El Vía Crucis de Martina Tomasa

Martina Tomasa era una mujer maciza. Tenía las piernas zambas y las caderas prominentes. Era la matrona de un burdel venido a menos. La habían echado de su pueblo con la amenaza de lincharla, así que cogió sus cachivaches, a su mayordomo Luciano, a sus mesalinas y se fugó. Llevaba dos años de vida nómada. La desgracia había querido que en ningún sitio se enraizara. La razón era que sus adiestradas cortesanas le hacían perder la cabeza a los hombres y las esposas y novias las ahuyentaban. No siempre había tenido una vida tan pobre. Su época dorada era un recuerdo que la hacía soñar con un futuro próspero. El único problema era que sus protegidas discrepaban. No se habían acostumbrado a cruzar los campos esperando a que los campesinos o peones las apacentaran como bestias. Martina no aceptaba comida ni regalos. Las reglas eran muy claras. Una cuota estándar por hora. No importaba quien fuera la elegida, el cliente tenía que pagar lo que le costara el servicio.

Esa tarde hacía mucho sol, el coche de Luciano apenas se movía porque el escuálido caballo no podía con la carga. Las chicas se quejaban y se mostraban sus ampollas. Martina se detuvo y las miró con furia. “No vamos a llegar a tiempo a la feria, hijas mal nacidas. ¡Esto les va a salir muy caro, desdichadas!”. Sus regaños fueron inútiles. Nadie se movía. Miró al caballo con sus ojos perdidos en el suelo y cedió. Se orillaron y se recostaron a la sombra. Luciano les fue pasando un cubo de agua. Bebían con avidez y se refrescaban la cabeza. Martina nunca estaba contenta porque se veía obligada a ser tacaña. Eso le dolía porque era muy generosa. Se acercó a Dolores una jovencita muy guapa que tenía aspecto de realeza, pero más que ganancias, la muchacha le dejaba deudas y penas en todos los poblados. Era muy solicitada por los hombres, pero en cuanto la elegían ella empezaba a decir cosas que mataban la pasión. Al final los clientes la cambiaban por cualquier otra que no fuera tan quejumbrosa.

—Te voy a pedir un favor, mija—le dijo muy seria Tomasa a la joven—. Vas a hacer lo que te pida un cliente especial cuando lleguemos al pueblo. Vas a cerrar la boca y serás complaciente, ¿entendido? Es algo importantísimo para todas nosotras.

—Pos lo que me pida usté, señora—contestó con resignación.

Martina se retiró y, al apoyarse en un pirul, sintió un aroma picante y dulce que la durmió. Reposó con la cara iluminada. Respiraba con placer el aire húmedo que le ofrecía la sombra. Pasaron dos horas hasta que sintió que la baba se le había escurrido por todo el pecho. Acamorrada se levantó impulsada por sus fuertes piernas y ordenó seguir la marcha. Martina no parpadeaba, parecía ir viendo la película de su pasado en la que ella era joven y rica. A su lado completamente desnudo y satisfecho estaba Ángel Bonilla, quien, en dos días de orgía descomunal, se deleitó con las caderas de aquella Martina que tenía fama de ser la hembra más complaciente del Sur del país. “Algún día—le dijo Bonilla—te devolveré el favor con creces”. Ella solo se acurrucó a su lado en señal de aceptación. Había llegado el momento de cobrarle.

Llegaron retrasadas a la inauguración de la feria y solo encontraron familias amontonadas para subirse a los tíos vivos o a la rueda de la fortuna, también cerca del pabellón donde se derribaban bolos con pelotas amañadas. Martina vio un descampado y montó su campamento. A la mañana siguiente preguntó por los baños y las tiendas. Se llevó a Dolores y pagó las perlas por un vestido, adornos y su aseo. La joven se veía esplendorosa. Realmente parecía aristócrata. A las cinco de la tarde se fueron a ver al presidente municipal. Tuvo que esperar tres horas y cuando al final se lo encontró le dijo que ella era una gallina vieja turuleca, pero que le tenía una pollita joven que lo haría feliz. Él escarbó en sus recuerdos y una punzada en la entrepierna le ayudó a recordar a Martina. Era ella, en efecto, muy acabada, pero con la misma voz.

Aceptó el ofrecimiento. Se llevó a Dolores a la alcoba del Palacio Municipal. Pasaron algunos minutos de tensión, luego una hora. Al ver que no se la devolvían, Martina se marchó al campamento. La recibieron las mujeres muy alegres, ya que habían aprovechado bien su ausencia divirtiéndose con los paseantes. El sucio fajo de billetes le arrancó una sonrisa de optimismo. Sentía que su apuesta en Dolores le traería suerte. A medianoche se recostó mirando el firmamento, se imaginó que su mala racha terminaba, que sería de nuevo una matrona muy solicitada. Vio en su imaginación cómo, a la mañana siguiente, su protegida volvía para decirle que Bonilla le concedía su petición. Abriría el burlesque y se acabarían sus penas. Se veía embadurnada de polvo blanco, con un vestido ampón de satén, un bello peinado y sus collares de esmeraldas. Estaba rejuvenecida con aspecto de reina. Servía el champagne de la casa y los hombres millonarios la visitaban y pagaban generosamente. Como buena anfitriona les proporcionaba la mejor calidad y un servicio selecto. Debajo del colchón de su enorme cama de latón se apretujaban montañas de billetes. De pronto se estremeció y abrió los ojos. Estaba húmeda. Vio a Dolores extendiéndole una nota. La leyó con avidez, pero se quedó tiesa.

“Estimada Martina, le comunico que me es imposible permitir que se abra un prostíbulo en mi localidad. Le agradezco su regalo y le devuelvo la atención con un monto de dinero suficiente para que se vaya de aquí lo más pronto que pueda. Que tenga suerte en su empresa”.

Martina cayó petrificada. Dolores la sacudió de los hombros para hacerla reaccionar, pero la mujer ya no respiraba. Su mirada era de impotencia. No podía seguir y se negaba a dar marcha atrás.

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