Al despejarse la niebla el mundo parece que es concebido de nuevo

La magia regresa a ser parte de la realidad que conocemos y el estado de incertidumbre que suele acompañar al paisaje desleído es exorcizado para nunca volver sobre sus pasos ese día, solo ese día.

Me abruma la niebla, ella lo sabe.

Por eso cada mañana que despierto, allí está para recordarme mis fantasías más terribles, las pesadillas que cargo sobre mis hombros como si fuese una vieja mochila de soldado.

La noche me sobrecoge y logra que huya en busca de un rincón iluminado y pequeño.

Soy una especie diurna, supo decir una bruja que conocía a la familia; heredó el mal, heredó el mal, repetía mientras todos en la casa se persignaban horrorizados.

Frenéticamente sus manos surcaban una y otra vez formando la señal de la cruz sobre sus pechos. Parecía que espantaban moscas, de esas verdes y gordas que se asientan en la mierda y luego vuelan presurosas sobre la mesa y la comida.

Al rato que la bruja se había marchado dejando tras sí el desconcierto, la burla y las manos cansadas de tantas cruces dibujadas en el aire, una ráfaga violenta irrumpió en la habitación levantando las mantas que me cubrían; estas volaron para posarse delicadamente sobre las galletas de pimienta y el té frío de la mesilla de caoba y arce, una artesanía tallada de aspecto excepcional.

Hermosa talla que el padre de mi padre les regalase al regreso de sus viajes por el África Septentrional. La hicieron unos negritos enanos que llevan un aro de metal insertado en el tabique nasal, decía cada vez que alguien se quedaba absorto mirando las figuras extrañas que formaban la taracea bicolor. Hipnotizaban con sus vueltas y revueltas, con sus ojos apagados y alargados que observaban a los curiosos.

La hicieron unos negritos enanos que vivían en una cueva todos juntos y desnudos. Cada vez que lo repetía agregaba un detalles de aquellos pigmeos para darle dramatismo al relato, y las gentes se quedaban con sus bocas abiertas, la taza de té entre los dedos y la galleta de pimienta en la otra.

La hicieron unos negritos enanos que vivían en una cueva todos juntos y desnudos, tenían penes pequeños como del tamaño de un grano de maíz y sus culos eran redondos, tanto que se podía trazar un círculo perfecto con las marcas que dejaban en la tierra donde se sentaban; alguien preguntaba ¿Y tomaban té?

No, solo agua de un manantial que se ha secado ya.

Y la conversación volvía a su punto de inicio comenzando con que la habían hecho unos negritos….

Muchos pensaban que la historia era una invención de él que modificaba a cada momento, siguiendo una espiral aurea.

Fue el día del bautizo cuando la bruja lanzó sobre las cabezas de los invitados y las de mis padres, la tremenda revelación, era una especie diurna.

Afuera se hiló una bruma gris que no dejaba ver los pies ni las manos, momento en que los amantes secretos aprovechaban a toquetearse las partes indiscretas, con la impunidad que daba el mágico y ominoso tejido gris.

Las manos, esas que hacía un instante se habían quedado sin fuerzas de hacer cruces en el aire, como espantando moscas verde.

Luego los traseros abultados de las damas y los pechos de las mismas estaban arrugados de la fricción desmedida por el deseo incumplido; en los pantalones era fácilmente visible el endurecimiento de los miembros viriles tras el ejercicio inútil de rozar las frescas y perfumadas pieles de las señoras.

La niebla condenada a enceguecer a los viandantes que se arriesgaban a caminar los invisibles caminos, se arrastraba simulando que allí no estaba. Silenciosa, malvada, rastrera, traicionera como el mismo beso de Judas, sigilosa como la sierpe al tantear la senda que deja el sapo o la rana; imponía su presencia del mismo modo que un ciego lo hace en medio de un mercadillo.

Cada atardecer en que llegaba, las gentes salían a la puerta de las casas para verla y comentar sobre cuando terminaría, quién se perdería esa noche para jamás regresar o cuán larga podía ser. Era la oportunidad que aprovechaban los ingenieros y los técnicos del ferrocarril para salir de sus cubículos tristes y semi abandonados, munidos de variados instrumentos de medición. Entonces medían, controlaban, comprobaban, analizaban, cotejaban, estudiaban, la archiconocida nube gris; finalizaban de evaluar sus cálculos absurdos y llenos de símbolos esotéricos y las gentes se arremolinaban a sus alrededores preguntando todos a la vez sobre las conclusiones a que habían llegado. Ellos con voz grave, tocándose las levitas para inclinarlas sobre sus cabezas, exponían siempre la misma cantinela: Es una nube que ha bajado porque se le dio la reverenda gana, giraban en ciento ochenta grados y apresuradamente volvían a sus lamentables cubículos.

Nunca comprendí porque estas gentes, sabedoras de las respuestas que obtendrían, mostraban el mismo insano interés por las benditas conclusiones. Creo que de allí, deriva la manía que tienen de votar al mentiroso una y otra vez para que les siga robando en sus impuestos, yéndose en manada al burdel del final de la calle y gastar hasta el último penique obtenido. Tontos de generación en generación, las gentes no aprenden de sus errores y tropiezan con la misma piedra.

Hay un cartel, lo he leído cuando fui grande y supe leer, que dice que una comisión parlamentaria tendría la responsabilidad de la colocación de piedras de origen comunal, al servicio de la ciudadanía con el único fin que tropiecen siempre con la misma, así es que las piedras están numeradas con las coordenadas correspondientes al lugar en que deben aparecer ante el distraído caminante.

Y fue el día del bautizo en que me cayó el sambenito y fue aprovechado por mi padre para elegir el nombre que llevaría por el resto de mis días de vida: Petra Niebla del Sagrado Corazón de Jesús Sangrante y Doliente Gonzalez de la Gonzalera y Ordoñez.

Mis amigos me llaman Pepa.

Yo misma firmo Pepa.

De la bruja culposa de la tropelía hecha sobre la calificación con que me torció el destino, solo supe mucho más tarde que no era bruja ni era mujer, en realidad era el párroco disfrazado que a falta de fieles en su capilla, deambulaba por las calles del pueblo metiendo miedo a las gentes. Me contaron que en una ocasión el perro negro y grande del carnicero Don Justiniano Cortéz Mendizabal, le olió el culo a la bruja que no era, y creyendo que su olfato le decía que allí había culo disfrazado, le asestó tremendo tarascón seccionándole una nalga completa que quedó en medio del callejón del ataque. El cura no se sentó nunca más para que no se le identificara con la bruja que no era, y Don Justiniano Cortéz Mendizabal tuvo varios días carne fresca y barata en el mostrador de su negocio.

Viviendo en semejante disloque social, entre gentes poco avispadas, con un cura desnalgado y un carnicero aprovechado, crecí a razón de dos centímetros por quincena, lo que hizo que alcanzara la estatura de un metro noventa y dos centímetros a los ocho años, así fue que mi padre buscó la solución más práctica y económica, me colocó en la coronilla una piedra de cuatro kilogramos de modo que el crecimiento se detuviese hasta que llegara a la edad de entrar el organismo en el catabolismo, tiempo en que dejaría de producir las moléculas orgánicas complejas de lípidos y glúcidos, y no crecería más.

Fue una época de mi vida un tanto dura que me llenó de complejos, porque ir por las calles pueblerinas con una piedra atada con alegres cordones que hacía y retorcía mi madre, era de por sí un hazmerreír generalizado, pero si agregaba a esto que mi nombre era Petra, el círculo se cerraba como lo hace el Ouroboro cuando se come su propia cola.

Cumplía mis veintidós años de sobrevivencia en el mundo y era viernes.

La familia que vivía en el pueblo, y la que lo hacía en los aledaños a este, preparaban todo lo necesario para que la fiesta fuese similar o más aun, a las que el alcalde organizaba para las Patronales, San Pancracio Mártir de cada 15 de setiembre.

Imaginad cuanto esmero, dedicación, tiempo y dineros se dispusieron para que el magno evento se llevase a cabo. Incluso dicen las lenguas viperinas del grupo de vecinas del cotilleo, que secretamente mi padre envió a Horacio, el tonto del pueblo, en una misión secreta y arriesgada; debía tomar contacto con un anciano y sabio que vivía en una ermita desocupada, comiendo hierbas y bebiendo néctar de las flores que silvestremente crecían en los alrededores. Parece ser que esta dieta milagrosa hacía que el viejo hubiese adquirido ciertos poderes sobrenaturales, que alquilaba a un módico precio por evento obtenido; así hacia allá fue comisionado Horacio para pedirle al sabio de la ermita, tal como se le conocía, que ese viernes de cumpleaños hiciese que el cielo fuese límpido y azul, tal como lo crearon los dioses griegos. No quería una sola nube ni aun en el horizonte, de esas que aparecen como espiando donde pueden hacer llover, para que una salida al campo o una cita amorosa bajo un árbol, se arruine y tengan los participantes que quedarse a dos velas y sin el postre anunciado.

