Desde la pequeñísima ventana de su celda el padre Antón podía ver el resplandor que producían las llamas. Pero por más que se esforzara, y acercara muchísimo su cabeza a las rejas, no podía verla. Sólo veía ese resplandor. Intenso. Brillante. Podía ver más allá, asomando en la oscuridad de la noche, por detrás de la luz del fuego, unas figuras indefinidas que, sabía, eran personas. Había muchas, casi inmóviles, y seguramente como él, llorando. Porque cualquiera de ellas podría estar ardiendo allí, en esa hoguera. Cualquiera.

Recordaba sin dolor las lanzas contra su carne, los grilletes, las cadenas que se arrastraban por suelo embarrado. Los gritos enloquecidos de los guardias, la inconmensurable mudez de Estela la última vez que se cruzaron sus miradas. Recordaba con dolor los encuentros furtivos, el gusto de su piel, el miedo de los dos, el tiempo detenido cuando esperaba que llegase el tiempo veloz de encontrarla. Volvía a mirar el resplandor en que ella se había convertido, y sabía que él tambien lo sería…

Su trabajo en aquel laboratorio era tedioso, pero sin embargo lo realizaba con gusto. Estaba convencido que su misión era tan importante que la Humanidad entera se lo agradecería. Claro, si alguna vez alguien se enterara que el joven sacerdote Antón de Meguez había sido el descubridor de la medicina infalible para parar la peste. Y también sería reconocido por las jerarquías, y hasta quizá fuese invitado a viajar a la Santa Sede . Y así su imaginación volaba, mientras bajaba lentamente la ladera, y la colosal figura del monasterio iba quedando atrás. Un largo camino, ideal para estimular esos diálogos internos que reglaban su vida, dándole sentido, rectitud, obligación y moral. Era la voz de su Ángel, protectora, permanente y oportuna, la que le quitaba las dudas, la que le extirpaba los miedos, y la que le inyectaba la confianza para saber que lo que iba a hacer era lo que debía hacer, ni más ni menos.

Se le hacía muy difícil recordar la primera vez que la miró. Hacía un gran esfuerzo pero no podía. No quería recordar más la última vez, pero era ésa la imagen eterna que no podía dejar de ver, ni aún encandilado por la luz que irradiaban las llamas, y que iluminaba sin piedad su pobre celda.

Su Ángel del Deber, así lo llamaba. Lo sentía presente, compañero. Severo e inflexible, pero mejor que la enorme soledad en la que estaba cuando Él no se presentaba. Si hasta a veces lo invocaba. Si dudaba en una disección, su Ángel lo asistía.Si temía probar una pócima, su Ángel lo guiaba. Si un pensamiento falaz se permitía ingresar en su conciencia, su Ángel lo expulsaba. Por eso no pudo entender lo que pasó esa mañana de primavera, cuando bajó al mercado, buscando para su investigación unas hojas de laurel de dudoso efecto. Se dio cuenta que ella lo miraba, y no quiso él mirarla. Pero ella continuó mirándolo fija e insistentemente, y él no supo que hacer. Sus ojos se encontraron, el Ángel de Deber no apareció, y se sintió casi desnudo…

Apoyado contra la piedra del muro de su celda, su espalda recibía todo el frío que pudiera absorber. Tenía los ojos de Estela frente a él, y se sentía responsable. Miraba desde la ventanita, y el resplandor seguía tan intenso, tan parecido a ella…

Volvió al mercado al día siguiente, y al otro, y al otro también. A la misma hora. Todo fue muy confuso, y su Angel no lo asistió. ¿Cómo no se percató que ella lo seguía? O sí se percató, y no hizo nada por impedirlo…y, de pronto, sin saber cómo, se encontró frente a ella en el fondo de aquel estrecho callejón al final del mercado. —Mi Angel de Deber lo permitió— se consolaba. De quién era la Voz que le decía que la mire, que le toque el pelo, que la tome de las manos… ¿De quién, si no de Él? El padre Antón sabía que eso no se podía hacer, que estaba prohibido, que iba contra las leyes. Pero entonces…había otra Voz? Sonaba más dulce, más agradable, tan placentera, y lo alentaba cada día a bajar al mercado, a encontrarse con ella, a reir, a soñar.

La noche volvió a ser oscura, las llamas ya se habían apagado…Ahora estaba solo. Solo de verdad, allí, en esa fría celda. Solo escuchaba sus propios pensamientos, pero los ruidos del pasillo lo interrumpían, esos pasos fuertes, las corridas y los gritos. Creía que no tenía miedo, pero temía el ruido de las puertas al abrirse. Porque cada puerta que se abría pensaba que era la de él. Porque cada grito que escuchaba creía que era el de él.

Sabía que no se podía, pero la llevó igual. Aquella nueva Voz interior le marcaba cada paso. Su celda en el monasterio era pequeña y fría, pero siempre sería mejor que el oscuro callejón del mercado. Iban subiendo la ladera tomados de la mano, muy agitados, con paso apurado, escondidos en la niebla de la noche, hasta que la voz atronadora de aquel guardia irrumpió con rigor en su pobre conciencia confundida…

Mientras le ataban las manos al palo de madera miró hacia arriba, y trató de descubrir, en la enorme pared del monasterio, la pequeña ventanita de su celda. Había tantas y tantas. Pero el humo, las llamas y su propio resplandor ya lo envolvían, y lo estaban encegueciendo. Sólo pudo volver a ver su imagen, la de ella, sonriéndole, un instante antes de no verla nunca más.

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