Cuando se terminaron las noticias apagué la radio de la cocina y me serví el agua que ya estaba hirviendo, revolví las dos grandes cucharadas de café soluble y al mezclarlas me quedé inmóvil. Una serie de recuerdos surgieron tan frescos como si hubieran sucedido unos minutos antes. Tal vez fuera la aterradora noticia de la pandemia la que me hizo cavar en ese pasado olvidado y sacar como si fueran el tesoro de un pirata aquellas escenas. Estaba trabajando en la embajada, en el departamento de política exterior y sonó por todos lados una palabra. “!Fukuyama!!Fukuyama!”. Al principio Nadia y yo no entendimos un pito de lo que se trataba, pero cuando el mismo embajador bajó por la escalera librando tres escalones en cada zancada, entonces quedó claro que estaba a punto de suceder una cosa gorda. Como Nadia y su servidor siempre metíamos la pata en todo, más yo que ella, pensamos que con ese vocablo japones iba a enviarnos a la calle o iba a someternos a un martirio chino o algo así. Resultó que no porque la mentada palabra japonesa era el apellido de un politólogo americano que había escrito un ensayo sobre el futuro del capitalismo. Se había agrietado la frágil cortina de acero de la URSS y estaba por comenzar una gran tragedia. Nosotros estábamos en el epicentro y fue la razón por la cual nos ordenaron buscar todas las noticias que estuvieran relacionadas con en programa exprés del gobierno ruso para entrar en el mercado internacional. Le habían llamado “Plan de los 500 días” y había dejado a bastante gente tres metros bajo tierra. El cálculo que habían hecho los expertos economistas del socialismo para llevar a cabo la transformación del mercado resultó tan inapropiado que hubo surgió una hambruna inmisericorde. Bueno, pues recordé ese día en el que empezaron mis jefes su carrera vertiginosa para escribir un libro sobre la situación. Íbamos contra reloj y, en el momento en el que se anunciara el primer título sobre eso del fin de la historia en plena Rusia, habría un ganador. Por un lado, estaba el embajador y nuestro equipo, por otro, el encargado de prensa de un diario muy influyente y, por último, un politólogo que frecuentaba nuestra institución para hacer traducciones del ruso al español.

Estuvimos dos meses a marchas forzadas combinando el trabajo de análisis con el espionaje. Era fundamental saber en qué fase iban nuestros adversarios. Por fortuna, teníamos topos por todos lados. Uno de ellos era la mismísima esposa del encargado de prensa y otro, la secretaria del traductor, que era súper amiga de la encargada de limpieza de nuestra embajada. Sabíamos que en cualquier momento podríamos correr el riesgo de ser engañados, pero la fe nos guiaba y seguíamos a puerta cerrada garabateando, leyendo y ordenando todo lo que podíamos. El autor del libro que se publicaría, sería, indiscutiblemente, el honorable señor embajador, pero la carga real de trabajo quedó en nuestros hombros, más en los míos y los de Nadia, que en los de nuestros jefes. El mismo día que mandamos a la imprenta nuestro escrito nos llamó el embajador muy enfurecido. “!Estúpidos! ¿Saben quién ha empezado a vender ya su libro? ¿No les dije que solo el primero que saliera a la luz sería el ganador? ¡Adiós a nuestro esfuerzo! —lo había dicho como si él realmente lo hubiera escrito solo—. Pero esto no se va a quedar así. ¿Quiénes fueron los causantes del retraso, joder?”. De pronto Nadia me miró con desconsuelo porque dos dedos índices nos apuntaban como frente al paredón. Sí, en efecto, así, metafóricamente, nos fusilaron. En menos de media hora ya estábamos de patitas en la calle con una indemnización de risa.

Traté de consolar a Nadia que era un mar de lágrimas, y cómo no, si había trabajado de forma impecable durante cinco años y nunca le habían llamado la atención por una falta grave. Lo bueno es que sus lágrimas no dejaron de brotar, pues al despedirnos se fue en dirección al centro y pasó por la embajada de Chile. Allí se encontró a su amiga que estaba buscando a una sustituta. “Me has caído del cielo Nadia, te lo juro. Mira, me casé con un español y nos vamos a Valencia, pero no tengo a nadie que se quede en mi lugar. Y…Mira, ahora tú con disposición inmediata y todo”. La contrataron el mismo día y seguro que siguió allí mucho tiempo. No lo sé con exactitud porque han pasado muchos años y, además, no he querido investigar sobre ella porque estaba un poco enamorado y no me gustaría avivar unas cenizas que ya se han esparcido con el tiempo. Al separarme de Nadia me fui a un bar en el que trabajaba mi amigo puertorriqueño. Era muy alegre y me imaginaba que era la encarnación del optimismo. No se si sería así todo el tiempo, pero podría jurar que se habría reído hasta de la muerte de su madre. En fin, no soy nadie para juzgar. El caso es que se torció mi vida por completo. En ese bar bebí demasiado y me acabé el dinero que llevaba. Al día siguiente no podía levantarme y solo tres días después asimilé mi dura situación gracias al hambre. Era un año muy difícil en el que habrán muerto por sus deudas cientos, tal vez miles de inversionistas sin experiencia e improvisados, pobres ilusos. Tardé casi seis meses en encontrar un empleo decente. Tenía que matarme más de doce horas al día para poder mantenerme a pan y leche. Un año después se regularizaron las cosas gracias a unas medidas emergentes del gobierno, que le había vendido su alma a un organismo que es peor que el demonio, pues se habían endeudado con el FMI. Mucha gente comenzó a estudiar nuevas profesiones, todos se reinventaron y se acomodaron en los nuevos peldaños del sistema capitalista. Muchos se enriquecieron.

Para mí fue como estar en un naufragio. Primero se hundió el barco, luego tardé demasiado en encontrar una isla desierta y cuando ya estaba por fallecer, me rescató un barco. Lo personificaba un empresario de mi ciudad. “!Hombre, Fernando, que gusto verte!”. Fue inolvidable el encuentro, sobre todo porque arrastraba unas deudas terribles. Ya se me había deformado la cara de tanto pedir. Una mueca de pesar era lo único que veía la gente, pero Armando Corona me arrancó una sonrisa de felicidad. Por primera vez en mucho tiempo me sentí parte de la sociedad. El cable que me echó me sacó de apuros e, incluso, pude volver a ser una persona de bien. Compré ropa nueva, alquilé un piso pequeño y hasta empecé a salir con una chica. Me sentía en la gloria y listo para los nuevos proyectos que no paraban de surgir en mi cabeza. Me asocié con unos amigos y comencé a gestionar un pequeño restaurante. Lo hacíamos tan bien que en pocos meses ya éramos los más populares de la ciudad. Andrés y Pedro, mis socios, estaban felices y nos sentíamos como en las películas de empresarios famosos o mafiosos que se divertían en los bares donde había mujeres guapas y hombres de negocios. Nunca hicimos nada fuera de la ley y progresamos de forma honesta. El tiempo nos fue creando intereses diferentes y, al final, Pedro se quedó con el establecimiento.

En mala hora lo hizo porque después se anunció un “Martes Negro” uno de esos períodos en los que el estado toma medidas drásticas para regular la economía. Otra vez, la gente vio desparecer su dinero con la famosa reforma monetaria, que ya era más o menos la cuarta. En aquel entonces ni siquiera sospeché que se estaba librando una guerra más fría y más ladina que la de los años posteriores a la II Guerra Mundial. Me había desentendido de la política, pero si la hubiera seguido estudiando lo habría comprendido entonces y habría aprovechado el tiempo. Ahora es demasiado tarde y estoy aquí dándole vueltas al café mientras sufro las consecuencias de los acontecimientos que se nos vienen encima. Se nos aconsejó quedarnos en nuestras casas. El aislamiento—decía uno de mis amigos—es la mejor forma de disgregar a la gente. Me reí en aquel momento, pero no sabía qué alcance tenían sus palabras. A pesar de estar comunicados con toda la tecnología imaginable, nos evitamos más que cuando nos cruzamos en una oficina. Además, estaba el problema de no ser consecuentes. Cuando se acudía al edificio de la empresa, a veces discutíamos entre compañeros. Llegué a tener conflictos tan fuertes con algunos que evité cruzarme su camino. Me comunicaba en las reuniones con ellos tratando de evitar sus miradas, pero en la comunicación virtual fingían como ninguno. Se felicitaba a todo mundo por su mi cumpleaños, se alegraban y ponían sus emoticonos cuando se daban opiniones, aunque estas fueran las más estúpidas e inimaginables. A mucha gente la habría matado por su hipocresía, pero entendí que el mundo virtual tiene sus reglas y esa falsa Netiqueta que usaban muchos era como una trampa. Ya veremos si al volver a la oficina siguen comportándose de la misma manera, me decía yo, pero como ven es ridículo volver a las condiciones normales del pasado.

Hace tiempo que empecé a dudar de que se restablecerían las cosas. Era por lo que les había mencionado las palabras de mi amigo, pues no solo nos dividieron, sino que nos empezaron a destruir. Al principio todos pensamos que eran unas pequeñas vacaciones pagadas, sin embargo, se han ido convirtiendo en este encierro semejante a una cárcel. Un arresto domiciliario muy riguroso. Pobres ingenuos no sabíamos lo que se estaba fraguando. Maldita política internacional es más peligrosa que todos los ataques de la inteligencia artificial y todas las sectas secretas del mundo. Por qué desvarío tanto, se preguntarán, pues es por la dichosa pandemia que ya muchos dudamos de que exista. Para que lo comprendan iré por partes.

Primero tendré que volver al instante en el que se separaron las repúblicas socialistas. La pérdida humana fue terrible. Empezó la Guerra de los Balcanes, echaron de muchos países a los ciudadanos con nacionalidad indeseada. Nos taparon los ojos con esa ilusión llamada Globalización. Nos dijeron que el paraíso estaba en la distribución de la producción. Nos ponían anuncios mostrándonos selvas indómitas donde los aborígenes tomaban Coca Cola y se atragantaban de hamburguesas. Las camisas se producían con tela de Singapur, botones de la India e hilos de Guatemala. Era fantástico ver todas esas cosas. La gente entró en una carrera de fondo en la que no había obstáculos. El mismo señor Fukuyama daba los pistoletazos de salida. Se publicaron miles de libritos de asesoría comercial. “Hágase rico en dos semanas” “Como emprender un negocio en dos pasos” “Retírate joven y millonario”. Mientras leíamos toda esa basura, los meros buenos empezaron su partida de ajedrez. Los rojos emplearon la estrategia de Kutuzov. Dejaron entrar los capitales, abrieron las puertas para que los imperialistas caminaran bien orondos por las calles de sus ciudades. En todos lados se producía sin cesar.

Pasó el tiempo y cuando la parte central del tablero se encasquilló, se hizo un recuento de las piezas perdidas y saltó el peine. Allí estaban tres bandos: uno con dinero, otro con tecnología y el último con armas. Entonces sí que se puso candente la situación. Con las consignas de “Protegeremos la Naturaleza” unos abandonaron el Club de París amenazando a los imperialistas por no cooperar. La lucha encarnizada de los capitales y la abstracta división del mercado internacional llevó a un nivel superior el combate. Se le dio una patada al tablero de ajedrez y siguió la guerra a lo bruto y sin reglas muy claras. Era como un enfrentamiento entre dos bandas de mocosos que se ponen a jugar a la policía y los ladrones. “Si me sigues bloqueando mis inversiones te vas a arrepentir— decía el Mao oriental—. Ta va a costar muy caro”. Esa amenaza fue lo que llevó a la creación de las nuevas estrategias. Lo malo es que la mayoría desconocemos cómo llegó el acuerdo de paz. Sabemos por experiencia que toda tregua, acuerdo bilateral o claudicación llevan intrínseco un pago, que o es más que un sacrificio humano.

Esta vez han ido muy lejos, es por eso que no puedo parar de darle vueltas al café sabiendo que es el último que me tomo. Recuerdo cuando nos echamos unos chistes de verdad graciosos en la oficina. “Tenemos que parar—dijo el jefe—es una disposición del gobierno”. Seguidamente comenzamos a imaginarnos despertando tarde, conviviendo con nuestros seres queridos y comprando cervezas, viendo el fútbol o leyendo libritos de autoayuda, de dietas o superación personal. ¡Qué ingenuos! Los políticos dividiéndose el mundo y nosotros pensando en bajar unos kilitos de sobra. Bola de idiotas. Nos habían lavado el cerebro. Ya es muy tarde para lamentarlo. Mejor les diré que después de todo lo que he visto me quedo con Balzac y su comedia humana. Él la vivió en carne propia y sufrió las consecuencias de sus actos, pero se mantuvo en la línea. Jamás dejó de escribir sobre su realidad y nunca perdió la visión crítica para diseccionar la sociedad. Tenía que haberlo leído, también a los otros grandes. Tolstoi, Dostoievski, Andreyev, Platónov y muchos más y no sólo rusos, sino de todo el mundo chinos, americanos, indios, paquistaníes, húngaros, mexicanos y españoles, entre otros. Me pasé las noches disfrutando esas entregas semanales del Tío Sam que con su dedo me señalaba para enrolarme en su campaña, pero yo he sido siempre rojo. Me mantuve hasta en los más crudos días de hambre, desgracia y desolación. Fui muy imbécil, tenía que haber hecho lo que decía Punset. Dedícale tiempo a lo que realmente me gusta, mantener buenas relaciones sentimentales y superar todos mis temores. Esto último nunca lo podré hacer porque soy supersticioso, hipocondriaco y ahora padezco de agorafobia y antropofobia. No siempre fui así. Eso solo, después de este encierro, ha surgido y no creo, más bien dudo mucho, que logre curarme en los pocos días que me quedan por vivir.

Ya lo había leído en una novelita de Jean Christopher Schedler, Huschetler o Huttlerer no sé cómo se pronuncia. El caso es que el tipo cuenta sobre un programa para desintegrar a la humanidad. Primero los ricos van despareciendo del mapa. Los grandes magnates, ricos de verdad, van anunciando sus males. “Causa de la muerte: páncreas, sobredosis, sida, sarampión, viruelas, gripe aviar, fractura de fémur, etc.”. Luego, se forma una sociedad de nuevos humanos que gozan de todos los beneficios de la genética. Aumenta su esperanza de vida, se embellecen, rejuvenecen e incluso aparecen en la sociedad con nuevos nombres, más discretos de los que tenían antes de su supuesta muerte, después, esa nueva gente decide eliminar al populacho, es decir, limpiar el planeta de escoria, ya saben, gente como los negros, amarillos, piel rojas y demás cochambre. La última etapa está en crear nuevo dinero o, mejor dicho, acabar con la economía tradicional y establecer otro orden de intercambio monetario. Al final, creo que ni necesitan acuerdos económicos siendo ellos los dueños de todo. Lo más cruel es el método de extinción. Más desolador que los campos de concentración y con toda la crueldad del sadismo humano.

Nos hicieron recluirnos en nuestras casas, nos dijeron que era temporal, que se estaba buscando un remedio para un virus letal. Nos predijeron que habría abastecimiento, pero que la gente evitara el contacto con las personas desconocidas. Lo aceptamos mal que bien, pero había muchos incrédulos que se salían a conversar con el vecino, llegaron las multas. “Eh, usted, no salga si no es absolutamente necesario” “¡Vale, vale! No se enfade, ya me voy a mi casa.” Vino el des abasto. “Se acabó el arroz —me dijo mi madre por teléfono—, ya no podemos prepararlo a La jardinera”. Así poco a poco se fueron ausentando de las tiendas la leche, el queso, el pollo, el pan y no sé que cosas más. De nada sirvió atiborrar la alacena de víveres. Los vecinos, sobre todo los más pequeños, con su persistencia y sus huesos de las costillas bien marcados nos obligaron a ceder.

Tuvimos que sufrir regaños y reproches al principio, pero después nosotros mismos acudimos a alguien en los momentos de hambre más aguda. A los que se cargó primero la crisis fueron los ancianos que no fallecieron por el virus, sino por la falta de pensión y alimento, luego las generaciones: Baby Boom X, Y, Z y los millennials y por último los bichos más resistentes. Me asomo por la ventana y veo a los últimos sobrevivientes. Su aspecto es lamentable. No se mantienen en pie y van cayendo como hojas secas de los árboles, ni siquiera dan el costalazo. Van planeando en la caída como si fueran parapentes. Bueno, pues como les decía. En la radio han transmitido por última vez para darnos la despedida. Ha sido conmovedor para las dos partes. Unos han realizado su sueño. Están seguros de que habrá una nueva humanidad. Más inteligente, más bella y con menos vicios y perversiones. Para nosotros, quienes le entregamos nuestro tiempo, esfuerzo y dedicación al trabajo, en lugar de dejarnos de servilismo, esperamos hasta en la hora más absurda que no llamen para laborar.

¿Qué haría si le dijeran que la humanidad se va a extinguir? Esa pregunta me la hacían en mis clases de idioma y era algo, que, según el profe, daba mucho juego, pero no sabía nadie que era algo muy probable y lo tomábamos como una bromita. Me gustaría decir lo que me habría gustado hacer, pero es inútil. El fin está a unas cuantas horas, ya no se requiere nada. Ese señor Fukuyama nos dijo que sí era de verdad el fin de la historia, al menos el fin de los esclavos del capitalismo, la carne de cañón de siempre. Bueno, si ustedes siguen allí, díganme lo que piensan, que no les he dejado hablar. Cuéntenme algo, por favor.

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