Aquel extraño arbol

Aquel extraño arbol

Vicente Olmos

10/05/2017

Este relato no necesita presentación. Mi nombre no lo oiréis, mi cara no la reconoceréis, mi aspecto no la observareis y mi historia no es digna de ser recordada, pero el relato que os voy a contar necesita ser escuchado y liberado, pues el pesar de las almas que lo escuchan suelen perecer al cabo de pocos días en pos de nuevos cuerpos en los que sucumbir.

Todo comienza con un árbol, un árbol tan grande y viejo que nadie recuerda cuánto tiempo lleva allí. Un árbol cubierto de frondosas espinas a lo largo de su basto ramaje, largas y retorcidas ramas sobresalen como dedos rotos, su grueso tronco plagado de arrugas de un tono rojizo que asemeja al de la sangre y en medio, un ojo amarillento inyectado en sangre, un ojo que se mueve sin cesar, día y noche, tan desorbitado que parece que vaya a caer, pero no cae; moviéndose incesante, sin descanso, observando las manejas de un reloj que va dictando la misma sentencia una y otra vez.

Cada mañana lo veo al pasar por allí, algunas tardes voy a hacerle compañía y contarle mis problemas, mis historias, mis pérdidas. Día tras día, lo observo, todas las mañanas al despertar lo miro desde mi ventana; todas las noches al acostarme le miro y descubro que ahí está, mirándome, con el ojo extrañamente fijo en mi ventana.

La mañana siguiente, de camino al entierro decidí que aquella tarde iría a visitarle.

Aquella mañana era un día gris, el cielo estaba encapotado, pero no solo era el cielo, todo a mí alrededor había perdido el color, todo parecía poco a poco ir marchitándose; las plantas, mustias, cabeceaban a mi paso, las nubes cubrían un sol casi sin fuerza y una suave lluvia cubría el suelo de fango y tierra. Una funesta melodía sonaba a lo largo de todo el cementerio, las campanas, casi sin fuerza, habrían el corazón de los pocos que habían en el entierro; pero el mío no.

Mi corazón putrefacto, seco, había arrancado sus raíces y parecían florecer en otro lado. Veía como la tierra engullía la caja donde reposaba mi única hija, mi único familiar, en su día querido. Un charco de barro cubría completamente el ataúd y a la vez que la caja se hundía en el suelo, un leve latido empezaba a bombear en mi cabeza; pero yo no podía pensar en ella, el único que abarcaba mi mente era aquel ojo amarillento. Solo deseaba irme y estar con él.

El latido aumentaba y cada vez iba más deprisa, el ritmo aumentaba en mi cabeza como un martillo golpeando mi sien.

Salí del cementerio y entre agua y tierra llegue al árbol. El ojo se volvió hacia mí y fijamente seguía mis movimientos. El latido iba en aumento. Las horas se convirtieron en minutos, los minutos en segundos y las nubes dieron paso a una luna creciente sin darme yo cuenta de ello, refugiado bajo sus dedos rotos y espinas, su color sanguino me transmitía cierta calidez y tranquilidad. El sueño se apoderaba de mí y decidí regresar a casa.

Una vez dentro de la cama el latido volvió a retumbar en mi cabeza, más alto, más rápido; el sueño había desaparecido.

Me asome a la ventana y allí, bajo la luna y la lluvia, estaba el ojo, mirándome. El latido embotaba mi cabeza, no lo aguantaba más. Cogí una cuerda y salí en su busca. Corriendo, descalzo, el barro resbalaba a mis pies y el sonido sordo de los latidos no me dejaba escuchar nada. Llegué junto al árbol y mirándonos fijamente, note como el latir disminuía, agradecido, posé mi mano en su tronco y note un suave latido, lento, pesado, tranquilo, distinto a aquel odioso retumbar de mi cabeza. Anidé bien el nudo y entre largas y frondosas espinas logre llegar a una gruesa rama lateral que sobresalía a mitad del tronco. La sangre de mis cortes creados por las espinas chorreaba y goteaban en el tronco dándole un tono aún más rojizo. Hice otro nudo, pase la cuerda por mi cuello y con el árbol en mi mente y aquel ojo fijo observando la podredumbre de mi alma, salté.

Un sonido sordo y seco se escuchó a lo largo del valle. Mis pulmones iban a estallar, una fuerza inhumana me apretaba bajo la mandíbula y poco a poco, entre jadeos y angustioso dolor deje de respirar. Mi corazón no latía, un leve sonido retumbaba en mi interior y con ojos desorbitados observaba sin poder parpadear.

Observando, pasaron dos noches y tres días, la gente omitía mi presencia, y mi ausencia no extrañaba a nadie. Observando, sin poder respirar, ahogado, intentando exhalar un soplo de aire en mis muertos pulmones, sonriente, me vi pasar y así, día tras día, me observaba pasar y yo mismo me venía a visitar.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS