El jardinero de la familia Schmidt

En esta foto no salgo porque soy quien la está haciendo. Se preguntarán sobre estas personas tan guapas y que posan tan alegres. ¿Quiénes son? ¿Por qué están tan contentas? Pues son mis benefactores. Ese día de la foto estábamos festejando el cumpleaños de Alice, la niña pelirroja de en medio. La pequeña que está con la bici es Diana una vecinita que se acercó y la invitaron a unirse al grupo. También está Daniel y Renata la pareja, son los padres de la festejada. Por último, a la izquierda está el señor Franz Schmidt y su esposa Lilian. Los perros son Black, el más grande, le pusieron así porque de pequeño se metió en una bolsa de carbón y quedó todo tiznado y Candy, una perrita adoptada. Como pueden ver no vivían mal. Tenían una casa en Canadá. Ese año, el 2002, si no me equivoco cumplí tres años trabajando para ellos. Hacía de todo. Jardinero, mecánico, fontanero y mensajero. No me iba tan mal con ellos. Me habían dejado un rincón en la cochera y allí dormía y hacía todo lo que necesitaba.

Recuerdo que mucho antes de trabajar para el señor Schmidt me era muy difícil instalarme en cualquier lado. Estaba por decirlo así, marcado. Llevaba a cuestas una cruz pesada y todo era consecuencia de mis malos actos del pasado. No trataré de justificarme ante ustedes. Ya saben que estar en el sitio equivocado en el momento inadecuado es malo. Me pasó a mí. De joven vivía en Varsovia y me pasaba los días estudiando y practicando el deporte. Mi padre me había dicho: “Joseph, si no terminas con honores la carrera de Derecho, al menos podrás ganarte la vida rompiéndole la cara a los abogados que te ganen los juicios”. Así fue, literalmente. Son las palabras que recordaré toda mi vida porque un poco después se desató la guerra y se nos vino abajo todo. De pronto estaban los soldados alemanes en todos lados.

No les contaré con detalle lo del conflicto bélico porque seguro que ya han leído u oído mucho sobre ello. El caso es que era un joven muy fuerte y, como todos los hombres que gozan de un físico de toro, tenía un carácter impulsivo, pero era solo cuando explotaba por alguna razón. Estaba trabajando en un almacén, descargaba los costales de grano y legumbres, transportaba cajas de latas de conservas y de botellas de aceite, vinagre y zumos. Se me acercó un oficial. Era Franz que apenas era un capitán, pero ya lo respetaban. Me llamó y me dijo que subiera unos muebles a un camión. Me miró con atención y después me dijo que le siguiera. A partir de aquel día le seguía a todas partes. ¡Joseph!¡Ven aquí! —decía con voz fuerte. Le obedecía, pues qué podía hacer —. ¡Llévate a estos hombres a los refugios! Accedía sin rechistar, pero notaba que mis compatriotas me miraban con malos ojos.

Pasó el tiempo y mi destino cogió dos senderos. Por el primero iba mi carrera ascendente dentro de la comunidad alemana.  Me daban órdenes y las cumplía al pie de la letra. Nunca protesté y lo tomé como un trabajo más. El otro camino era más arduo porque perdí a mis familiares y amigos. Mi gente me odiaba y me echaba en cara mi falta de espíritu rebelde. Lo entendía, pero la falta de sentido común me impedía reaccionar. Mi prima, la única sobreviviente de los Golinsky, me denunció para que me llevaran ante los Juicios de Nuremberg. Nunca me pudieron encontrar. Primero me escondí en Argentina. Cuando supe que me seguían el rastro, cambié mi identidad y me casé con una mujer francesa, que era emigrante, y nos vinimos a vivir a Quebec. Nos instalamos rápido.

“Por qué no te pones a trabajar en algo serio. ¡Caray!”. Esa frase se repetía todos los días cuando llegaba de cumplir mis encargos. Ganaba poco la verdad, pero con el sueldo de Mariane íbamos saliendo día a día. Era una persona muy noble y tolerante. Me quería de verdad y, se puede decir que nos amamos hasta el último día. Lo malo fue que siempre padecí con ella de una frustración tremenda. Vivía aterrado pensando que algún día me encontrarían para mandarme a la cárcel. Ella murió. No sé si fui el causante directo de su muerte. No lo recuerdo. Hui de la ciudad y me vine a Montreal. Aquí también perdí a los Schmidt.

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