Cabeceando, tumbado, mirando al cielo observo las estrellas, siempre están ahí, siempre iluminando la oscuridad del cielo, tras millones de años siguen mostrándonos el camino en la oscuridad a pesar de estar muertas. Como las personas a las que añoro, en otros momentos de mi vida en los que el sol deslumbraba más que nunca, esas personas estaban hechas de caricias, abrazos y sonrisas, pero hoy miro a las estrellas esperando encontrar el camino, esperando que alguien me diga lo que debo hacer.

Cabeceando, tumbado, mirando al cielo observo las estrellas y veo como poco a poco se van moviendo, se deslizan entre sí como una marabunta creando formas, de un lado a otro, creando así un remolino de estrellas que me absorbe con tal fuerza que siento como mi alma se desgarra de mi cuerpo rompiendo con tal brutalidad los lazos que me unen a este mundo que siento como si despellejaran mis músculos uno a uno. Entre dolores y nauseas observo el cómo las estrellas giran a gran velocidad a mi alrededor, girando, girando una y otra vez, cada vez más dispersas entre si hasta que, sin poder soportarlo más doy un grito desgarrador, profundo, vacío y las estrellas desaparecen a mi alrededor. Transportado por un luminoso torbellino, entre almas y estrellas, flotando, mientras mi cuerpo se agita convulsionando y en mis oídos resuenan fuertes estallidos y ráfagas de una luminosa tempestad. Mi alma, mí preciada alma, lo único que me quedaba, la chispa que me hacía ser.

Cabeceando, tumbado, mirando al cielo observo la gran espesura. No, no era negro, no ese negro que vemos en la oscuridad, no esa oscuridad que no podemos vernos ni las propias manos, es una opacidad densa, como una masa oscura que encapota las estrellas. Observo a mi alrededor y estoy rodeado de árboles secos, de largas y funestas ramas y lapidas viejas, llenas de nombres sin fechas, cubiertas de hiedra, una hiedra casi tan oscura como los podridos frutos que cuelgan de ella y allí, a lo lejos, una oxidado arco que sujeta una puerta.

Camino, tanteando el terreno que a pesar de la tangible oscuridad del cielo, el páramo está iluminado de una tenue luz plateada, a cada paso que doy mi cuerpo pesa más y de improvisto observo unos cuervos que me observan en lo alto de las ramas. Fijos, estáticos con los ojos inyectados en sangre. A medida que avanzo van apareciendo más en las ramas antes vacías, cada vez me cuesta más caminar, mis piernas pesan y los ojos de los cuervos me observan, siguiendo todos mis movimientos.

Cansado, sigo caminando intentando no enlazar miradas con ningún cuervo, avanzo hasta que detrás de una lápida sale un gato; no, una gata, una hermosa gata de color blanco y negro con las pupilas amarillas que brillan y alumbran como si tuviera luz propia. Inmóvil por el inesperado acontecimiento, ignorando las intenciones del animal, espero a que se marche. La gata se acerca sin miramientos y comienza a ronronear y a pasearse entre mis piernas. Sorprendido sigo el largo sendero hasta la puerta con el peso de las miradas de los cuervos como si de flechas en mi espalda se tratase, pero a cada paso que doy cerca de la gata me doy cuenta de que cada vez me cuesta menos caminar, mi cuerpo ya no pesa; cada vez estoy más cerca de la puerta, cada vez hay más cuervos, cada vez la gata se mueve más deprisa, maullando, como si intentará advertirme de algo.

Al fin, consigo llegar a la puerta, espero, sospechando la reacción de los cuervos, temiéndome lo peor. La abro, pero no ocurre nada. Pasada la puerta no hay paramo, no hay lápidas ni árboles, ya no está la tenue luz, solo el brillar de esos ojos amarillos entre esa oscuridad tangible que lo rodea todo. Doy un paso, cuando de repente un graznido de un cuervo me advierte de lo peor. Asustado, inmóvil por el horror que acarrea mi situación intento buscar una solución. La gata maúlla a lo lejos, si la pierdo me quedaré solo en esta oscuridad que se cernirá sobre mí. Sin pensármelo dos veces corro tanto como me dejaban mis piernas y oigo el aleteo de las alas de los cuervos avanzar hacia mí. Sin girar la cabeza sigo corriendo entre la oscuridad sin observar nada más que dos ojos amarillos; consigo alcanzar a la gata y la cojo, la abrazo, pero los cuervos ya han llegado, empiezan a volar a mi alrededor, creando un remolino de graznidos y negras plumas. Asustado, abrazo más fuerte a la gata, pero atemorizada, me araña, cae de mis brazos y corre entre la oscuridad. Dentro del remolino observo como a lo lejos ella se sienta y me observa en la oscuridad. Poco a poco los cuervos van girando más y más, mareado y cansado me dejo llevar, dejo que me absorban y me lleven allá donde me tenga que llevar.

Cabeceando, tumbado, mirando al cielo observo las estrellas, siempre están ahí, siempre iluminando la oscuridad del cielo, tras millones de años siguen mostrándonos el camino en la oscuridad a pesar de estar muertas.

Siempre juntos, M.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS