Frijoles en la lumbre, quesadillas bien fritas con manteca, chile quemándose en el fogón; la guitarra triste de Nicandro a lo lejos, las risas del sargento con sus muchachos; todos bien tarugos de pulque. Humo de chile y de pólvora, guitarras tristes y risas cándidas. Ladridos de perro y uno que otro plomazo al aire del capitán. Y amores, muchos amores abajo y adentro de los vagones del tren de la federación, sobre las vías que llevarían a todo el contingente a encontrarse otra vez con los alzados del norte y los ejércitos del sur que se sublevaban contra el gobierno legítimo.

Ágata era una niña, pero ya arrullaba a su hijito prieto como la noche, con los ojotes de búho y la trompa morada. Lo meneaba dulcemente, enrollado en su rebozo de hilo, mientras calentaba las gorditas de haba en el comal. Ella se unió a los federales porque su mamá la llevó a la estación cuando vio a las tropas listas para salir de la capital. Todo había sido tumultos desde que Ágata nació, en el primer año del siglo. En ese tiempo se hablaba mucho de cosas que nadie entendió bien jamás; un lenguaje que comunicaba misivas ininteligibles. Ni Ágata ni nadie sabían de nada y ella sólo había sido feliz alimentando pajaritos, unos que hicieron su nido en un árbol, cerca de eso que llamaba casa.

En esos días la ciudad de los palacios era el placer de los catrines y el chiquero de los desposeídos; la ambición de los poderosos, el estanque de los rencores y el aposento de las serpientes. Desde siempre, desde que era una ciudad flotando sobre un enorme lago de sal. Cuando partió el Yparinga, Ágata era una niña mugrosa que estorbaba en los arrabales. La menor de siete hermanos y la menos deseada, porque suelen ser siempre indeseables los hijos de la pobreza. Después, cuando sitiaron la Ciudadela, su padre pensó en matarla y dejarla ahí entre los tantos muertos de la calle. Su madre decidió vendérsela al dueño de la pulquería por unas jícaras de sangre de conejo, pero se anunció oportunamente la salida de tropas y la fue a dejar en la estación para que mejor sirviera al supremo gobierno. Apenas un mucho de español, un mucho de náhuatl, pero se entendió con José, que la subió al tren por la cinturita cuando ya estaban partiendo. Ágata buscó a su mamá con sus ojotes pero ya no la vio de nuevo; ella misma ya se sabía un estorbo. En su familia le decían «gatita» como un cruel diminutivo; José le dijo así sin saberlo, la nombró así por esos ojotes negros y redondos como lunas. Y se volvió, ella, de pronto, soldadera de las fuerzas del general Victoriano Huerta, el presidente de México, y pasó los días con su José en el tren y otros varios campamentos de amores; porque a pesar de la guerra, las gentes suelen amarse de vez en cuando. Pero un día José no regresó, los alzados eran muy bravos y los federales siempre habían sido tamales en hojas de maíz. “Me traen puro mocoso sin entrenamiento”, rugió el capitán de los federales cada que contaba sus bajas.

De ahí se movieron urgidos para el Bajío, a reforzar uno de los tantos frentes y a la gatita la tomó a su cargo Pancho, sargento tercero de infantería; gordo, de semblante torpe y bigote espeso, como cepillo para zapatos. Ella supo darle a Pancho lo que más le gustaba: gorditas de haba, fritas en manteca, con harto chile quemado martajado con frijoles. Fue el primero de una larga lista de desconocidos bajo las enaguas. Y así vivía, con una tristeza tan extendida como la vía por donde avanzaba el tren del ejército huertista, serpenteando por los montes zacatecanos. Su único consuelo, durante esas largas travesías sin José fue un pájaro muerto, uno que guardaría en una cajita de cigarros hasta el último día de su vida, que sería muy larga.

Pancho fue encarcelado por holgazán y dormilón, así que la gatita tuvo que cambiar de hombre; siempre estuvo conociendo hombre, porque era su trabajo como soldadera: atender, remendar; cargar, cocinar y amar a la tropa. Y los uniformados daban su parte a esas mujeres que vivían sus infortunios junto a ellos en los trenes de carbón, insignes muestras del progreso. Aquellos soldados federales y sus mujeres habrían de ser olvidados por los mismos que ganan las guerras.

