía alegre porque no paraba de sonreírle al pequeño que llevaba entre brazos. Entonces el padre guiñó un ojo al hijo y éste invito a Myriam a jugar con él. Alan hablaba con Suhan. Lo hacía de forma calmada, seguramente le informaba de las medidas que se estaban tomando respecto a los sureños y su éxodo hacia el norte y como le podían afectar a su familia. El padre se percató de que cuando más le hablaba más se preocupaba Suhan. Entonces le acarició el hombro para tranquilizarla y Suhana le correspondió con una enorme sonrisa llena de hermosos dientes de un color blanco y puro. Erik pudo ver por el rabillo del ojo como Alan también sonreía. Hacía tiempo que a su padre no le brillaban los azules ojos con tanta intensidad. Eso lo alegro al hijo mientras jugaba con Myriam dentro del viejo coche del abuelo. Jugaban a que conducían un automóvil de lujo y ella era la conductora que lo llevaba a la gala de los Oscars porque él, era un famoso actor. Alan y Suhan siguieron conversando durante bastante tiempo. Tiempo que Erik y Myriam aprovecharon hasta el último segundo para jugar a todo tipo de cosas. Cuando se dieron cuenta era hora de comer. El padre no había tenido de preparar nada para sus huéspedes, por esta razón, Erik, animó a Alan a que entraran y comieran todos juntos en la misma mesa. Por lo menos así no tendrían nada de frío. Aunque el trastero estaba acomodado para que pudiera vivir la familia de Myriam, no dejaba de ser un viejo granero lleno de agujeros por donde el invierno penetraba sin tener en cuenta a nadie ni a nada. El padre estuvo varios minutos callado hasta que al fin, decidido, accedió; no, sin antes romper la pequeña resistencia que ofrecía la madre por el simple hecho de no estorbar o incomodar a sus anfitriones. Cuando se pusieron todos de acuerdo. Salieron del granero y en el momento que Alan recogía las pesadas cadenas y sostenía el candado con la mano, Erik se lo arrebato de un manotazo. Miró a su padre, miró a Suhan siempre con el pequeño en brazos y finalmente miró a Myriam. Y dijo. – Sé que esto. – Mostrando el candado. – Papá, sé que esto sirve tanto para proteger como para encerrar. Pero, honestamente pienso que ya no nos hará falta. – Alan asintió con orgullo de padre. Myriam sonrió y Suhana se echó a llorar. Lo que pasó de aquí en adelante ya es otra historia.

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