Teníamos una cuarentena, impuesta por el gobierno debido a un virus que se había esparcido por todo el Mundo y no había un remedio efectivo contra él. Las estadísticas eran alarmantes hasta cierto grado, pues se habían muerto solo personas muy mayores, pero eran demasiadas. La preocupación llevó a las naciones a declarar un estado de alerta y cerraron todas las fronteras. Le recomendaron a toda la gente no salir de sus casas y usar una máscara al visitar cualquier lugar público. Por alguna razón inexplicable, no había pánico, al menos en nuestra ciudad. Las empresas decidieron mandar a sus empleados a trabajar desde su casa, les dieron acceso a las redes empresariales y les proporcionaron un ordenador. Las instrucciones fueron muy claras. Tenían que quedarse anclados a sus aparatos durante las horas de trabajo o administrar sus actividades de tal forma que las horas laboradas sumaran ocho. Los periódicos se encargaron de darle a la gente la fórmula perfecta para realizarlo en casa. “No se ponga a trabajar en pijama, imagine que se va al empleo, péinese, perfúmese y preséntese ante sus compañeros de la forma habitual. Además, haga las pausas de comida, del té o café, del bocadillo y para fumar. Llegada la hora de salida, despídase de sus compañeros y desconecte. Aproveche los momentos muertos para levantarse de la silla y hacer estiramientos o sentadillas, es muy útil”.

Yo hubiera seguido todos esos consejos, pero mi trabajo era diferente, lo hacía por lo regular de manera presencial. Ofrecía un servicio y mis aptitudes eran excelentes para persuadir a la gente cuando me encontraba con ella. Ahora, no sabía cómo organizarme y realizar mi trabajo de forma óptima. Necesitaba un equipo potente, una cámara muy buena y algún programa que me indicara si mi cliente me estaba poniendo atención o solo me escuchaba mientras preparaba la comida o hacía cualquier cosa que le gustara más que estarse comunicando conmigo. En mi casa todo fue bien los primeros días, incluso nos reunimos cada noche en la cena y conversamos hasta la madrugada, pero la situación cambió pronto. Como mis compromisos se fueron posponiendo poco a poco decidí volver a mis aficiones abandonadas. Hacía años que no pintaba un cuadro. Pensé que mi talento se había evaporado como el alcohol en una botella sin tapa, o que se había secado como una pintura vieja, pero no, la fortuna quiso que mi sentido artístico se sofisticara y desde el primer trazo noté que no solo había mejorado, sino que mi visión del mundo y de las cosas era completamente diferente.

Hice, según me pareció, tres cuadros dignos de un museo. Como las noticias de la pandemia eran las mismas todos los días y no se preveía ningún cambio en un mes, decidí ponerme a estudiar libros con las técnicas de los grandes maestros. Comencé con el renacimiento y me quedé con los métodos y conceptos estéticos de Botticelli. Cogí el carboncillo, luego lienzos, después elaboré mis propias pinturas y compré pinceles de cerdas naturales. Al principio todo me salía mal. Quien más me criticaba era la sirvienta que también estaba atrapada con nosotros en la casa. Como la necesitábamos en todas partes, la pobre Ausencia María, se sacrificó para que pudiéramos sobrevivir en nuestro encierro. “Esa mujer tiene las piernas muy flacas, Don Genaro—me decía a mansalva”. Encontraba miles de defectos en mis trazos, contrastes de color y efectos de fondo. Llegué a pensar que era una crítica de arte natural, pero en cuanto la detenía y le rogaba que me indicara algún defecto más, fruncía el ceño y se encogía de hombros, sin embargo, en cuanto se alejaba a hacer otra tarea, volvía y me soltaba una crítica por la espalda que parecía más una puñalada.

Me fui acostumbrando a las nuevas circunstancias. Me parecía que todos los días eran de reunión familiar, pero no estaba tomando en consideración que todo mundo estaba trabajando. Las consecuencias de mi error no se hicieron esperar. Nadie estaba dispuesto a salir al jardín un rato a tomar el sol, todo mundo comía a deshoras y siempre me interrumpían cuando empezaba a trabajar. Tuve que hacer una gráfica con los horarios más adecuados para estar con la familia en son de paz. Tuve que aprender un poco de probabilidades y estadística para marcar una franja horaria adecuada para todos. La que se puso de muy mal humor fue la señora Ausencia que aprovechó una de sus críticas sobre mis cuadros para decirme que ella no estaba incluida en el gráfico y, que como ser humano, se merecía algo de consideración. “Óigame, Don Genaro, si usted piensa que yo soy una máquina que no necesita ir al baño a hacer sus necesidades, está muy equivocado. A ver si me encuentra un hueco en su tablita para bañarme, desayunar, almorzar, cenar e ir al baño, ¿eh? Y no le pinte la cara a esa mujer con ese color, que parece que está anémica”.

Hice de tripas corazón y me volví resistente a todos los insultos de mis hijos, a los reproches de mi mujer que, por alguna complicación emocional, se había acordado de todos los momentos malos de nuestra vida y me acribillaba con preguntas del pasado. “Oye, Genaro, ese 24 de abril de 1998, cuando no llegaste por mí a casa de mi madre ¿con quién te fuiste?”. Ya le había respondido mil veces a esa pregunta y creía que se le había pasado su período de historiadora de nuestra relación matrimonial, pero otra vez comenzaba a sacar sus largos interrogatorios y me era muy difícil recordar todas las respuestas que, aunque se habían repetido mil veces, para mí habían perdido importancia y las había borrado de mis recuerdos y me daba pánico. Tres veces fallé en mis respuestas y mi esposa estuvo a punto de echarme a la calle, así que cogí un cuadernillo y empecé a escribir todo hasta el último detalle. Me dirán que pude haber aplicado la misma estrategia, pero no era posible porque mi encantadora mujer no solo tenía las respuestas, sino que incluso adivinaba lo que le iba a preguntar. Así que comencé a ser más prudente y le di gracias a dios el haberme puesto a hacer la dichosa gráfica, pues ya podía evitarla. Busqué todas las casillas donde era imposible cruzarme con Dolores y me dedicaba a hacer mis cosas.

