Hardboiled – El caos carmesí de Júpiter

Hardboiled – El caos carmesí de Júpiter

El caos carmesí de Júpiter

Una maraña de nubes oscuras y veteadas

tejiendo su camino hacia un óvalo masivo carmesí.

Una tormenta inenarrable.


1

Abandonó el salón donde se entrevistó con el Sr. Pervers sin ningún sentimiento en particular. Si se lo hubiera interrogado sobre el evento, habría dicho “fue una innecesaria pérdida de tiempo. Un fanfarrón que trata de posar como enigmático”. Ese hubiera sido todo su comentario.
La tarde empezaba a mutar. La noche salía de los repliegues del horizonte. A poca distancia, la General Paz, atestada de automóviles, preparaba uno de sus míticos embotellamientos. Filas interminables de automóviles cuyos conductores ensayaban toda variación imaginable de insultos y bocinazos.
Subió el automóvil. No quiso más acompañante que el chofer. Insistió que no era necesario un guardaespaldas. Nadie se atrevería a emboscarlo sabiendo que el Sindicato estaba comprometido por completo con esa reunión. Hasta el último malandra sabía que meterse con el Sindicato era un asunto demasiado grave.
El auto tomó en dirección al centro de la ciudad por la avenida. Estaba reducida por un metrobus que ocupaba gran parte de la calzada. Le reclamó al chofer que abandonara la avenida y se dirigiera por alguna calle lateral, menos rápida pero más despejada. El hombre obedeció. Tomó la primera calle a su derecha y luego la primera calle a su izquierda que avanzaba en dirección al centro.
El chofer no podía dejar de observar a “El Interrogador” por el espejo retrovisor, quien se percató al momento de esa conducta que no lo molestaba pero sí extrañaba. El hombre parecía extasiado observando a ese ya maduro sicario que miraba, por la ventanilla del automóvil, el paisaje con indiferencia.
Se trataba de un hombre joven, rondaría los 30 años de edad, se lo vía atlético y saludable. Alto, fornido, de cabello oscuro, rostro alegre, tez morena; su mirada era tan vivaz como su sonrisa. Resultó amable desde que llegó para oficiar como chofer para “El Interrogador”.
No sabía quién era el otro contertulio, pero sí quién “El Interrogador”. Una celebridad del Sindicato. ¡Quién no querría tener el honor de compartir, aunque más no fuera un breve, un tiempo con ese famoso sicario! Y él fue el elegido. ¿Suerte? Tal vez. O tal vez reunía todas las cualidades necesarias: atlético, fuerte, sereno a la hora de actuar, respetuoso, discreto.
—¿Cansado, señor? –preguntó solo por buscar un tema para conversar.
“El Interrogador” dirigió su mirada al joven chofer.
—No. Le agradezco su preocupación. Trasladar a un viejo como yo no debió ser la tarea más deseada por usted.
—¿¡Viejo?! Usted es un hombre joven, todavía.
—No es necesario que me adule.
—¡Oh, señor! Para mí es un honor poder servirle. Sé quién es usted y ¡lo admiro! Nunca imaginé que iba a conocerlo y que el Sindicato me eligiera para ser su chofer. No sabe cuán feliz estoy.
—Soy algo así como un ser mitológico, un relicario para la vitrina.
—No sé qué es eso, pero si usted lo dice, de seguro es así.
Un ser “mitológico”, repitió para sí como si esa fuera una inteligente definición. Dixi le hubiera dicho “Como Neptuno, vos te devorás a tus propios hijos”. ¿No había algo de eso en todos los sucesos que le tocó vivir?
Los hijos que ya devoró: Eln, Salomé, Eliel, Ladilla, Sam, Juan de Dios, Bernarda. No recordaba otros, pero estaba seguro de que los había. “El Intermediario” fue descartado. Ese no era un hijo suyo. A la postre resultó su condena. Nada de qué arrepentirse. Y el joven chofer le hablaba de la felicidad. No sabía cómo el simple monólogo del muchacho había arribado a la estación de la felicidad.
Extraño. Para algunos la felicidad parecía siempre al alcance de la mano. Para él era un asunto propio de la mística, un estrafalario sustantivo, una abstracción poética.
Sobre la felicidad no se detenía a pensar. Pero en ese momento asoció la palabra felicidad con la rara sensación de la nostalgia. La nostalgia invadió todas sus sentidos. Podía olerla, saborearla, escucharla, palparla, verla de cuerpo entero,
¿Por qué la nostalgia? Difícil explicarlo. Nada tenía que ver con la ridícula entrevista que padeció con el patético Sr. Pervers. Todavía no comprendía su real significado. ¿Todo habrá sido una burla? ¿Un modo de atribuirse un encuentro con el famoso sicario y salir ileso? ¿Una manera de medir al mastín en su propia guarida? No tenía aún una explicación para esa reunión en la que el Sr. Pervers se explayó sobre atrocidades que no lo conmovieron en lo más mínimo. Permaneció completamente indiferente al minucioso relato de los homicidios. Era un mecanismo que otro viejo sicario le enseñó en su juventud, cuando los primeros trabajos. “Acorázate”, le decía en una mezcla de portugués y español, pero que no resultaba el portuñol balbuceado en Buenos Aires por los embaucadores de señoras deseosas de aventuras.
“Acorázate”, era todo lo que le decía y luego lo instruía en la manera de amurallar la mente para que ningún dolor pudiera penetrarla, ningún sentimiento de arrepentimiento. Acorazarse, amurallarse, protegerse. De eso se trataba. Blindado en cuerpo y alma. Ese era, según ese viejo asesino, el secreto. Algo de eso conoció cuando observó el cadáver de su madre degollada. Empezó entonces a “acorazarse” como el viejo sicario le enseñó.
–No matas, no matas –repetía–, cumples una faena, Dios así lo quiso. ¿De qué otro modo ocurrirían ciertos hechos si Dios no le permitiera?
Aprendió del viejo la manera de “acorazarse”, pero descartó el sentido religioso de sus enseñanzas. Dios no existía para él. No podía existir.
La nostalgia lo tomó desprevenido y lo sumió en cierto estado de desolación. Tal vez ese estado de ánimo que lo había invadido se notara en su rostro, y fue la mueca de la nostalgia lo que hizo pensar al chofer que estaba cansado.
Perdió de vista el paisaje que adquirió un color monocromático. Todas las casas eran una y una era todas. Se repetían las mismas fachadas, las mismas puertas, los mismos amplios ventanales en los que no había ninguna flor. Las personas también se repetían, como en el villorrio en aquella oportunidad en que ejecutó a “El Intermediario”. Las mismas personas parecían ir y venir al mismo tiempo, como si entrasen y saliesen de una dimensión en la que la rutina se imponía a todas las cosas. Los mismos rostros, las mismas pesadumbres, la misma manera de transitar las veredas o cruzar las calles, las mismas sombras, los mismos adoquines que adquirían el tono rojizo del crepúsculo. Un extraño e imperfecto déjà vu.
Y entonces surgió en su memoria la figura de ella.
Estaba seguro de que nunca la llegó a amar. No supo nunca lo que era amar. ¿Amor? ¿Qué era el amor sino un estorbo?
Giró para observar al joven quien apreciaba el camino con atención. Se lo notaba concentrado, atendiendo al tránsito.
—¿Usted es casado? –le preguntó.
—Y con hijos –respondió el chofer sin mirarlo.
—Por eso es chofer.
—Usted lo dijo. Pensé en grande y me conformé con poco. Pero aquí estoy, después de todo. El Sindicato me ofreció este puesto y lo acepté. Tiene sus riesgos, usted lo sabe mejor que nadie, pero gano bien. No me puedo quejar.
Luego de un silencio, repitió:
—Aquí estoy, después de todo.
“Aquí estoy después de todo”. En efecto. Allí estaban los dos. El joven alegre, sonriendo a través del espejo y él atorado con ese sentimiento que empezó a poco de iniciado el viaje.
Volvió sobre sus pensamientos.
¿Y ella lo amó? Nunca se lo dijo. Pero recordaba hasta en el menor de los detalles el primer encuentro.

