El agujero se abre a ras de suelo, cuadrado. Los ojos caen vertiginosamente por esas paredes que se sumergen en la oscuridad absoluta.

Alfonso trepa en la “canasta”. Así llaman a esa especie de elevador precario hecho de unas cuantas tablas mal clavadas que baja y sube con un sistema primitivo de poleas.

David le pasa al “Cholo”. Alfonso lo aprieta contra su pecho como si fuera un hijo, mientras la caja va descendiendo con un temblor constante hasta desaparecer en lo profundo de la mina. Se dice que el perrito les traerá buena suerte en el fondo de la galería.

La “canasta” vuelve a la superficie; Daniel toma un trago de aguardiente y le pasa la botella al “Chueco”. Entra a su vez en el cajón y comienza a descender hacia las entrañas sin reflejos de la tierra.

Los hombres se apiñan alrededor del pozo, grises en la mañana gris, sobre la tierra gris de la pampa. Esperan su turno. El “Chueco” bebe un trago para darse valor, para no temblar o salir huyendo o gritar de pavor mientras la maquinaria infernal lo hunde más y más en la infinita noche, de la que tal vez no vuelva. El compañero toma el recipiente.

Hace 15 días un derrumbe sepultó a cinco mineros… aún no los han sacado y la mina no se ha reparado porque el ingeniero tiene miedo de bajar a revisarla.

Pero cuando no se tienen los papeles en regla hay que aceptar cualquier trabajo, por difícil, mal pagado o peligroso que sea. La “canasta” sube de nuevo y la botella vuelve a cambiar de manos.

Trelew, Argentina, 1977

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