Cuenta el Horacio que el anciano le recibió entre gruñidos y escupitajos, había comido ajo silvestre y al parecer le provocó un exceso de saliva con un fuerte dolor de tripas. Tras esperar que terminara con su concierto mañanero, que acompañaba con flatulencias en son de cantos gregorianos, el supuesto ermitaño le concedió la gracia de solicitarle el deseo de mi padre. Contestó que por el dinero aportado a la santa causa de su subsistencia, haría que el cielo se limpiase a sí mismo por la mañana y que mantendría tal estado hasta pasada la medianoche, pero si deseaba que el efecto se extendiese hasta el siguiente día, debería sacrificar el cordero más tierno que consiguiese, lo asase a las brasas lentamente con los adobos acostumbrados y le enviase el trozo mejor sobre eso de las diez de la noche, que él haría un ritual para que el milagro tuviese al menos doce horas más de duración.

Al oír el relato mi padre, presuroso caminó hasta lo de Don Justiniano, el carnicero y encargó el cordero tierno; don Justiniano le ofreció un cuarto de nalga que tenía congelada hacia un tiempo, pero luego de debatir precio, calidad y el destino honroso que tendría optaron por no engañar al anciano y llevarle lo que había pedido. Fue comisionado nuevamente el Horacio para que asase la pieza y se la llevara al hipotético ermitaño so pena de ser emplumado y arrojado al abismo, si no cumplía con la tarea asignada. El pobre tonto juró y perjuró que no se aparataría del cordero del sacrificio hasta que el viejo lo tuviese en sus propias manos.

Entre tanto, las mujeres del pueblo convidadas a ser parte de las damas preparadoras, fueron convocadas por mi abuela y mi madre, que se habían auto-titulado la Jefa y la Sub-jefa para que la organización tuviese ese aire militar, que con tanto cariño aun abrazaban los lugareños, y vaya a saber por qué designio de la historia les había calado tan hondo.

Una vez reunido el comité de organización y acción para producir el cumpleaños soñado, se asignaron las tareas, obligaciones, controles de calidad, inspecciones de tiempos cumplidos, almacenajes apropiados y demás detalles muy largos de enumerar.

Medio pueblo prestó asistencia al acontecimiento, el otro medio se dedicó a criticar lo que se hacía.

Don Justiniano Cortéz Mendizabal quitó toda la carne, nalga incluida, de las neveras y dejó espacio para que se almacenara la que se iba a necesitar para el magno día.

El alcalde, Don Conrado Soler del Huerto, casado con Etelvina Dolores del Huerto, primos segundos entre sí, lo que afirma la regla que entre la misma sangre sale un tonto pues el Horacio era su primogénito, designó una partida de dineros públicos para el alquiler de un globo aerostático al mando del piloto y Coronel del Aire, Don Javier Lopez Lopez, que sobrevolaría durante el día del acaecimiento, dotando a tal de un toque de sofisticación y aventura, además de la oculta intención popular de mantener aislado al Coronel del Aire en el mismo, ya que era de público conocimiento sus manías sexuales, esas de andar alzado con cuanta dama se pusiese a tiro de piedra. Y no era el caso de exponer un hermoso acto popular. al manoseo impúdico al que solía dedicarse el aeronavegante, en cuanto tenía dos copas en su garguero.

Como veréis los detalles más ínfimos se cuidaban para que el éxito estuviese garantizado de antemano y hasta se nombró una Comisión de Eventualidades no Predictivas, la CEP, a la que se escogió como persona proba para presidirle a Doña Margueritha Soler y Coquimbo, hermanastra del alcalde en funciones.

Doña Margueritha, a la que en círculos poco formales y barriobajeros le apodan Manguerita, no bien fue nombrada junto a sus asistentes y adláteres, dedicó el resto de ese día a incordiar con inspecciones y pedido de informes por triplicado, en hojas mecanografiadas en letra arial, calibre 12 y con interlineado de 1,5, regla que de no cumplirse, se retornaría dicha documentación para que sea rehecha de acuerdo a lo ordenado. La normativa lanzada con peso de ley no tuvo gran soporte, pero una a una fueron llegando los dossiers, a la improvisada sala de la CEP en el saloncito del té, de la amplia casa de la Presidenta.

Mi padre tras ocuparse del estado del clima, dio su tiempo al diseño, compra de materiales, soldado, corte y armado de la parrilla donde se asarían los animales aportados a modo de obsequio por parte de mi tío, Don Odiseo Peregrino Gonzalez de la Gonzalera y Ordoñez, hombre de campo y horizontes largos, con el rostro curtido por los vientos de los valles, y los ojos achinados de tanto entrecerrarlos para contener las embestidas arenosas de los llanos, donde mantenía sus reses pastando; supo ser generoso en extremo poniendo a disposición del acontecimiento, las mejores vaquillonas y terneras de su establecimiento, para que se faenaran y distribuyeran en el emparrillado para beneplácito de la concurrencia.

Junto al herrero, el Oliverio Santos del Fierro, hombrón que se mantenía todo el día sudado y en camiseta de tiras, fuese verano o invierno, oliendo a fuego del infierno, era el que primero llegaba a misa y arrodillado ante el cura desnalgado confesaba sus pecados con voz ronca y tormentosa. La intimidad del confesionario se hacía añicos y todo el asistente a la sacra reunión, se enteraba de las apetencias sexuales no satisfechas del Oliverio, muy a pesar de las señas y gestos que el desnalgado le proponía detrás del santo enrejado.

Don José y María Delgado Ordines era el cura desgraciado por el perro del carnicero. Vivía en la sacristía asistido por la centenaria viuda de Ordines, su madre y confesora; la labor evangelizadora que comenzara su antecesor, el Padre Eustaquio Morales Montoro, fue dando frutos a montones y la cosecha de fieles se detuvo al no haber ya persona que no estuviese bautizada y fuese fiel a los convenios de la Santa Iglesia, solo que del dicho al hecho suele haber mucho trecho, y la asistencia a misa no era de las reuniones más concurridas del pueblo. Los domingos por lo general, la familia se levantaba tarde, pues los sábados siempre había algo que ver, algo que beber, algo que hacer hasta altas horas de la noche y como consecuencias al día siguiente casi nadie quería dejar las comodidades de una lecho confortable. A regañadientes iban apareciendo uno a uno los pueblerinos, tanto era así que el cura llamaba a misa de ocho, para terminar haciéndola a las doce, cuatro horas recogiendo el rebaños de ovejas que remoloneaban en sus catres y camastros, poniendo a Dios en segundo lugar después de las sábanas y cobertores, tal como hacen los buenos pastores asistidos por sus fieles perros que en un cuarto de hora tienen la majada en el redil.

Fue Don José el que me bendijo en el bautizo, pero el que hiciese otro tanto en el matrimonio de mis padres fue don Eustaquio, al que llamaban cariñosamente Don Nolohagas o Nolagas, apodo que sufrió la amputación de letras en el hablar cotidiano y familiar; así Don Nolagas recorrió cielo y tierra llevando la santa escritura por cada una de las familias y solteros o solteras que el pueblo tenía, impartiendo en sus hogares los sagrados mandamientos de Dios y las advertencias apocalípticas que se esperan por no cumplir con ellos.

Hombre de voz gruesa y contundente, cada vez que hacia una admonición las paredes de las casas temblaban y los cristales entrechocaban, en un tintineo premonitorio de las salvajes tempestades a las que estarían expuestos los pecadores. No había mayor ofensa a los cielos que un pecador desoyese sus amonestaciones, entonces en la siguiente visita de Don Nolagas, el sujeto sermoneado era nuevamente advertido y se agregaban decenas de torturas a sufrir en el infierno por la reincidencia. Su boca en esas ocasiones se convertía en un candente volcán escupiendo maldiciones ardientes y sulfurosas, al punto que no se podía discernir si por él hablaba Dios o el mismo Diablo. En una ocasión en que visitaba a un solterón de apellido Penegrall, que obviaré por el buen gusto del relato decir cuál era su apodo, el cura se plantó ante su figura y esputó un rosario de maldades a la que se vería obligado a tener cuando fuese a convivir con Satán. La expectoración evangelizadora tuvo tal calibre que cuentan que los cielos se llenaron de nubarrones negros azabache y los pájaros caían muertos en las calles cubriendo dos kilómetros a la redonda de la casa de Penegrall. Hubo estampidos y luces malignas que cruzaron de este a oeste sembrando el terror en el vecindario. Cuando Don Nolagas terminó de regañar al infiel, todo regresó a la clama anterior y aquí no ha pasado nada.

Con estos antecedentes el sucesor, Don José tomó las riendas de los espíritus perdidos del pueblo y en su sagrada misión se dedicó a la búsqueda y captura de todo solterón o solterona que habitara sus dominios, los que tenían las malas costumbres de transgredir las normas sociales y religiosas, dándose a organizar reuniones y festicholas regadas con vinos zonales y bebidas espirituosas que sobrepasaban la tasa normal de alcohol. Don José usando sus investiduras sacras y el permiso explícito que ello conllevaba, abría las puertas de los salones poco iluminados dónde los pecadores se daban a la ingesta alcohólica y a los manoseos impuros del baile de salón. No pedía permiso, encendía las luces, secuestraba las botellas, apagaba con sus pies los cigarros encendidos y separaba con sus propias manos los cuerpos entregados a la infesta costumbre de agarrarse para bailar. Luego y tras echar una furibunda mirada a cada uno de los concurrentes, les daba un sermón con las consabidas advertencias satánicas. Casi siempre, luego de la interrupción eclesiástica, uno de los anfitriones le llevaba una copita de jerez de fresa al cura y tras beberla obligado al convite, relajaba su seño, se acomodaba en un sofá y permitía que la fiesta continuara. Eso sí, bajo su atenta mirada; por lo que los que más cerca se sentían al fuego del amor correspondido, solían escaparse a la cocina o al dormitorio habilitado como sala extra, a darse a los misterios de la intimidad personal.

De esos vinos que corrían de copa en copa en esas veladas, serían los que se servirían en el banquete en preparación. Para ello mi padre tuvo una larga visita a la bodega de los hermanos Escancio y Luciano Gardez Colombo; contó mi progenitor que lo extensa de la estancia en la despensa de estos viñateros se debió a que se empeñaron en que probase uno y todos los caldos que atesoraban en su cava, acompañando cada copa con la historia que detrás de ellas estaba escrita, así fue que entre cuento y vino el tiempo se esfumó y mi padre entró en nuestra casa a hurtadillas pasada la medianoche, hora en que los lobos andan sueltos y las calles no están puestas. Solo escuché a mi madre levantarse para recibirle y una sola frase quedó pegada a las paredes del recibidor: ¡Anda, pasa y no digas ni mu!, le siguió un larguísimo silencio solo roto por el monótono sonido del reloj al dar la una.

Los vinos elegidos en la extensa cata fueron cuatro tipos de tintos, cuatro de blancos secos, dos de los dulces afrutados para el postre, un cava para el brindis y dos espirituosos para la sobremesa.

Los cuatro tintos de las añadas de más de cinco años estibados en botella, los menciono por si alguien los quiere degustar, fueron Ala de Cuervo, Pluma de Gallo, Negra Noche y Tinto Fuerte. En el caso de los blancos, Ala de gaviota, Pluma de Ganso, Claro Día y Blanco Suave. Los dulces, Miel Salvaje, Fruta Machacada. El cava Señorío de los Hermanos y los espirituosos, Capón Gordo y Cojón de Toro. Delicias del Olimpo sin lugar a dudas.

Las viñas de los hermanos estaba dentro del ejido correspondiente al pueblo lindero, Cruz Invertida, pero ellos tenían su vivienda en Cruz Amarilla del Santísimo Cristo de la Buena Suerte, nuestro poblado. Desde que comenzaron la explotación vinícola la puja entre los pueblos fue a sangre y fuego, cada uno quiso que la denominación fuese la suya y figurara en las etiquetas, cajas, y demás envoltorios de los vinos, con la consabida participación en las menciones de los catálogos enológicos para bien del renombre del lugar. La guerra desatada por aquellos días llegó hasta el Palacio de Justicia Comarcal y allí salomónicamente se dictó sentencia diciendo que la denominación sería Cruz Invertida Amarilla de la Buena Suerte, quedando así zanjado el conflicto aunque no bien satisfechas las partes, porque al final si alguno quisiera hacer una visita a las instalaciones, no hallaría ni por casualidad la situación geográfica mencionada. Por lo que astutamente el alcalde Don Conrado pidió a los hermanos Gardez Colombo que pusiesen las coordenadas de Cruz Amarilla del Santísimo Cristo de la Buena Suerte, a cambio de un suculento descuento en los impuestos que le debían al erario. Así nació un pueblo fantasma con un nombre inexistente en un sitio comprobable y accesible.