2

La habitación era pequeña. Un ropero, una mesa y una cama. Una ventanita por donde la noche se filtraba como por una ranura en la pared. La puerta era más angosta que cualquier otra. Para pasar por ella debía hacérselo prestando atención, caso contrario el marco de madera dura golpearía al infeliz primero en un hombro y luego en el otro. Pendulando en la entrada como un muñeco desarticulado, los hombros quedaban doloridos cuando no amoratados.
La cama era suave, cálida. En pleno invierno el frío no podía con esa calidez misteriosa. Era meterse en ella, los cuerpos desnudos y sentir un calor gratificante. Y aunque recordaba aquella calidez, no podía sentirla en ese momento. En cambio, podía recordar perfectamente sus palabras, incluso con el tono que las dijo. “Amor eterno”, dijo. Eso quiso que le jurara. ¡A él! Justamente a un hombre que desde hacía un tiempo era conocido como “El Interrogador”. ¿Qué clase de hombre podía ser llamado de esa manera? ¿Un romántico distraído concentrado en los versos amorosos de Lord Byron o de Neruda? ¿O alguien que reivindicaba a los brutales interrogadores de la Inquisición con todas sus instrumentos de tortura? Un interrogador es alguien que se dedica a arrancar secretos de pobres desgraciados para luego descartarlos. Meros productos reciclables cuya materia prima era carne, huesos, nervios, tendones. Menudencias de la anatomía humana.
¡Amor eterno! La invocación de la eternidad del amor le resultaba solo un pretexto para involucrar a Dios en un asunto puramente humano. Nada de lo humano, y de esto estaba convencido, podía ser eterno. Llegaría el día en que nada quedaría de la humanidad fuera por mano propia o porque como a cualquier especie le llegaría su tiempo de extinción. No quedaría una página escrita por un humano, ni una nota musical en algún pentagrama, ni un color en un lienzo. Nada.
Dixi, entre cigarro y cigarro, filosofaba sobre cuestiones como eternidad y temporalidad mientras disfrutaba una partida de ajedrez. Le hablaba del espacio, el tiempo y el movimiento. Y cuando Dixi mencionaba el movimiento a lo único que lo podía asociar era al choque de las pelvis de la muchacha y él ir y venir apasionado.
Hicieron el amor muchas noches. Ella se acurrucaba a su lado. Primero de espalda que él besaba. Besaba sus hombros redondos, y de nuevo su espalda hasta el límite de la cintura. Cuando ella volteaba para abrazarlo, él besaba sus senos con delicadeza. Luego, uno estaba en el otro. Uno era el otro sin remedio. Pero una vez, una única vez, en éxtasis, ella le dijo que hacer el amor con él era como caer en el caos carmesí de Júpiter. Que así lo sentía. Un hecho cósmico en una dimensión indescriptible.
Nunca había oído hablar de tal cosa. Sintió vergüenza de preguntar. Ella supo que su amante no sabía de qué le hablaba. Sonrió angelical y se volteó para dormir serena.
“Una maraña de nubes oscuras y veteadas tejiendo su camino hacia un óvalo masivo carmesí. Una tormenta inenarrable.” Eso era hacer el amor con él. Nadie volvió a hablarle de ese modo porque no hubo otra en su vida. Ninguna igual. Lo de Ladilla era otra cosa, un negocio de satisfacciones, pero de sentimientos, ni hablar.
Su error fue no preguntarle sobre esa divagación. Debió interrogarla. De haberse animado, ella hubiera respondido:
—Vos sos una maraña de nubes oscuras y veteadas. ¡Tenés tanta oscuridad que a veces vacilo! Pero te encontraste conmigo. Los caminos son así, existen solo cuando se los camina. Yo soy tu camino y hacia mí vas tejiendo esta maraña, aproximándote. Y dentro mío, un óvalo carmesí te aguarda. Un capullo dentro de otro capullo. Una tormenta imposible de explicar.
Él prefirió el silencio y le pidió que lo besara.

3
Él no era una oruga a punto de transformarse en mariposa. Tal vez una crisálida calibre 22 con munición explosiva, una siniestra humorada de la evolución. ¿Cómo sería el canto de tal insecto? “Dundun, dundun”. Y estrellaría al instante. ¡Pum! Reventaría su vientre de insecto en la frente, justo al centro, o entre los ojos, el lugar preferido. Dos veces golpearía con sus tripas, dos veces como le enseñaron los expertos que lo precedieron en el arte del crimen por encargo.
El espíritu del sicario no aceptaría reducirse al cuerpo de una oruga. Habría una contradicción fatal entre los medios y los fines. Otro hombre tal vez podría pensarse a sí mismo como un capullo dentro de otro capullo. “Una maraña de nubes”. Bella, pero equivocada metáfora para describirlo. Alguna vez sabría qué fenómeno cósmico era ese con el que ella lo comparaba.
Un día desapareció. Se vistió, lo besó varias veces, dejó su lengua reposando en su boca por un buen tiempo, le transmitió sus sabores, sus amorosos sabores, y se marchó diciendo “adiós”.
No regresó a la pequeña habitación como habían convenido harían todas las noches desde la primera.
Para el hombre abandonado la ausencia de esa mujer fue una manera de morir de a poco. Pequeñas dosis de muerte a cada instante. Ausencia a ausencia, hora a hora, día a día. Muriendo de a ratos sin poder hacerlo definitivamente. Una prolongada agonía que fue disecando las fibras sentimentales hasta dejar apenas un charqui de amor irreconocible.
Una noche, otra noche, otra noche. Ausencia, qué palabra. “Ausencias”, Dixi alguna vez lo recitó, tal vez adivinando de qué se trataba ese estado de carencia que a veces lo atravesaba en medio de una partida de ajedrez:
Ir y quedarse, y con quedar partirse,
partir sin alma, e ir con alma ajena,
oír la dulce voz de una sirena
y no poder del árbol desasirse;

arder como la vela y consumirse,
haciendo torres sobre tierna arena;
caer de un cielo, y ser demonio en pena,
y de serlo jamás arrepentirse;

hablar entre las mudas soledades,
pedir prestada sobre fe paciencia,
y lo que es temporal llamar eterno;

creer sospechas y negar verdades,
es lo que llaman en el mundo ausencia,
fuego en el alma, y en la vida infierno.1
Su ausencia lo convenció, le dio la razón que necesitaba para desechar para siempre la extraña sensación de creerse en medio de una formidable tormenta color carmesí. Toda tempestad llega para acabar. Libera sus fuerzas, clama desde los cielos su potestad y amaina. Luego el cielo despejado retorna a su reinado. El roce poderoso de los cuerpos, los relámpagos estallando en los repliegues del sexo femenino, los gemidos escapando del lugar de los placeres, se agotó en el preciso momento que ella lo besó largamente por última vez.
¿Por qué volvió a su boca el saber de esos últimos besos? La nostalgia tiene esos ardides con que turbar el espíritu. Tal vez en ese recodo de su vida podía también decir “ando de pobrecristo a tu recuerdo”2

4

—¿A dónde se dirige? —le preguntó al joven chofer como si él no supiera donde.
—Me ordenó que abandonara la avenida y tomara una lateral que nos apartara del tránsito. Voy hacia el centro de la ciudad, esperando usted me diga dónde desee que lo lleve.
—¿Tiene tiempo?
—Estoy a su disposición, señor.
—Lléveme a Córdoba.
—¿A la avenida Córdoba? –preguntó el joven sin poder disimular su confusión.
—A la provincia.
—Perdón señor, ¿entendí bien?
—Sí, entendió bien. Quiero ir a Córdoba.
—No llevo nada conmigo.
—Me lleva a mí, ¿no es suficiente?
—No me refiero a eso, señor.
—¿Qué precisa?
—Por lo menos una muda de ropa.
—Eso no es problema. ¿Teme no volver a casa esta noche?
—No señor. No es eso.
—¿Tiene miedo de que su mujer lo haga un cornudo?
—¡No! Por supuesto que no.
—Los hombres en lo primero que pensamos cuando estamos fuera de casa es que nuestras mujeres aprovecharán la ausencia para hacernos cornudos. En general los cuernos nos lo ponen a nuestra vista, en nuestras propias narices y nosotros actuamos como ciegos, sin apreciar lo que es evidente. Hasta el olor de una mujer cambia cuando desea a un hombre. ¿No lo ha notado?
—No señor. La verdad que mi esposa siempre huele bien. Nunca noté nada raro.
—Entonces no teme ser cornudo.
—No tengo ese temor, se lo juro.
—Explíqueme, ¿por qué duda?
El chofer no sabía qué responder. No dudaba de su esposa, dudaba de qué dirían sus superiores sobre la propuesta de viajar hasta la provincia de Córdoba.
—Debería avisar al Sindicato. Es lo menos que debería hacer.
—Ya están avisados.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¡¿Cuándo?! –en voz alta hizo la pregunta muy intrigado.
—No me cree, por eso grita la pregunta.
—No es eso, no lo escuché comunicarse con el Sindicato.
—Cuando se decidió esta reunión de porquería lo dejé escrito. Escribí con letra clara y de tamaño legible cuando firmé dando mi consentimiento, “cuando acabe la reunión quiero que me lleven a la provincia de Córdoba. Oportunamente, informaré dónde pararé y el tiempo que estaré en el lugar de descanso que elija”.
—¡Nadie me informó!
—No tenían por qué hacerlo. Usted es un chofer, no un jerarca. No se me vaya a ofender. En el Sindicato las jerarquías mandan.
—No me ofendo, señor. Sé que es así y no me molesta. Sé que soy y estoy conforme.
—Entonces me dijo que necesita ropa, ¿qué más? ¿Cigarrillos? ¿Perfumes? ¿Regalos para la esposa y los hijos? Dígame lo que necesita.
—Creo que es algo tarde para encarar el viaje a Córdoba. ¿Podremos descansar? Necesito descansar, son ocho o nueve horas de viaje.
—Tiene razón. ¿Qué hotel prefiere?
—El que usted elija, señor.
—¿Le gusta el Sheraton? ¿O prefiere el Alvear?
—Nunca estuve en alguno de ellos. Hoteles baratos. Hostel, a veces, depende del viaje que me tocara.
—Ya decidiremos lo del Hotel. Tal vez el Claridge, me gusta el Claridge, muy británico.
—Lo que usted decida, señor. Usted conoce esos lugares.
—Privilegios de sicario bien pago. ¿Cena?
—Lo que usted prefiera. ¡Todo esto es increíble! Jamás imaginé poder estar con usted tanto tiempo. ¡Es un lujo! No sabré cómo agradecerlo.
—No le pediré que lo haga. Solo que maneje con cuidado y no me mate.
—Soy un excelente chofer, se lo aseguro.
—Espero que así sea. Volvamos a la cena. ¿Aprecia los mariscos?
—¡Quién no!
—Le doy tres opciones, elija una. Yo invito. “Osaka”, marisquería japonesa, “Iñaki”, vasca, y “Chipper”, irlandesa. ¿Cuál prefiere?
El hombre no sabía qué responder. Por instinto eligió la marisquería vasca.
—¿Cómo dijo se llama la vasca?
—“Iñaki”, barrio San José, Moreno al 1300.
—“Iñaki”, entonces.
—¿Razón para elegir esa?
—No sé. Mi viejo es gallego.
—Claro, debí suponerlo. Gallego, vasco, casi lo mismo.
—Casi.

5

—¿Y con la mujer que se hacía llamar “Ladilla” como fue?
Un hipotético entrevistador la preguntó sin darle tiempo a meditar la respuesta.
—¿No fue también una relación tormentosa?
No la recordaba de ese modo. ¿Las tormentas son brutales? Se preguntó tratando de hallar la explicación más satisfactoria.
—¿Cómo se aparean dos víboras? –preguntó el imaginario entrevistador con total malicia. Sus ojitos achinados brillaban serpentinos en la semi oscuridad. La pupila vertical le daba una ventaja decisiva ante su entrevistado, cuya visión había empezado a mermar con la edad.
—Le repito mi pregunta, ¿cómo se aparean dos víboras?
La comparación de su vínculo con “Ladilla” le resultó ofensiva. Meditó la pregunta ya más distendido.
—No hay ritual entre serpientes.
—Es solo función biológica. ¿Era esa la relación con “Ladilla”?
—Tal vez. Pero era intensa, “Ladilla” era intensa.
—La intensidad era física, no emocional.
—No solo física –dijo “El Interrogador”–, la emoción se presentaba mientras duraba la lucha. Luego, cuando los sexos se alineaban y ella aceptaba ser penetrada, sobrevenía una calma inquietante.
—¿Qué temía?
—No era temor, era cuidado. Vigilaba su mano izquierda siempre debajo de la almohada.
—Donde guardaba su arma.
—A veces, en otras, su famosa libreta negra. Nunca supe qué era peor, si el arma bajo la almohada o esa maldita libretita negra donde llevaba las cuentas pendientes.
—Pero a usted, el coito con la “Negra y fiera” como “Ladilla” se describía a sí misma, le gustaba, no puede negármelo.
—Bueno –“El Interrogador” miró en rededor buscando algún lugar donde reposar la mirada–, algo, algo me gustaba.
—¿Algo? –el entrevistador disfrutaba ese momento de aturdimiento. Por primera vez “El Interrogador” quien había sometido a tantos a sus preguntas, estaba siendo dominado por un fulano inexistente que iba escarbando en lugares de la anatomía espiritual del sicario que estaban a buen resguardo de chismosos y alcahuetes.
—Algo. Era una mezcla de necesidades. El esperma en algún momento urge y otro tanto le pasaría a ella que no padecía de frigidez, precisamente. Pero lo más importante no era la necesidad del sexo, era la información.
—A ver, a ver, explíquese, no le entiendo. ¿“Ladilla” lo obligaba a tener relaciones sexuales a cambio de información?
—¿No lo sabía?
—No. Y le juro que me sorprende.
—“Ladilla” se había transformado en la informante más importante del submundo de la delincuencia. Lo que se quisiera saber sobre un asunto delictual y cuándo nadie tenía información sobre ello, había que consultarlo con ella.
—“Negra y fiera” y muy bien informada.
—Como ningún otro. Cuando escaló en la jerarquía de los informantes puso como condición que aquel hombre que quisiese información de calidad debía pasar por su cama.
—¿Solo hombres?
—No. Quien quisiera información debía pasar por su cama. Era tan feroz haciendo el amor como fea. Aún más. Podía ser brutal.
—Pero a usted eso no lo amilanaba.
—Para nada. No quiero pecar de fanfarrón –sonrió buscando la complicidad del entrevistador–, también tengo lo mío.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones con ella?
—Fue cuando el asunto de “El Intermediario”, el hombre que se presentó en nombre de Blacrrod, portando mi tarjeta impresa en tinta roja.
—¿Usted tenía una tarjeta impresa con tinta roja? –el entrevistador parecía sinceramente sorprendido.
—Sí, exclusiva para “Ladilla”. Si ella necesitaba que uno de sus clientes, allegados o queridos se entrevistara conmigo por algún negocio, le daba una de las tarjetas impresa en letras rojas. De ese modo yo sabía que el emisario venía de su parte.
—¿Solo ella tenía el privilegio de usar esa tarjeta?
—Sí. Esa era exclusiva para “Ladilla”.
—¿Debo entender que había otras que no eran exclusivas?
—No. Todas eran exclusivas. Variaba el destinatario. Eran tres, la de letras rojas, como le dije, para “Ladilla”. Rojas como la sangre… usted me entiende…
—Perfectamente.
—Yo solía bromear con su “tarjeta menstrual”. Elegí el color de la tinta por ese motivo.
—¡Delicatessen!
—Las de Chopper, viejo socio, estaban impresas en tinta azul, y las de Vicius, “El Desollador” en tinta verde.
—¿Quiere hablarme de Chopper y “El Desollador”? “El Desollador” suena más que interesante.
—No. Nos aparta de esta entrevista. Solo le diré que Chopper murió hace ya tiempo.
—¿Amigo?
—¡¿Amigo?! –exclamó “El Interrogador” sorprendido por la pregunta.
—Lo siento, tiene razón.
—¿Y en esa última entrevista ocurrió algo digno de mencionar?
—Ella estaba higienizándose en su bidet. La historia del bidet no la relato porque me llevaría mucho tiempo, solo le diré que no era cualquier bidet.
—Sutilezas de las lavativas vaginales.
—“Ladilla” no sabía quién era el tipo que se presentó en nombre de Blacrrod portando su tarjeta de presentación. Detestaba a Blacrrod; dese una idea de cómo sería de despreciable esa alimaña del suburbio bonaerense para que ni “Ladilla” lo quisiese. Luego empezó a hablarme de un caso en el que tuve que actuar.
—¿En el que usó la ginebra como arma?
“El Interrogador” supo controlar su sorpresa al saber que el desconocido entrevistador sabía del asunto de Eln.
—Exactamente.
—¿Y qué le dijo ella de ese crimen?
—No fue un crimen, fue un trabajo.
—Usted no acostumbra a ejecutar a sus víctimas con 700 cm³ de ginebra importada. No pareció un trabajo, pareció una venganza.
—También mencionó a una mujer…
—Briseida…
—Correcto. Y al final de esa extraña conversación me dijo “hay mucha gente enojada”.
—Entonces usted llamó a Dixi.
—Así fue.
—Por lo tanto, retornó al principio de los tiempos. Al padre de la luz, al ser de luz que todo lo sabe y todo lo ilumina con su sabiduría. El Oráculo, su oráculo. ¿Usted no lee la Biblia?
—Lo justo y necesario. Es el libro preferido de todos los sicarios, así que debo cuidar las apariencias, simular que es mi libro de cabecera.
—Lo que importa no es la materia sino los destinos.
—Solo simulo que la leo, cuido la apariencia de las cosas. Formalidad.
—Ya lo dijo el Divino Cayo Julio César, “la mujer del César no solo debe ser honrada, sino además parecerlo”.
—Como entrevistador me recuerda mucho a Dixi.
—¿No olvida algo?
—Sí, sí, olvido algo importante, tiene usted razón. Tengo una partida de ajedrez pendiente justamente con Dixi.
—Vuelva al oráculo y juegue esa partida pendiente. Ahí encontrará respuesta a todos sus interrogantes. Dixi, ¿me comprende? Dixi. Dixi. Vaya donde todo comenzó.

