Todo descubrimiento es caos

Todo descubrimiento es caos

Cuando todo comenzó los niños, los ancianos, las mujeres y los hombres considerábamos que el silencio era una interrupción en el continuo sonoro, una suspensión indispensable dentro del ruido constante como las líneas cortafuego que se abren en los bosques para que los árboles nos se contagien el incendio. Éramos un grupo, o más bien una comunidad, que se había formado con la intención de rastrear el silencio y se puede decir que el nuestro era un objetivo material, en el sentido en el que es material el número cero: queríamos buscar escenas en las que la ausencia de sonido fuera la cualidad primordial. Tampoco era una búsqueda tan rara. Se entrena a cerdos para que busquen hongos, se arroja la vajilla al suelo para invocar prosperidad y hasta existe una profesión que consiste en firmar documentos para certificar que lo que dicen es cierto. Y si cada uno de nosotros decidió dedicar la vida a un esfuerzo tan vasto como inútil, lo hizo por un motivo sencillo aunque primordial: por fe. Creíamos en la fuerza de la incomunicación y en que ratificarla con belleza era libertad exclusiva de la literatura, así que desde el comienzo registramos cada hallazgo en un libro que nos ayudara a no olvidar.

Las primeras entradas mostraban eso que se oye en los desiertos, en las aguas profundas o en las calles de la periferia urbana en invierno. Después pasamos a registrar el silencio eléctrico de la multitud un segundo antes del primer acorde en un concierto o en una habitación un segundo antes de que alguien rompiera a llorar. Pero en cierto punto nos dimos cuenta de que el libro se llenaba de ejemplos en los que el silencio era sólo una forma de la espera, un estado previo dispuesto a la ruptura. Como toda comunidad, también nosotros tuvimos que aprender del aburrimiento y esta es la historia de cómo dimos un gran paso más allá. Es la historia de un cambio y empieza en un momento y con una persona en particular: la tarde en que una mujer se apartó para siempre del grupo. Sucedió así:

Entre nosotros había un músico que se dedicaba a investigar la importancia del silencio en su disciplina. Había hecho un hallazgo importante y se notaba que aquella tarde, mientras nos lo contaba, intentaba acomodar las ideas. Había visitado por primera vez una cámara anecoica, una salita con las paredes y el suelo cubiertos por conos de gomaespuma que absorbían y reducían al máximo la reflexión, el eco y la reverberación del sonido para crear lo que los técnicos llaman “un campo libre”. Como el oído es el primer radar espaciotemporal del ser humano, los oídos del músico estaban obstruidos de tanta estática y buscaban, desesperados como perros de caza, alguna vibración que les permitiera establecer las tres dimensiones, qué estaba más cerca, qué quedaba detrás.

–Al rato me empecé a marear.

¿Cuánto tiempo estuvo allí? Era imposible medir el tiempo sin una sucesión de intervalos más o menos constantes. El segundero del reloj funciona igual que los golpes del martillo en la casa de la vecina, la marcha de los pies en el viaje o la regla en la mujer: marcan el pulso en el espacio. Sin pulso no hay flujo de tiempo, y sin una extensión de tiempo no hay música. En esas cosas pensaba el hombre aquella tarde mientras esperaba que sucediera algo. El que primero despertó fue su oído izquierdo. Empezó a percibir dos zumbidos nítidos, uno alto y otro bajo. ¿Había una fisura en la sala?

–No –contestó un técnico del que sólo sabemos que trabajaba allí.

¿Qué eran entonces esos zumbidos que se oían cada vez con mayor claridad?

–El zumbido alto es el sonido de su sistema nervioso y el zumbido bajo, el fluido de su circulación sanguínea.

Eso, que para aquél técnico había sido un saber ordinario, para nuestro músico fue una revolución. Todavía pasa a menudo en este mundo: los saberes no se distribuyen de forma adecuada y a pesar de la tecnología y de la cibercircularidad, a veces una modista sabe más de psicología que un licenciado profesional. Para nuestro músico ese saber significaba que debajo de todo lo que había oído en la vida habían vibrado siempre los sonidos de su propio cuerpo y, a su vez, que cada sonido percibido había sido modificado por los sonidos de su propio cuerpo. Ese saber significaba que no existían sonidos puros.

–Y si el oído humano es incapaz de percibir el silencio absoluto, a lo mejor se debe a que el silencio absoluto es inhumano, inhumano como el océano, inhumano como definir un concepto de realidad. El oído es incapaz de percibir el silencio absoluto igual que el ojo es incapaz de concebir la nada absoluta.

–Pero los absolutos funcionan sólo a modo de horizonte –interrumpió la voz rotunda de una mujer que estaba sentada al fondo del grupo. Era actriz y durante años se había dedicado a investigar el silencio que sobreviene a la risa, ese mutismo hecho de cansancio y saciedad.

–Lo primero en lo que pensé –continuó el músico– fue en cómo afectaba esto a nuestra búsqueda. Por ejemplo, en mi ámbito significaba que tenía que buscar el silencio dentro de la música, en los intervalos entre nota y nota, en el momento en el que el cantante hace un paréntesis para respirar. Pero además, significaba entonces que el silencio no sólo habitaba en el ruido sino que era lo que lo hacía posible en una escala infinitesimal. Por supuesto, también me hice otras preguntas más abstractas y terribles, por ejemplo: si abandonamos la belleza, ¿tendremos la verdad?

Eran preguntas grandilocuentes y como todas las preguntas grandilocuentes podrían haber provocado entre nosotros el aburrimiento o la veneración. Pero en cambio lo que hicimos los hombres, las mujeres, los ancianos y los niños fue contener la respiración, fruncir el ceño como miopes y mirar un punto fijo para intentar percibir el zumbido de nuestra propio cuerpo. Algunos decían que lo escuchaban, otros disimulaban su malestar. Hasta que la mujer que era actriz se puso de pie, se acercó al músico y comenzó a hablar.

–Los oído jamás se cierran, eso es cierto. No podemos elegir escuchar un único instrumento de la orquesta. Y lo mismo pasa con el olfato, la nariz no puede elegir el perfume de los garbanzos y desechar, por ejemplo, el resto de los olores de un cocido. ¡Se escucha y se huele todo, o no se escucha o se huele nada!

Y el músico sonrió porque a los músicos y a los actores les encanta polemizar.

–Significa que estamos completamente sometidos a la información de la nariz y las orejas –continuó ella– porque son los únicos sentidos que no podemos cerrar. En el teatro se suele pensar que somos víctimas de la imagen pero en estos años he descubierto que es a la información que nos trae el aire a lo que no podemos escapary entonces abrió los brazos en una sonrisa ancha como si su reflexión fuera sin dudas un universal– ¿Y qué información se lleva el aire a cambio?

Hubo una tensión que era pura espera y que en otro momento habríamos querido registrar.

–La voz –contestó entonces el músico.

–La voz –repitió la mujer– De hecho no es casual que la voz tome forma en la intersección entre los pulmones y la cabeza, justo a mitad de camino entre el cuerpo y el discurso –y se señaló una zona en el pecho como queriendo ilustrar–Las cuerdas vocales imprimen un timbre personal a ese viento que sube desde el estómago dispuesto a interactuar con el mundo –pero mientras hablaba, parecía que la mujer se hacía cada vez más pequeña o al menos que le costaba un poco más expresarse. Se quedó un instante callada y casi con tristeza dijo– La voz es el ser ahí.

¡Claro! Por eso en la orquesta sinfónica los instrumentos de viento se ubiquen en el centro y al fondo del conjunto, porque son el canal que acarrea todo el peso de lo demás. No olvidemos que los vientos pueden ser de madera o de metal –y el músico brillaba con el devenir de estas ideas, como cualquier persona que encaja todo un mundo en un único lugar.

–Sería bonito hace una obra de teatro sobre la biografía fónica de algunas personas como Primo Levi o de un hermano menor al que no se conoce bien. Construir el relato de sus vidas sólo siguiendo las modificaciones que sufrió su manera de hablar, el modo en que pronunciaba las consonantes nasales en la infancia, las íes humildes en la treintena o las oes más abiertas al final. Habría que estudiar la distribución de las pausas en cada edad, registrar los momentos en que hacía énfasis en una frase y la decisión del volumen, siempre tan misteriosa –pero esta última frase la dijo casi en voz baja, con una melancolía muy triste, como si aquel camino la llevara a un lugar inhóspito y personal.

–Entonces el silencio que tendríamos que estar buscando no se encuentra en los oídos sino en la boca. Es decir, no está en lo que las personas no oyen sino en lo que las personas eligen no decir –comprendió el músico por todos nosotros y la actriz dijo por fin:

–Tal vez el verdadero silencio se encuentre sólo en la voluntad de callar.

He aquí el descubrimiento. Ese giro hacia el silencio voluntario equivalía entre nosotros al instante en el que un mono levantó un hueso y lo usó como herramienta por primera vez. O equivalía a esa misma escena en la película de Stanley Kubrick milenos más tarde. O incluso al primer acorde de Así habló Zaratrusta en esa misma escena en la que aparecía aquél mismo mono. Todo descubrimiento es un caos y las mujeres, los niños, los ancianos y los hombres nos quedamos callados por la sorprendente certeza de la novedad. Como cualquier cambio de paradigma nos producía excitación y pereza al mismo tiempo porque sabíamos que era volver a empezar.

–Esto equivale también a una pérdida de sentido y ese un riesgo que no todos sabemos sobrellevar –dijo la mujer mirando al músico indecisa, expectante.

Pero el músico no dijo nada porque no sabía qué decir o porque no quería interferir en su decisión y ese fue el primer ejemplo de un silencio voluntario que todos supimos identificar. Era un silencio terrible porque veíamos que era difícil para ambos, pero un silencio que se parecía a la verdad.

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