Hoy empieza el crucero que he contratado para viajar entre islas y puertos del Mediterráneo. Por fin ha quedado atrás el largo invierno y llegan las vacaciones. Como siempre, no ha sido fácil conseguir unos días libres para disfrutar en las fechas que me convenían. Pero ya estoy aquí, esperando en una fila de cientos de turistas para embarcar. Sé que no me puedo quejar. Infinidad de personas mueren de sed y de hambre todos los días, pero esta cola que no avanza me está irritando. El sol me cuece entre los colores chillones de las ropas de los viajeros, que pregonan experiencias vividas en otros viajes para demostrar que no son simples turistas novatos; los pies desnudos de las chicas llenas de vida me hipnotizan, bailando sensuales con alegres sandalias al son de sus dedos morenos; y el aroma dulzón del verano se reseca en la boca despertando el deseo de un buen trago de agua fresca. Los asiáticos situados detrás de mí me empujan continuamente, tal vez añorando sus aglomeraciones cotidianas. Y para colmo, una parejita que viste los inevitables pantalones pirata se acaba de colar delante del matrimonio que me precede en la fila, simulando formar parte de un grupo numeroso cuyos miembros ya me resultan familiares. El matrimonio al que me refiero está formado por una pareja de ancianos encantadores que, según me han contado, proceden de un pueblecito de León del que apenas han salido en su vida. Sus nietos se han empeñado en pagarles el viaje, al que llegan muy ilusionados, aunque un poco asustados porque se enfrentan a un mundo nuevo para ellos, y por el agobio que les añaden las limitaciones de su edad. Ella, más dicharachera, me ha explicado que su marido sufre una fuerte artrosis que le dificulta enormemente los movimientos, ya de por sí complicados porque su sobrepeso es notable. Se conforman con ver el mar y las ciudades donde hagamos escala desde la cubierta del barco. También ellos se han dado cuenta de la maniobra de la pareja que se ha colado, pero se resignan con una simpática mueca en sus caras con la que expresan que no merece la pena discutir. Su actitud me alivia, porque me libera de cacarear una protesta que no habría sido capaz de esgrimir contra aquellos aprovechados. Sólo espero que los asiáticos no me recriminen mi debilidad.

Entre la espera, el abrasador sol de julio y los roces de la fila, la temperatura ha subido dentro de mí más de lo que resultaría agradable. Cuando consigo entrar en el barco, el aire acondicionado me brinda su artificial bienvenida con un fresco saludo. En un pasillo interminable, una hermosa joven de pelo castaño y espléndido cuerpo se detiene ante la puerta de un camarote situado a unos quince metros del mío. Cuando la chica saca de su bolso la tarjeta que abre la puerta, veo cómo cae al suelo un sobre. Ella no se da cuenta, entra en su camarote y cierra. Me acerco y recojo el sobre. Está abierto, así que puedo ver que contiene unos quinientos euros en billetes de cincuenta. Podría quedarme el dinero sin que nadie lo viera, porque, sorprendentemente, el pasillo está desierto en este momento. Pero no lo dudo. A pesar de mi timidez casi enfermiza, llamo a la puerta. La chica abre y me mira algo desconcertada. Le entrego el sobre y me dedica una preciosa sonrisa, repitiendo varias veces su sincero agradecimiento. Cuando estoy a punto de llegar a mi cabina, ella susurra con un grito contenido que le gustaría invitarme a una copa, en señal de gratitud. Sonrío y pronuncio en voz alta el número de mi camarote, invitándola con esa sola palabra a que me invite cuando quiera. Entro y cierro la puerta. Me siento satisfecho conmigo mismo contemplando mi honestidad en el espejo del baño. Harto de los listillos y de los creadores anónimos de guerras, pienso que si todos se comportaran como yo, el mundo sería una balsa. Recuerdo a la pareja de los pantalones pirata y, con un leve movimiento de cabeza que acompaña a una irónica sonrisa, me explico a mí mismo que seguramente ellos se habrían quedado con el dinero. No somos todos iguales. Yo respeto unos sólidos principios que sirven de cimiento a la sociedad. Y los respeto desde siempre. Cuando era un crío de seis o siete años, tuve que demostrar a mis amigos que yo también era capaz de robar una bolsita de pipas en la tienda del barrio. Pero mi travesura duró poco. Cuando estuve en la calle y mostré la bolsa como un trofeo, me invadió un tremendo remordimiento, porque sabía que robar era algo malo, aunque nadie me viera hacerlo. Inmediatamente volví a entrar en la tienda y, poniendo cara de ángel, entregué la bolsa al tendero, quien a su vez me devolvió la sonrisa sabia de quien lo ha visto todo.

Siempre he sido escrupulosamente respetuoso con las normas, convencido de que las dictan jueces sabios, por sabias razones; o quizá frenado por mi carácter timorato; o acaso por mi débil imaginación. No sé exactamente por cuál de esos motivos, pero con aquella misma edad, sucedió algo que resume mi actitud, y que en esencia no ha cambiado con los años. Una tarde de agosto en la que la ciudad estaba desierta, mis padres salieron a dar un corto paseo por el barrio. Yo quise quedarme jugando en la calle con mis amigos. Mis padres accedieron, con la condición de que no bajara de la acera bajo ningún concepto, aunque el tráfico, ya de por sí muy escaso en ese tiempo, era inexistente aquella tarde. Poco después de que ellos desaparecieran, la pelota con la que jugábamos cayó a la calzada, muy cerca del bordillo de la acera. Pero fui incapaz de recogerla, porque para ello tenía que desobedecer a mis padres. Uno de mis amigos, con una sonrisa pícara, recogió la pelota y seguimos jugando.

Volviendo a mi hurto abortado, he de reconocer que no me gustaban las pipas, o más bien es que ni siquiera sabía pelarlas; pero sé que lo que realmente me impulsó a devolverlas fue la desazón que me producía cruzar aquella línea sagrada. Lo que no tengo claro es si el desasosiego nacía de la desobediencia a unas normas aprendidas, o de la violación de un instinto eterno que distingue el bien del mal.

Con esa rápida revisión de mis principios, vuelvo a repetirme que no somos todos iguales. Estoy casi seguro de que los barriobajeros de los pantalones pirata no habrían actuado como yo. Pero lo que importa es que hoy podré dormir como siempre, arrullado por mi conciencia tranquila.

Cuando acabo de cenar, coincido con la pareja de ancianos entrañables. Charlo con ellos mientras caminamos muy lentamente, siguiendo el ritmo del tembloroso bastón del hombre hasta que llegan a la puerta de su camarote, casualmente contiguo al mío.

Una vez en la cama, al contrario de lo que pensaba, no consigo conciliar el sueño con facilidad. Un eco lejano e indefinido parece llamar mi atención, pero no soy capaz de descifrar ningún mensaje concreto. Dando vueltas y más vueltas entre las limpísimas sábanas, recuerdo a la chica del sobre, de quien, por cierto, no he vuelto a tener noticias. Una especie de runrún subterráneo parece preguntarme si en la devolución del dinero no habrá influido un temor subconsciente de que alguna cámara de seguridad me descubriera; o si no me habrá movido la velada esperanza de entablar contacto con una mujer atractiva, aprovechando la ventaja que mi buena obra me brindaba. Si hubiera visto caer el sobre de manos de la pareja de espabilados ¿se lo habría devuelto? ¿o me habría cobrado su impresentable adelantamiento en la fila quedándome el dinero? Qué tontería. Si desde que tengo seis años soy fiel a mis principios, ¿cómo iba a traicionarlos a estas alturas?

Quizá sea por el café que he tomado después de cenar, o tal vez por la excitación del viaje, pero ya llevo un buen rato en la cama y sigo sin poder dormir profundamente. En una especie de duermevela, me viene la imagen de mi pintoresco jefe cuando ayer mismo, con su gracejo andaluz inconfundible, me deseaba buen viaje, casi empujándome con una simpática presión para que me relaje rápidamente y vuelva con las energías bien recargadas. Pero recién iniciadas las vacaciones no quiero pensar en el trabajo. Sería estupendo enganchar un buen premio de lotería y no tener que trabajar nunca más.

La coincidencia de la imagen de mi jefe con la de la lotería me trae el hilo de un recuerdo en el que ambos vienen juntos, cuando él nos relató una de sus célebres anécdotas. Ya he dicho que es un hombre peculiar. Licenciado en Matemáticas y excelente jugador de ajedrez, director de una importante oficina bancaria, pero con una facilidad enorme para las relaciones sociales y un sentido del humor capaz de arrancar sonrisas incluso a quien está presentándole alguna reclamación airada en su despacho. Su forma de contar las cosas que le suceden es siempre colorida y sorprendente.

Fiel a su estilo, en cierta ocasión nos contó a todos los empleados de la oficina que una gitana, leyendo las líneas de su mano le había vaticinado que conseguiría un enorme premio en un sorteo de lotería. Él no le dio mayor importancia a la predicción, pensando que se trataría de una mera excusa de la pitonisa ambulante para conseguir algunas monedas de propina. Sin embargo, según continuó relatando, unas semanas más tarde llamó a la puerta de su casa un señor a quien no recordaba conocer. Era un caballero de avanzada edad y aspecto venerable que inmediatamente le explicó que era cliente de su sucursal, aunque comprendía que no le recordara porque sólo habían mantenido un brevísimo contacto en alguna lejana ocasión. El hombre dijo ser científico, jubilado de un importante organismo oficial dedicado a la investigación, y añadió que, a pesar de su formación, creía firmemente en el poder de predicción de algunos sueños que se le representaban con determinadas características. No habían sido muchos, pero las veces que ocurría, sus vívidas escenas vaticinaban exactamente lo que se empeñaban en reiterar. Tras esta presentación, le comunicó que se había atrevido a llamar a su puerta para comunicarle que era protagonista de uno de aquellos sueños machacones, donde claramente resultaba agraciado con un enorme premio de lotería.

Casi todos en la oficina quedamos atrapados por aquella anécdota, pues, aun relatada con sus teatrales condimentos, parecía revelar algo más que una mera superchería. Inmediatamente quisimos saber el número del boleto que jugaba nuestro jefe. No fuimos los únicos. La voz se propagó, porque él era una celebridad en el pueblo donde estaba ubicada la sucursal, de manera que durante varios días recibimos en la oficina llamadas telefónicas en las que nos preguntaban cuál era el número de la suerte.

Yo solía desayunar casi a diario con un compañero de trabajo y con un cliente antiguo, amigo de ambos. Todas las semanas jugábamos un décimo de lotería los tres juntos, así que, cuando nuestro amigo supo que habíamos conseguido uno con el número del jefe, nos quiso pagar un tercio, pues consideraba natural que también este lo jugáramos a partes iguales. Mi compañero y yo nos miramos frunciendo el entrecejo. Al unísono le respondimos que los tres ya compartíamos otro décimo, como todas las semanas, pero del número del jefe sólo habíamos conseguido uno, así que, siendo este tan especial, no pensábamos compartirlo. Añadimos que, además, nos parecía justo, pues su situación económica era mucho más desahogada que la nuestra. Nos dedicó unos castizos insultos, acabó su café y se marchó bastante molesto. Un par de días más tarde volvió con algunos pliegos que contenían un montón de décimos del número mágico y los lanzó sobre nuestra mesa de trabajo con evidente desdén. Dijo que los había localizado a través de la central del Organismo Nacional de Loterías, y añadió que él ya se había reservado unos cuantos, de manera que nosotros podíamos quedarnos con todos aquellos, o bien repartirlos con quien quisiéramos; siempre que se los pagáramos, naturalmente.

Después de hacer nuestra distribución de la suerte entre familiares y amigos, esperamos ansiosos al día del sorteo. Pero el número adorado no consiguió ni el menor de los premios. Con una sonrisa socarrona nuestro jefe se justificó, diciendo que los vaticinios auguraban que sería agraciado con un premio espléndido, pero no concretaban cuándo.

Por mucho que esté de vacaciones, sólo es el primer día, de manera que el cansancio acumulado y las vueltas que le doy a la cabeza terminan haciendo mella y finalmente me vence el sueño. Pero en un punto indeterminado de la noche me despierta un enorme estruendo que me hace caer de la cama. Con los ojos y la boca seca, desconcertado y moviéndome como un autómata agitado, salgo al pasillo. Casi al mismo tiempo se están abriendo las puertas de todos los camarotes, desde donde emergen sus ocupantes con las caras desencajadas por la sorpresa, y un miedo expresado en gritos desafinados que demandan respuestas. Unos instantes después empieza a oírse por la megafonía del barco un mensaje que llama a la calma, aunque urge a que todos los pasajeros acudan con sus chalecos salvavidas a los puntos asignados en el simulacro de evacuación que se ha llevado a cabo durante la tarde. El mensaje se repite continuamente en varios idiomas e insiste en la necesidad de mantener la calma, pero actuando con agilidad, mientras recalca que en esta ocasión no se trata de un simulacro. Nos preguntamos unos a otros, y a nosotros mismos, qué puede haber sucedido. Quizá una colisión con otro barco, una explosión accidental en la sala de máquinas, un atentado terrorista… Tengo tendencia a pensar que, a estas alturas del siglo veintiuno y en los escenarios donde me muevo, está todo controlado. Sin embargo, parece que hay un problema serio, porque un fuerte olor a humo está invadiendo la nave. Con gran nerviosismo entro en el camarote e intento colocarme el chaleco, pero el temblor de mis brazos hace que me enrede varias veces antes de conseguirlo. Intento ajustar los correajes, tratando de recordar las instrucciones que, hoy en el barco, y cientos de veces en los aviones me han explicado, pero pronto desisto. Ya lo haré más adelante. Cuando vuelvo a salir y veo que en el pasillo hay una capa de cuatro o cinco dedos de agua, una llamarada de pánico recorre mi cuerpo viajando en oleadas desde la cabeza hacia el estómago y viceversa. Con las palpitaciones disparadas y una extraña sensación de irrealidad, apenas puedo pensar. Sólo se me ocurre que a mí no puede estar pasándome esto. Yo siempre he salido vivo de todos los percances que me han ocurrido. Claro. En caso contrario, no lo podría recordar…Pero esta vez parece que la muerte ronda muy cerca. Igual que infinidad de ciudadanos de este planeta, estoy acostumbrado a oír en los telediarios las tragedias de otros, frecuentemente mientras engullo la comida o la cena. Pero hoy, yo podría ser un componente más de la cifra de víctimas que se citará en las televisiones de todo el mundo. Si llegara a ser así, millones de personas sabrán la causa de mi muerte, aunque, en una triste paradoja, yo la desconoceré por completo, y para siempre.

Con enormes dificultades de concentración y en pleno desconcierto, intento saber hacia dónde me dirigí al participar en el simulacro de esta misma tarde. Creo que tengo que ir hacia la derecha, y seguramente es así, porque en esa dirección se mueven todos. Cuando paso ante el camarote del matrimonio anciano, la mujer me agarra de un brazo, gritándome desesperada que su marido ha caído al suelo y no puede levantarse. Yo estoy tan aterrorizado que apenas entiendo la situación. Sólo consigo pensar en seguir corriendo hacia la salida. Casi no siento mi propio cuerpo, como si una anestesia me hubiera introducido en la realidad virtual de un juego de ordenador muy elaborado. Sin pensarlo mucho, intento liberarme de las manos de la mujer porque mi instinto me chilla que cada segundo perdido puede ser vital. Alguien que corre con gran decisión termina de separarnos pasando bruscamente entre nosotros. Es el chico de los pantalones pirata, que entra en el camarote de los ancianos. Yo no reacciono. Sigo paralizado cuando veo cómo el muchacho intenta salir con el hombre cargado sobre sus espaldas. Avanza con grandes dificultades, porque el abuelo es muy corpulento. Dudo si acudir a ayudarle, pero el agua, que ahora casi llega a mis rodillas, absorbe inmediatamente mi atención. Está claro que no queda mucho tiempo para poder escapar. Siento otra fuerte explosión. Mis oídos ensordecen, como si mi cabeza estuviera dentro de una campana de cristal hermética. Un zumbido comprimido parece querer protegerme de los gritos que me circundan. Noto el frío del agua que me envuelve entre miles de burbujas mientras me arrastra un potente torbellino…

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