Pasaron las primeras semanas y mis progresos en la pintura, ante mis ojos, eran evidentes, pero Ausencia había encrudecido la crítica y comenzaba a darme consejos. “Esas piernas están bien proporcionadas, Don Genaro, pero el color que les ha puesto las hace verse muy sosas. Ningún hombre en la calle le diría a esa mujer un piropo. Deles más volumen”. Pensé que mi sirvienta no sabía nada de arte y ni siquiera se imaginaba quién era el Greco. ¡Qué sabrá esta pobre inculta de lo que es el arte! Me decía yo después de cada uno de nuestros encuentros. Mis hijos eran indiferentes a mi obra. Pues, no está tan mal, papá, me decían los dos con prisa o mientras se robaban algo de la cocina para volverse a esconder en sus madrigueras. Me resigné a seguir como un invitado en mi propia casa. Todos se habían apropiado de un territorio y me había quedado sólo el salón donde mi caballete le estorbaba a todos. Quítalo de ahí, me decía mi mujer, no deja entrar la luz. Papá, aquí me tapa el paso, por qué no lo pones más a la izquierda. ¿Cómo quiere que pase por aquí con la fregona y el cubo? Decía Ausencia y además me volvía a criticar.

Al final me fui forjando una coraza para que no me cambiara el humor por las críticas, las llamadas de atención, las preguntas sistemáticas de mi mujer y la desatención de mis hijos. Creo que logré progresar bastante y ya estaba listo para elaborar una exposición. Había planeado en un mes pintar treinta cuadros y pedirles a unos amigos que me permitiera hacer una muestra en su galería. Pensé en el tema principal que sería el encierro y sus consecuencias. Pintaría con el estilo renacentista los dilemas de permanecer tanto tiempo enclaustrado en una pequeña casa. Hice los borradores y saqué hasta mi último lienzo para completar la cifra que me había propuesto. Había encontrado telas viejas de lino grueso y había hecho bastidores con los palos de las escobas viejas. La base con yeso y algo de pintura de acrílico.

Pasé la noche dibujando con carboncillo y ensombreciendo las telas con betún de zapatos y aceite de girasol. Estaban listas diez telas. Cogí las pinturas y comencé con el primero. Le daría el efecto de fondo con poca pintura, laca y varias capas de aceite. Al final del día logré terminar mis tareas. Me veía como un gran pintor, ganando mucha pasta y rodeado de admiradores. Sueña, sueña, me decía mi vanidad, mientras que el sentido común agregaba: “Sí, sí, que soñar no cuesta nada y cuando te despiertes tampoco encontrarás nada”. A la mañana siguiente me despertó el teléfono. Eran las siete y esa hora, que antes era la habitual para levantarme, me parecía más de madrugada. “Oye, Genaro, ¿ya oíste las noticias? —me preguntó Raúl, mi jefe—¿No? Pues, te las doy yo. Acaban de levantar el toque de queda, es decir, ya se puede salir a la calle. Comenzamos a trabajar hoy mismo. Preséntate en la oficina a las nueve. Hay mucha gente a la que necesitas atender. Llegué asombrado de ver tanta gente alegre. Parecía que el encierro los había hastiado y volvían a las calles, al metro y sus oficinas con mucha alegría. Muchos estaban más gordos, otros más pálidos y pocos se habían mantenido sin muchos cambios. Seguramente yo era un de esos porque en la oficina me lo dijeron casi todos. ¡Hombre, Genaro, pero si estás igual! Tal vez fuera verdad, tal vez fuera mi afición a la pintura la que me había ayudado a mantenerme entero en el duro período de la pandemia. Empecé a visitar de nuevo a los clientes. Todos me recibían con ánimo y me despedían con la esperanza de volver a verme pronto. A pesar de la alegría y buen humor de las personas, el primer día fue muy duro. Llegué a las diez de la noche sin fuerzas. Ausencia volvió a ser la misma. Lo noté cuando le mostré un cuadro y ni siquiera abrió la boca. Me fui a la cama con la esperanza de volver a la pintura, pero pasaron los días y la posibilidad era cada vez más remota.

Cada noche trataba de continuar con mi proyecto y, aunque ya podía ir a las tiendas a comprar lo necesario para pintar, no tenía ni fuerzas ni tiempo. La imagen de la exposición se fue alejando tan rápido como las preguntas del pasado de mi mujer que, por estar igual de ocupada que yo, ni siquiera me daba las buenas noches cuando nos acostábamos. Por un lado, esa tranquilidad era perfecta y mis nervios se relajaron. Lo malo es que el tiempo comenzó a coger velocidad y mis planes se desvanecieron como una leve neblina al salir el sol.

Ahora han pasado seis meses y espero con toda el alma que surja una nueva epidemia de lo que sea para que la gente se vuelva a enclaustrar en sus casas y se dedique a las cosas que realmente le gustan, pero si alguien me oye, seguro que me matará por blasfemar. ¿Qué se le va a hacer? Esta es la preciosa vida que nos toca vivir.

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