6

Despertó.
¿Despertó?
El chofer lo observaba por el espejo retrovisor como hizo desde que comenzó el viaje. No se animaba a hablarle.
En el espejo, los ojos del joven se reflejaban y él los podía ver en detalle; pero al mismo tiempo que podía apreciar cómo era observado por el joven, se veía a sí mismo dentro de la imagen que reflejaba el espejo. No era una alucinación. Comprendía la naturaleza del suceso. Se trataba del espejo dentro del espejo. Y él estaba en ese lugar siendo observado y observándose al mismo tiempo.
Disociado comprendió en parte esa sensación de nostalgia que lo había invadido desde que terminó la reunión con el Sr. Pervers.
La música de Bach (“Bach fue Dios en la tierra después de Cristo”, diría Dixi emocionado), acentuó esa sensación de bifurcación. ¿De dónde surgía esa música, quién ejecutaba “Partitas para violín” con tanta maestría? En la cena con Dixi, luego del asunto de “El Intermediario” escuchó con placer esa música.
—La que toca el violín es Ann-Sophie Mutter, lo más –le dijo Dixi acompañando sus palabras con un ademán de adoración.
Él no sabía quién era, pero no podía sino imaginarla hermosa. Quien podía ejecutar un instrumento con tal maestría tenía que ser un modelo de perfección y belleza.
Con la música de Bach la bifurcación adquirió otro cariz. Sentía su cuerpo gravitar fuera del automóvil del que se alejaba cada vez más hasta que pudo observarse a sí mismo muerto. Pero solo era cadáver. La muerte le sentaba bastante bien.
—Sabía que no iba a llegar a viejo –se dijo sin denotar preocupación.
El joven chofer no atinaba a ningún comportamiento. Él también parecía extrañado de sí mismo y miraba por el espejo como si allí se atesorara alguna verdad trascendente.
Los dos volvieron de su ensimismamiento.
—Llegamos –dijo “El Interrogador” reconociendo la fachada de la marisquería. Este era el lugar preferido de la “Banda de los Comisarios”. Si a usted no lo hubiera seleccionado el Sindicato, creería que es un agente de ellos.
Al chofer no le agradó el comentario.