El menú consensuado dentro del seno familiar fue de un entrante de embutidos caseros, quesos de los Pirineos, olivas de Aragón, anchoas de la Costa Brava, sardinas salvajes del mar, erizos escabechados, tomates en conserva con hierbas aromáticas, perdices asadas, trozadas y con salsas varias, hortalizas escalfadas con vinagreta de frutos del bosque, hígados de ganso macho, tripas de ternera rellenas de arroz y ciruelas pasas, jamón de jabugo en finas lonchas caramelizado, tostaditas de pan de campo con mousse de calabacines y patatas de la isla con ajo picón. En el primer plato se podía optar por guisado de aves con salsa de pimientos rojos, ensalada de mil hojas con vinagreta de reducción de vino Ala de Cuervo y albahaca, canelones de verduras o carnes blancas, tarta de gambas con lecho de arroz negro, empanadas de salmón con queso fermentado o arrollado de carne mechado con huevos de gallinas chilenas y beicon frito. El segundo plato era único, carne de ternera asada a las brasas lentamente con una guarnición de hortalizas cocidas al rescoldo. Como postre, además del tradicional pastel de cumpleaños, había para degustar helado de limón y chocolate con frutos rojos, tartaletas de maíz tierno salteado con azúcar glas y oporto, brazo de gitano con nata montada y cerezas en almíbar, frutos rojos glaseados acompañados de crujiente de masa filo, frutos secos con amarantos y licor casero de moras silvestres o requesón con tres distintos tipos de mermeladas caseras y crujientes de pasta de almendras.

Para los niños había macarrones con salsa de tomates frescos, guisado de pato, arrollado de lomo con salsa de setas y copa de helado de cuatro gustos con cobertura de dos chocolates.

Una mesa de delicias que en la mayoría salían de las manos maravillosas de mi madre, mi abuela y mis tías que ocupaban toda la cocina, comedor, ante comedor, sala y una de las habitaciones que se limpió de todo mueble para dejar espacio donde acomodar los platos salientes. Al ejército de culinarias damas se unían los jóvenes primos, amigos y vecinos que oficiaban de serviciales camareros y ayudantes de cocina. En la parte de atrás de la casa, en la larga galería de las glicinas, se acomodaba la carne que iba a la parrilla y salía de la para ser troceada y servida. Solo las voces de mi padre en la galería, y las de mi madre y abuela eran oídas, el resto en actitud de silente obediencia se allanaban a sus órdenes.

La hora fijada para dar comienzo a la comilona era la de las catorce en punto. En ese momento todo debía estar preparado y acondicionado para el servicio, los comensales fueron debidamente avisados que podían ir arribando a partir de las doce cuando se iría despachando bocadillos y entremeses acompañados del vino blanco helado Ala de Gaviota.

Y así lo estuvo.

Todo coordinado como si de una maniobra militar se tratase.

En punto de las catorce horas los primeros platos fueron puestos en la larga mesa engalanada con manteles rosas y blancos, con centros distribuidos de jazmines y crisantemos lilas.

El lugar elegido para mí, la agasajada, era el centro de toda la mesa de modo que todos pudiesen verme, a mis lados se ubicaron mis padres, mi abuela, mis tíos con sus parejas, las autoridades del pueblo, los renombrados vecinos y así cada uno en el sitio que mi madre ordenó.

Los aplausos y gestos de merecida aprobación se sucedían ante la llegada de cada plato y su primer bocado. No dejaban de alagar las manos que les hicieron con tanta presteza y amor.

No podía estar más alegre y emocionada mi madre del éxito de sus desvelos.

El primer brindis y tras las palabras de mi padre, luego mi madre y seguida por dos frases muy emocionantes de mi abuela, me vi obligada a dirigirme a los invitados.

En primer lugar el agradecimiento a mis padres y familia, luego al apoyo de la alcaidía y sus representantes, por último a los concurrentes que animadamente seguían mi alocución.