Tras los descalabros en Torreón, se reagruparon en la sierra de Coahuila para que los rebeldes no tomaran más vías del tren de la Federación. Buscaron un claro y armaron otro campamento. ”Ya probaste hombre verdá gatita”, le había preguntado Toña meses atrás, mientras lavaban los uniformes hediondos de los federales, a eso de las dos de la tarde en uno de tantos campamentos. Ágata se chivió, pero dijo que sí, encogiéndose de hombros: “Desde con mi José, en el tren”. Las dos soldaderas rieron como niñas inocentes. Toda esa infancia aún resplandecía como destellos diáfanos en las pupilas de la india mugrosa que lavaba uno de tantos uniformes de levita. Ágata siempre quiso pensar que ese niño que parió, a menos de cien metros de la batalla, justo en el blanco de la artillería villista del general Ángeles, era un retoño de su José, su flaco que nunca volvió a ver.

Ese niño fue muy distinto, aprendió a tragarse el llanto, a vivir con miedo, a escuchar metrallas y gritos. “¡A ver pinches viejas, quién se amarra una polka con su capitán!” Y Toña se quitaba el niño de la teta y le entraba duro a zapateado. “Pinche Nicandro y sus canciones tristes, vamos a darle al baile…” se escuchó detrás de la fogata. Nicandro siguió tocando sus canciones bajo la luna y Ágata lo vio en silencio; le recordaba a su José: igual de prieto y de flaco. Cuando iban en el tren federal, al primer encuentro con los rebeldes, José la ayudó a subir al techo del vagón, donde solían irse muchos, también los enamorados, para estar a solas un ratito. Y ahí cayó un pajarito agonizando a un lado de Ágata; ella lo recogió y le dijo a José que lo habría da guardar. Él le dio una caja vieja de cigarros. Ese pájaro olía siempre a muerte, pero no por eso lo tiraba, ni a la caja de cigarros, como Nicandro que no dejaba tampoco sus canciones tristes, ni tiraba su guitarra vieja a la basura. “Deja a ese escuincle gatita y vamos a bailar con el sargento”. Humo de chile y pólvora, guitarras alegres y risas cándidas. Ladridos de perro y una atronadora descarga de artillería enemiga. No quedó casi nada del campamento. Todos amanecieron muertos; casi. Ahí donde Nicandró tocaba su triste guitarra había un agujero con fierros retorcidos y carne carbonizada; allá donde Toña se le repegaba en las vueltas al capitán, unas astillas de mortero. La emboscada villista destrozó a los federales esa noche. Solamente el humo se clareó con las primeras presencias del astro rey en el alba. Alaridos y disparos a quema ropa; órdenes a la tropa, el clarín resoplando. Ágata no encontraba a su niño, buscaba desesperada; los villistas no hacían caso a sus gritos porque era sólo una soldadera, una niña flaca con una máscara de hollín, de lo que nomás se distinguían sus enormes ojos de luna. Entonces lo vio: un soldado del general Francisco Villa tenía al niño de Ágata colgando de su mano, como si fuera un costal de basura. Iba a arrojarlo a la fosa común que se estaba cavando, pero los gritos desesperados de la madre lo persuadieron. Estaba vivo. “Discúlpeme señito, pensé que estaba muerto”. La gente siempre está para pensar pendejadas. El niño no lloraba ni hacía ruido, mantenía un semblante de pánico en medio de un temblor siniestro. “Jálense a las soldaderas que todavía sirvan y vámonos para Torreón”, rigió un hombre a caballo. “Disculpe mi capitán, pero las soldaderas eran de los federales”, replicó un soldado de avanzada, de esos de infantería. “Son pinches viejas, sirven pa lo mesmo, ¡jáleselas cabrón, es una orden!”. Ágata permaneció en pie, con su niño en brazos, esperando, mientras la tropa se enlistaba. No quiso buscar la caja con aquel animal que olía a muerte pero la encontró tras dar unos pasos con la tropa, y la guardó; porque hay cosas que no se quieren buscar y se encuentran, para acompañarnos toda la vida. ”Véngase mi alma, yo la voy a cuidar”, le dijo el mismo soldado que iba a tirar a su hijo a la fosa. Ágata sirvió a la División de Norte hasta 1915, el día que regresó a la capital. Dejó las filas convencionistas a escondidas, en medio del fastuoso desfile de los generales; escapó con sus dos niños, los verdaderos hijos de la Revolución. Fue a buscarles un mejor futuro.

Miguel Ángel Hernández Rascón. Publicado Originalmente en «El Origen Perdurable». México: BUAP, 2017. Alejandro Sánchez Clelo (Compilador). ISBN: 978-607-525-299-5.

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