7

El restaurante Iñaki estaba a la vista. Señalando su frente, “El Interrogador” llamó la atención del chofer.
—Preferido de “Los Comisarios”.
El joven llevó su mano al pecho y exclamó con mucha energía:
—¡Pero yo no soy espía de ellos! –hizo un tardío esfuerzo por no sonar demasiado molesto.
—Quédese tranquilo. Lo mío fue una broma. No lo tome tan a pecho.
—No soy muy listo para las bromas. Lo siento, no quise ser grosero.
—Guía Óleo dice que este restaurante es “excelente”. ¿Usted qué dice?
—¡Qué puedo decir yo, señor! Este lugar se ve magnífico.
El amplio frente de pequeña piedra jaspeada resaltaba por el tono bordó del friso superior y la puerta de entrada. En la fachada iluminada a pleno, lucía “Iñaki – Restaurante” brillando en la noche. A la izquierda de la entrada vista de frente, el joven leía con detenimiento “Cocina Vasca – Basque Cuisine”, al tiempo que sonreía satisfecho.
El joven admiraba con sincera alegría ese lugar que desconocía y en el que jamás imaginó cenar. Su sueldo no era menor, pero sus ingresos estaban muy lejos como para poder disfrutar de un ágape en ese lugar.
En el amplio salón rectangular pocas mesas estaban ocupadas. Algunos comensales se disponían a comer; todos atendieron al paso de “El Interrogador” y los saludaron con deferencia como si todos ellos supieran de quién se trataba. El joven respondía el saludo a pesar de que era evidente que no se dirigían a él sino al hombre que lo precedía.
Se ubicaron en una mesa que no daba a uno de los amplios espejos. “El Interrogador” sentía una profunda aversión por ellos. Cómo le ocurrió en el automóvil, cuando se sintió dentro del pequeño espejo retrovisor, ese fenómeno de sentirse atrapado dentro de la imagen reflejada, era algo que siempre lo había inquietado, aunque nadie sabía de esa fobia. Ni Dixi. Nadie.
A la izquierda del lugar que ocupó “El Interrogador”, anaqueles donde se exhibían variadas marcas de los mejores vinos sugerían una variedad de gustos que solo un verdadero experto estaba en condiciones de decidir cuál de ellos era el preferido para esa cena.
Un mozo, de mediana edad, atlético y calvo, sonriente se dirigió a ellos para tomar el pedido. Fue amable sin resultar meloso, medido y atento.
Todas las sugerencias del mozo fueron aceptadas. “El Interrogador” deseaba ser generoso. La reunión con el Sr. Pervers le había dejado cierto amargor y volvía una y otra vez a la imagen del atizador pendulando como un tosco metrónomo. Sus suaves movimientos le sugerían la sístole y la diástole del ciclo de una golpiza mortal. O el atizador como una lezna desproporcionada entrando por un ojo y saliendo en línea recta a la altura de la nuca. Contracción-golpe, relajación-muerte.
El mozo dijo “gambas al ajillo” y “El Interrogador” asintió con un leve movimiento de su cabeza. Así con cada sugerencia. Kokotsas en salsa verde, Txipirones en su tinta, centolla gratinada. Nada de postre para él. Para el joven, pastel vasco. La elección del vino la dejó a cargo del mozo. Sauvignon Blanc, fue el elegido. “Doña Paula Estate” dijo el mozo y “El Interrogador” celebró la elección. De todos modos, él prefería el tinto, aunque en esa oportunidad no deseaba tener una polémica sobre el mejor maridaje de carnes y vinos.
El joven comió como nunca lo había hecho. “El Interrogador” concluyó que la molestia que la causó su comentario sobre “La Banda de los comisarios” no había perjudicado su apetito.
Disfrutó todos los platos que el mozo propuso y el sicario aprobó. Y el vino, que fue abundante y de excelente calidad, le estimuló un entusiasmo que hasta ese momento no había conocido en toda su vida. Llevado de esa embriaguez desconocida, solo deseaba hablar con el hombre, aprender de él, lo que fuera. No quería perder la oportunidad de hacerlo. El lugar y las circunstancias parecían ideales. Había algo de intimidad en todo aquello, aunque “El Interrogador” estaba recubierto de un halo protector que impedía que cualquier mortal penetrara en su humanidad.
—¡Dios mío, qué manera de comer! –dijo para salir del silencio que la comida impuso como si no se tratara de una cena sino de un acto religioso–. Nunca antes había disfrutado de una comida como esta. Estoy muy agradecido, le estoy profundamente agradecido.
“El Interrogador” respondió con una leve mueca que pareció sonrisa.
—Joven, ¿cuál es su nombre? –preguntó.
—¿No se va a reír?
—¿Debería?
—Mi nombre es raro.
—Mi vida es más extraña que su nombre, pero no promueve a risa, lo aseguro.
—Trempulcahue. Ese es mi nombre. Pero desde niño me dicen “Trem”, para ahorrar saliva.
—Trem –dijo “El Interrogador” que bebió un largo sorbo de vino–. ¿Origen?
—Mapuche.
—Nunca lo había oído.
—Nadie lo ha hecho. Solo mi madre que fue quien me bautizó porque ni padre tengo.
—No lo habrá conocido, pero padre ha tenido, salvo que usted naciera de gajo.
Trem rio como un niño.
—Tiene razón. No lo conocí. Algún hombre pasó por la mama y le dejó “esto” –se señaló al tiempo que en su rostro dibujaba una disculpa–. Mi madre es muy anciana, cuido de ella, soy un buen hijo, dedicado. Por eso me conformé con ser solo un chofer, para estar siempre presente en la familia.
—¿Lo fastidia no haber conocido a su padre?
—Depende.
—¿De qué?
—De quién pregunte.
—¿Mi pregunta lo molesta?
—Para nada.
—En este mundo somos mayoría los que no sabemos quién fue nuestro padre.
—¿Usted tampoco lo conoció?
—Así es.
—Yo sabía que había algo que teníamos en común. No quiero parecer tonto.
—Por la familia eligió ser chofer y no otra cosa.
—No soy muy listo para otra tarea.
—Es la segunda vez que menciona que no es muy listo. ¿Por qué lo cree? –“El Interrogador” sintió curiosidad por cómo Trem se descalificaba a sí mismo.
—Porque no lo soy. Soy buen chofer. Para eso soy competente. Para su trabajo sí hay que ser listo.
—No demasiado.
—Usted no quiere humillarme –Trem, acodado en la mesa y sosteniendo su cabeza con las manos, miraba a “El Interrogador” como si fuese un ícono religioso.
—Lo que importa es tener puntería. Músculo, excelente vista y algo de cerebro. Demasiado cerebro es contraproducente. Los hombres como yo que tienen demasiado cerebro terminan suicidándose. Es estadístico.
—¡Vamos! Hay que planificar todo, estudiar al tipo, qué hace, qué le gusta, de que vive…
—Esa no es nuestra tarea.
—¿No? –Trem estaba sorprendido– ¿No? –repitió confundido.
—No. Eso es trabajo de Inteligencia. Tampoco se deje confundir por el nombre. Las tareas de Inteligencia, las más de las veces las hacen los más torpes.
—Es un contrasentido.
—¿Y qué en la vida no lo es? Cuando tengo toda la información mi misión es estar en el momento y el lugar correcto. Esa es una decisión que solo yo puedo tomar. El cuándo y el cómo lo decido yo. Para lo demás, somos como soldados, así nos comportamos. ¿Usted cree que un soldado discute el plan de batalla con sus oficiales?
—No, supongo que no se lo permitirían. “Carrera march-cuerpo a tierra-carrera march-cuerpo a tierra”.
—Exacto. Nos dicen “este es el trabajo”. El Sindicato fija un precio, un tiempo de la operación y discute con el operador una forma.
Quienes tienen la habilidad y los instrumentos para planificar, lo hacen. Luego nos informan, tomamos notas y actuamos. Ahí entran en juego nuestras habilidades. Acabada comprensión de la organización temporo-espacial en que se desarrollará la acción; perfecta puntería, para eso, pulso firme e instrumento adecuado y en perfecto estado. ¡Pum! Y luego ¡Pum! Dos veces. Arma de calibre pequeño pero muy destructor. Mi preferencia. Grandes calibres: mucho ruido, mucho destrozo. Aunque a veces –y esto lo dijo recordando a “El Intermediario”–, un calibre grande, aporte grandes soluciones. ¿Mi preferido? Escopeta calibre 12 recortada en la punta.
—Lo dice que si fuera comer langostino como acabamos de hacer.
—No comimos langostino.
—Bueno… lo que fuera.
—Comer langostinos requiere de más sofisticación. Se trata de degustar serenamente, masticar muy lentamente permitiendo que toda la dentadura trabaje con delicada precisión. Dejar que los sabores invadan las papilas gustativas, dejar que esos sabores viajen de la lengua al cerebro. Tragar con mesura para que el espasmo de satisfacción del estómago sea apenas un movimiento ondulante, una caricia. Luego enjuagar la boca con vino adecuado para la ocasión. Nada comparable a una buena comida. Eso es sofisticado. Realizar una supresión no lo es. No sé qué fantasía tiene usted, pero así son las cosas. Soldados cumpliendo una misión, cumplida, nos retiramos sin dejar rastro hasta nuevo aviso.
—Parece simple, pero yo no podría, no podría… Soy torpe como una ballena, o peor, como una vieja que se volvió ballena.
—Entrenamiento.
—Además, soy sentimental.
—Yo también –mintió y no pudo disimular la mentira en su rostro.
—¡No quiera engañarme! Sus gestos lo delatan.
—Usted no me cree, pero soy algo sentimental. –Atendió al gesto de incredulidad de Trem–. ¿Café?
—No puedo más nada.
—Entonces, vamos.
—¿Y…?
—Tengo cuenta corriente.
—No sé qué es eso.
—No importa. ¿Al Claridge?
—¿Al…?
—Claridge.
—¿Dónde queda eso, señor?
—Tucumán al 500.
—Como usted ordene.
Los hombres se despidieron de los comensales que permanecían en el salón y de los mozos, cocineros y lavaplatos. Todos respondieron el saludo, unos con fingida amabilidad y los otros con sincera gratitud. Las propinas de “El Interrogador” eran por demás generosas.
Salieron caminando con cuidada lentitud.

8

Los hombres llegaron donde el automóvil estaba estacionado. “El Interrogador” subió del lado del acompañante. Casi al mismo tiempo Trem se acomodó al volante. Los dos miraron al espejo retrovisor. Ahora Trem tenía a su lado al hombre con el que viajaría hasta Córdoba, aunque todavía no sabía a qué lugar de esa provincia debía dirigirse.
“El Interrogador” entrecerró los ojos. Esperó que el auto se pusiera en movimiento para sumirse en algunos pensamientos que venían presentándose desde hacía algún tiempo.
La primera palabra que llegó a sus labios fue “mentira”. Pero evitó pronunciarla. ¿Cómo habría tomado el joven chofer esa confesión?
“El Interrogador” mintió en cuanto a qué no conoció a su padre. Vaya si supo de él. La última paliza le dejó algunas costillas machucadas. Fue cuando degolló a la madre. Todavía esa degolladura lo perseguía cada tanto. Era una patética capacidad que tenía ese recuerdo de seguirlo tal como lo hacen los perros con sus amos.
Sí había perdido el exacto recuerdo de la fisonomía del rostro paterno. Ese rostro surgía producto de un albur, un incidente que las más de las veces no parecía tener ninguna relación. Su aparición siempre era incompleta y confusa.
Fue una mañana. Ya hombre siempre consideró una rareza ese crimen. Los buenos asesinatos se cometen de noche o al amparo de cierta oscuridad protectora. Pero el día que su padre degolló a la madre era espléndido, el cielo limpio de nubes y el sol radiante. No era una mañana para morir de ese modo. Pero las cosas así sucedieron.
Hubo un suceso al que en su infancia no pudo atribuirle ningún significado, pero ya adulto lo tomó como una señal de lo que estaba por ocurrir. Si entonces hubiera tenido no la experiencia que adquirió en tantos años de sicariato, pero sí al menos una mínima porción de ella, tal vez habría podido salvar la vida de la madre a costa de asesinar él a su propio padre. Muchas veces se interrogó si habría sido capaz de ello. Las acciones a lo largo de su vida, desde el primer asesinato hasta la ejecución del odioso “Intermediario”, eran la respuesta. “Sí, lo habría asesinado”. E incluso suponía que habría sentido algún placer de ello. Con su padre aprendió a odiar.
Esa mañana aparcó un gran camión en la vereda opuesta a la casa familiar. La calle era una cortada entre dos avenidas. Una calle empedrada a la perfección, trabajo de expertos adoquineros italianos llegados a Buenos Aires con la segunda inmigración europea.
La callecita, en un sentido, daba a la avenida por la que circulaba el trolebús, viejos Leyland plateados que parecían peregrinar su vejez silenciosamente. En dirección opuesta, desembocaba en una avenida en la que frondosos jacarandás se alzaban hasta tocar con sus ramas las nubes.
El camión era un Volvo L395 Titan, para todos un coloso admirado por su potencia. El Titan obstruyó la entrada al corralón, uno de los últimos en la ciudad, a donde concurrían a herrar sus caballos los vendedores que aún circulaban en carretas vendiendo sus productos. Lecheros, panaderos, vendedores de cepillones y plumeros, mimbreros, todos los buhoneros de la ciudad acudían al famoso corralón de Chiquito y Roland, dos gigantes bonachones que atendían con bonhomía a todos sus clientes y toleraban que los chicos del barrio invadieran el predio para juntar los clavos con los que se fijaban las herraduras en los cascos de los caballos.
Del camión descendieron dos hombrones, tal vez más altos y gordos que Chiquito y Roland. Eran ellos también titanes. “El Interrogador” recuerda perfectamente sus rostros, pero nunca habló de ello. Su descripción quedó en el misterio salvo por aquella rara condición: los dos eran tuertos. Uno había perdido el ojo derecho y el otro el izquierdo. Cíclopes del bajo mundo.
Sin prisa, pero sin pausa comenzaron de descargar canastos de mimbre. Eran canastos redondos de un tamaño regular. Del piso de los canastos un hilo de sangre empezó a dibujar delgadas líneas rojas que giraban unas en el sentido de las agujas del reloj y otras a la inversa.
Uno de los titanes posó su único ojo en él. Sintió pánico. En ese momento –eso creyó siempre–, aprendió a controlar el miedo extremo. No permitió que el pánico que provocaba aquella mirada le impidiera razonar. Fue la primera vez que sintió la íntima necesidad de tener un arma entre sus manos. ¿La hubiera usado contra el descomunal tuerto? Sí. Sin lugar a dudas. A pesar de que era un niño aproximándose a la primera adolescencia, menudo y algo debilucho, hubiera usado esa arma para disuadir al gigantón de cualquier ataque y luego, con esa misma, le habría disparado al bruto padre que molía a palos a madre, luego de violarla, y al hijo por tratar de defenderla.
Pero el tuerto solo lo miraba hasta con indiferencia luego de acomodar un canasto haciendo una larga hilera de cestos manchados de rojo en su base.
No lo venció el pánico, pero sí la curiosidad. Sin dejarse intimidar y sin pedir permiso llegó donde los canastos. Los tuertos sonrieron al tiempo que detuvieron su tarea para permitir que el entrometido recibiera su mensaje. Para eso estaban ahí, para que él descubriera por sí mismo qué forma adquiriría su futuro a partir de ese momento. Cruel modo de representar el porvenir ante los ojos de un niño en el tramo final de su triste infancia.
El niño, en efecto, abrió un canasto. No estaba seguro de lo que veía. Parecían tripas, colgajos de variopintos colores y, debajo de esa urdimbre, de tejidos ya oscurecidos por cierta putrefacción, lo que parecía la cabeza de una mujer.
Controló el vómito. Su estómago se contrajo con violencia y cerró el esfínter esofágico impidiendo que un vómito echara por tierra su orgullo. Luego de eso, los gigantes comenzaron a subir los canastos al camión de donde los habían descargado y, cuando completaron la carga, subieron al Volvo Titan y desaparecieron hacia la avenida de los viejos Leyland.
Era demasiado niño para comprender esa alucinación, la que, durante mucho tiempo, creyó un suceso verdadero.
Cuando recobró la integridad sintió una potente convocatoria. La voz materna sonaba desde un hueco extraño y si bien no lo llamaba a él, parecía decir algo imposible de descifrar. Volvió a la casa y escuchó los golpes.
Los huesos cuando se rompen tienen un raro sonido. El músculo apaga la música que cualquier fractura ósea produce al impacto. Es una forma atávica de la música. Troc troc dice el roce seco de hueso contra hueso mientras se astilla. Y ese fue el primer sonido que el niño escuchó con claridad.
Luego fue uno más corto, uno filoso, que abría un boquete de no más de diez centímetros de largo.
La carne cuando se corta también tiene un sonido particular. Cuerdas de guitarra que estallan en un si bemol demasiado aguado. Luego, dos octavas vitales más abajo, como una sorprendente trompa que expande sus sonidos por los sepulcros, sonó en el hondo misterio de un réquiem el gorjeo gutural de la sangre que brotaba por el jugoso boquete buscando su derrame definitivo.

9

—¿Quiere hablar de ese asunto? –la reaparición del entrevistador imaginario le devolvió cierta tranquilidad. No le ocurría a menudo, pero a veces necesitaba con quien hablar. Aunque prefirió posar por indiferente. Entonces ignoró la pregunta.
A esa altura de la noche y del viaje se convenció de que la locura había empezado hacer estragos en él.
—Estoy jubilado, eso es lo que me está alterando –dijo para sí, evitando que el joven chofer comprendiera algo de lo que estaba sucediendo.
Jubilado era una palabra prohibida por el Sindicato. Era para hombres de otros estratos, más no para quienes encontraron en el sicariato su forma de vida. La voluntad de dios puede ser estrafalaria, se decían unos a otros para explicar cómo habían llegado a la profesión. Nada más sencillo que achacar a dios lo que es una conducta puramente humana.
El crimen por dinero, el crimen profesional, se dio desde los primeros tiempos de la humanidad dividida en clases. Los que aspiraban a ser los poderosos, mandaban a aniquilar a sus rivales. Y, para no contaminarse con la sangre de las víctimas, recurrían a expertos en el crimen que hacían sus labores por dinero. Plata y oro están en las sustancias más íntimas de la sangre de todos los ricos. Pero ese ADN no se completaría si no estuviera presente la química de los aniquilados.
Todas las muertes, todas. Los cadáveres propios y los heredados, cadáveres de siglos atrás, tiempos tan remotos que hasta se podría llegar hasta el mismo Cristo crucificado en el Gólgota, en los alrededores de la Jerusalén escondida tras sus murallas. Después de todo su muerte fue por dinero. Por treinta monedas, por los mercaderes del templo, por los impuestos del César. Dinero, dinero, dinero. Eso era todo en definitiva.
—Pero hablar de la muerte de su madre le hará bien, se lo aseguro. –El entrevistador trató de sonar complaciente.
—¿Sabe cómo es la locura? –dijo con voz grave.
—No. ¿Cómo habría de saberlo?
—Es una rata. Tiene forma de rata. Rabipelada. Robusta y sarnosa. Sale de un escondrijo. Las más de las veces se cree que su cueva está fuera de uno, en un lugar oscuro y alejado de donde sale de cacería. Pero no es así. Es cómodo poner afuera lo que está dentro de uno. Se lo aseguro.
—¿Y entonces?
—Y entonces uno, con el paso del tiempo, a medida que envejece, se conforma porque, después de todo, se trata solo de una rata que ya no apreciamos tan grande, ni tan rabipelada, ni tan sarnosa. Y las pústulas que luce en el lomo no nos resultan tan asquerosas. Con algo de buena voluntad hasta se podría considerar a esos forúnculos repugnantes como simples adornos. Pus, sangre, suero, tejidos en estado de putrefacción no nos son ajenos para nada.
Pero en realidad no está sola. Ella es la avanzada, es la exploradora. Suele ser la más vieja. Responde al evento más oculto en nuestro cerebro. Aparece como aquellas que bajaban de los barcos luego de meses de navegar al borde de la muerte, hambrientas, aterradas de esos marineros del reino de los escorbutos, afiebrados, casi calvos, hemorrágicos, los dientes podridos, la lengua hinchada. Semanas ocultas en los lugares más recónditos del barco, sin aire, sin agua y sin comida, solo tratando de no ser capturadas por esos seres horripilantes que se las comían como si se tratara del más exquisito de los manjares.
Una vez amarrada la nave al puerto de destino, salían en manada. Torrentes de ratas imposibles ya de detener y todo era ponerse a salvo como se pudiera. Invadían los almacenes, las tabernas, los graneros; defecaban y orinaban en las cunas de los bebés, se aprovechaban de los ancianos que no podían huir de su ataque a los que devoraban por completo. Luego de ese espectáculo al que se sumaba la disentería, el carbunco, el sudor inglés, la tuberculosis, aparecía pompa y boato, el rey de las ratas, lo más enfermo que hemos guardado y cuidado en nuestra conciencia del modo más dedicado durante años.
Una vez que este último recuerdo emergía de la oscura caverna de nuestra conciencia, la locura nos devora por completo. Como haría una rata, una manada de ratas y el mismo rey de las ratas que entrelaza las colas de todas sus súbditas y las obliga a brindarle la mejor comida y el mejor apareamiento. Nada pone al hombre a salvo de esa condición.
—¿Debo entender que ha llegado al puerto de destino? ¿Qué sus ratas están atacando la fortaleza de “El Interrogador”?
—Es probable –respondió.
—¿Por eso se ha visto a sí mismo como cadáver?
Aguardó un buen tiempo para responder. Volteó para mirar al joven. Este parecía satisfecho y distendido al margen del devaneo de su acompañante.
—¿Falta para el Claridge? –preguntó sin abrir los ojos y casi sin mover los labios.
—En cinco llegamos, señor.
—Necesito descansar.
—Ni le digo. Solo quiero una buena cama.

10

Había un entredicho entre las formas de transcurrir el tiempo. “El Interrogador” empezó a verificar ese fenómeno cuando su memoria se abrió paso del pasado al presente.
“Efecto Pervers”, se dijo para explicarse ese fenómeno nuevo que no lo preocupaba, pero sí cuestionaba su siempre impasible comportamiento.
No había demasiada distancia entre la marisquería “Iñaki” y el hotel Claridge. ¿Qué tanto se podía recordar durante un viaje tan corto, de noche, cuando el tránsito había mermado considerablemente?
Pero la manera en que sus recuerdos surgían, la intensidad de los mismos, indicaban que, necesariamente, tenía que transcurrir un largo período de tiempo para que pudieran emerger tantos y tan vívidos, para poder ordenarlos e interpretarlos de alguna manera, aunque todavía solo se tratara de una comprensión superficial.
Siempre apeló a la indiferencia para mantener en estricto control a su memoria. La soledad fue una buena aliada para lograr ese dominio. La más completa indiferencia. Dixi diría sermoneando parado desde el diccionario de la lengua española de su Real Academia: “estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto, o negocio determinado”.
De la soledad Dixi tenía prohibido hablarle. Nadie sabía más de ella que “El Interrogador”. La soledad, la condición solitaria de su humanidad era clave para la realización exitosa de sus trabajos. Para él “dos son multitud”. Tres un fracaso seguro.
Hasta ese momento había usado la indiferencia y la soledad como escudos protectores. Ser indiferente a casi todo (nunca al ajedrez) le resultaba sencillo y práctico. La soledad era más bien un resultado que un ejercicio voluntario. Desde aquel “caos carmesí de Júpiter” que disfruto con ella, su vida fue completamente solitaria.
Pero ni la indiferencia ni la soledad lo aislaban ya no solo de lo que ocurría en tiempo presente a su alrededor, sino de sus recuerdos que empezaban a adquirir autonomía.
De todos los recuerdos que surgieron mientras se dirigían a descansar al lujoso Claridge, uno, en especial, adquirió un volumen, una potencia tal que se le hizo imposible desechar.
El degüello de la madre a manos de su padre adquirió una dimensión que no había sabido o querido apreciar nunca. Recordó con absoluta precisión la navaja que cortó la garganta de la mujer, más precisamente, el tamaño, el color, el brillo de la navaja en la mano de su padre tinta en sangre.
Vio una mano tomar a la madre por los cabellos. ¿Eran rizados? ¿Eran rubios? ¿Eran negros? No alcanzaba esa porción del recuerdo. El rostro de la madre se hacía impreciso, desfigurado como una máscara indecente. Ictérico brillo el de la piel encerada por el sudor viscoso de la muerte; la boca entreabierta, la lengua negra y un hilo de baba que rodaba de la comisura del labio hacia el mentón.
La mano roñosa aferró brutalmente los cabellos de la mujer y llevó hacia atrás la cabeza con tanta fuerza que creyó se rompería como se rompe el tallo de una flor cuando la furiosa tormenta.
En la otra mano la navaja.
Se abalanzó contra el padre. Quiso aferrarlo del cuello, pero era demasiado grueso para sus brazos flacuchos. Colgado del cuello de la camisa del homicida gritaba algo que no recordaba. Eran palabras de miedo, no de odio. Tal vez dijo “¡mamá!” Tal vez dijo “¡no!” Y repitió “¡no!” muchas veces.
Con un manotazo el hombre se lo quitó de encima. Lo revoleó hacia atrás. Golpeó con fuerza contra una pared. El golpazo lo dejó aturdido. Allí quedó, confundido y tembloroso.
Vio el movimiento de la navaja. Lo recuerda perfectamente. Era la daga la que llevaba la mano hacia arriba y luego caía, caía desde una altura imposible para un brazo humano, y desde esa altura mortal el tajo saltaba lleno de furia en dirección precisa al cuello su madre.
Como una sucesión de daguerrotipos rojos, vio la mano y la navaja, la navaja y el filo, el filo y el tajo haciendo cabriolas sobre la ajada piel del cuello que se abría paso de izquierda a derecha, perseguido de un trazo grueso de una pasta de tejidos y sangre. De inmediato, la carne se abrió como una flor perpetua y la muerte salió de entre los tejidos en un vómito rojo.
El hombre soltó a la mujer que escupió una flema sanguinolenta y exhaló un soplido negro. Cayó al piso muerta. Sobrevino el silencio y la poderosa imagen del hombre ante él, los brazos en jarra y la navaja preparando su próximo tajo. Intuyó que correría la misma suerte. Cerró los ojos y esperó la muerte.
Siendo adulto, aún no podía responder qué sintió siendo niño ante la posibilidad de la muerte. Siempre se dijo “no sentí nada por mí”. Y eso se lo repitió a lo largo de los años.
No podía recordar cuánto tiempo permaneció acurrucado, esperando su suerte, los ojos cerrados, a escasa distancia del cadáver de la madre, sin escuchar ningún otro sonido más que el de su propia respiración.
El fresco que entró por la ventanilla del conductor lo volvió al presente. Volteó para mirar la joven chofer que permanecía en silencio y expectante. Hacía varios minutos que habían llegado a las inmediaciones del Claridge, y esperaba una indicación suya. “El Interrogador” lo miró a los ojos y dijo:
—Los huesos cuando se rompen tienen un raro sonido.
El muchacho no sabía por qué le decía esas palabras y eligió no preguntar. La mirada de “El Interrogador” era tan intensa y crucial que lo disuadió de cualquier pregunta.
Ese mismo ruido del choque del cadáver materno contra el piso lo escuchó otras tantas veces con otros cuerpos, por otras razones, sin el menor sentimiento. No como entonces.
—La carne cuando se corta también tiene un sonido particular. Cuerdas de guitarra que estallan. Qué raro sonido sabe tener la muerte.
Desconcertado el joven chofer por ese discurso, vio a “El Interrogador” abrir con parsimonia la puerta del automóvil y descender de él con pasmosa tranquilidad, como si solo hubiera dicha “bonita noche”.