Di un breve repaso de aquellos días de preparación, alboroto familiar, corridas, idas y venidas par que todo saliese como se había planeado.

Me referí seguidamente a lo que eran mis sentimientos como portadora de una edad con tanto futuro que descubrir y poco pasado por olvidar. Hablé de mis sueños más caros, esos que requieren de toda la fuerza y voluntad diaria para verlos cumplidos; de mis anhelos de volver a verles siempre como lo estaban en ese momento, unidos y felices.

Entonces hablé de la felicidad, esa que me ha acompañado en mi infancia plena de cariños, de muestras de amor hacia mi persona, la misma que se ha visto quintuplicada a medida que fui creciendo en este pueblo maravilloso colmado de buena gente que sabe vivir y dejar a los demás hacer su propia vida, la felicidad que da la libertad del hacer diario, de estudiar y trabajar para engrandecer la comarca.

Para finalizar quise dejar unas palabras anónimas, que espero que el viento haya llevado a la persona indicada y desconocida por mí hasta ese momento, palabras dirigidas al hombre probo, sincero, honesto, trabajador, amoroso, tierno, inteligente que sin lugar a dudas aparecerá en el tiempo justo y deseado por el destino; ese hombre al que me uniré para prolongar la felicidad eternamente.

La orquesta arrancó con el tema Aniversari de Manel y en el cielo flotó apenas bailado por una tenue ráfaga de viento, el globo aerostático pilotado por el Coronel del Aire Javier Lopez Lopez, de los costados de la barquilla de mimbre se soltaron miles de pequeñas flores que regaron por toda la estancia, mesa, comensales, servicio, niños, ancianos, perros y gatos, todos recibieron esos regalos perfumados sobre sus cuerpos como si fuesen gotas de agua bendita.

El viento serpenteó por entre las patas de las sillas y las mesas, levantó sutilmente manteles y faldas, inclinó las copas de los pinos y los cedros, despeinó los cabellos de las niñas, hizo volar alguno que otro sombrero aludo de algunas señoras, también hizo de lo suyo con los peluquines de calvos que no renuncian a su alopecia, movió jarrones con flores y volcó unas copas al azar.

Un banco de espesa niebla se arrastró desde la colina vecina y con rapidez fue tomando el sitio, conquistando cada rincón, cada vericueto soleado, las figuras de los invitados comenzaron a diluirse, sus contornos desaparecieron, se fundieron las imágenes de los platos de comida con los manteles y las manos apuradas que tomaban el último sorbo de vino; tejió sus finas hebras grises en cada uno de los coloridos vestidos, invadió pastel, asado, brasas, cocineras, alcalde, carnicero, uniendo a todos en una masa gris esponjosa, como si de una nube de azúcar estuviese hecha, la niebla se pegó a los cuerpos, las macetas, las flores, las abejas, los caballos, los niños, los ancianos.

Todo se volvió gris, uniforme, aterradoramente opacado, la tela finísima envolvió e hizo desaparecer el paisaje.

La habitación amarillenta de paredes descascaradas, con la única puerta que da al pasillo azulado mortecino, estirado en el tiempo, similar al camino del hades, pestilente, compacto. De la ventana, pequeña abertura de una pared, se coló la niebla del atardecer en la pensión ruinosa.

Abrí los ojos a la realidad presente.

El habitáculo diminuto, desordenado, caótico, con libros de fantasías desparramados por el suelo, la basura de la noche anterior con una caja aceitosa portadora de la pizza que fuese mi única cena, dominaba la mesilla; me incorporé de la cama con las sábanas de hacía semanas sin cambiarse. Mi poca ropa encima de una silla a modo de vestuario. Una lámpara solitaria que cuelga del techo baila al son del aire que entra y se va por la rendija de la puerta.

El aire hiela la piel mal abrigada y me provoca un escalofrío.

Junto a la cama hay una botella a medio vaciar de vino de mesa.

La tomo, vierto el zumo de los Dioses en un vaso y lo elevo por encima de mis ojos y digo en voz alta:

– ¡Feliz cumpleaños número veintidós Petra! Que mis sueños se cumplan algún día o la muerte me encuentre hoy borracha de vino y fantasías! ¡Salud padre dónde estés, salud madre en compañía de la abuela que me miráis desde el cielo! Salud por este cumpleaños.-

La niebla ya cubre la calle difuminando todo lo que cae en sus fauces este viernes de febrero.-

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