11

El conserje del hotel era el vivo retrato del policía que llegó donde yacía el cadáver de la madre y él permanecía acurrucado contra la pared.
Dixi le diría “las casualidades no existen”. El “efecto Pervers” era potente y continuo. Tendría que hacer algo al respecto. Si cada cadáver que observó a lo largo de su vida decidía salir de su memoria para florearse ante él en un desfile macabro, no habría divergencia en el tiempo que lo pusiera a salvo de tan patética representación.
El conserje, como el policía, era de baja estatura, espalda ancha. La cara aplastada, los ojos achinados, bajo dos gruesas cejas negras, la nariz prominente y la boca insignificante. Hablaba, de eso estaba seguro “El Interrogador” porque podía oírlo perfectamente, pero su voz no parecía salir de esa pequeña boca de labios color cianótico.
—Buenas noches, señores. –Dijo el conserje. Su voz sonó aflautada. No era una voz afeminada, por el contrario, era una voz asexuada, salida de una plaqueta de sonido de mediana calidad. Sonaba igual que la voz del maldito policía que parado a su lado y sonriendo cínico le espetó: “¿Mataste a tu madre detestable pendejo?”
—¿Desean una habitación? –agregó con una solemnidad que no le sentaba para nada bien.
—Dos –respondió “El Interrogador”–. Dos suites.
El hombre no supo disimular su sorpresa. Tal vez la traza de los visitantes le inspiraba desconfianza. Con una pequeña risa insolente preguntó:
—¿Los señores tienen reserva?
—Seguramente Schopenhauer hizo las reservas a nuestro nombre. El del joven, Roberto Fahrer, el mío, Juan Mörder, con diéresis, no se equivoque.
Al escuchar el conserje la palabra “Schopenhauer” su rostro también adquirió un tono cianótico, aunque un tanto más suave que el de los labios. Un mórbido color cianótico. Lívido, entrecerrando aún más sus achinados ojos, hizo como si revisara el libro de reservas, aunque sabía perfectamente de que le hablaba ese hombre de aspecto contradictorio.
El joven chofer, en cambio, permanecía distraído observando los lujos de la recepción cuando todavía no había podido sustraerse al impacto que le produjo la inmaculada entrada con sus dóricas columnas de color blanco y el perfecto empedrado de la calle de ingreso.
El conserje trató de recuperar la compostura.
—Para el señor Mörder, con diéresis, está reservada una habitación doble superior. Para el joven…
—Para el joven quiero lo mismo –“El Interrogador” interrumpió al conserje. Su voz sonó dura y seca.
—Pero…
—¿Algún problema? Schopenhauer nunca ha faltado a sus pagos.
El conserje trató de disculparse.
—Lo sé señor. No quise ofenderlo. Para los dos señores habitaciones doble superior. ¿Qué vista prefieren?
—Cualquiera. Vamos a dormir, no a disfrutar del paisaje. –Miró fijamente al conserje que se sintió atemorizado–. Quiero un Montecristo N.º 4 y fósforos de madera, nunca de cera. Y un Macallan Oscuro.
—¿Hielo?
—¡Por favor! Agua para el incendio, hielo para las calenturas. El whisky, puro. Siempre puro.
—¿El joven desea algo para beber?
Antes de que el chofer pudiera responder, “El Interrogador” ordenó:
—Agua mineral. Tiene que manejar hasta Rusia. A él sí envíele hielo, y no porque esté caliente.

12

El parecido del conserje con aquel policía lo devolvió a ese momento crucial de su infancia. El primer recuerdo que acudió a su memoria de inmediato fue el olor de aquel hombre. De pie frente a él, al tiempo que no dejaba de repetir “¿mataste a tu madre detestable pendejo?” su aliento iba envolviendo las palabras con una cáscara dura y apestosa.
De su boca hacia el cuello olía a rancio tabaco húmedo, y luego del pescuezo, a mugre de pantano, a guiso y aceite.
Era una peste que sudaba no agua sino una pastita marrón. Contra sus labios frotaba la lengua y chupaba sus bigotes saboreando la mugrería de la pelambre. Sobre los labios cianóticos, una mugrecita antigua se disolvía con la saliva que la lengua depositaba sobre ella. ¿Quién podía afirmar que no fueran el uno y el otro el mismo que entraban y salían de un lugar en el tiempo y el espacio como ese que le reservaba a él los espejos en las entrañas de una imagen reflejada?
Bajo de estatura uno y el otro, ancho de espaldas los dos, barrigas prominentes tal saco de cuero. El ombligo profundo mostrando su deformidad a través de cierta transparencia de la camisa. La cara aplastada, los ojos achinados bajo dos peludas cejas negras, nariz prominente y boca insignificante de labios color cianótico. Repitiendo y repitiendo “¿mataste a tu madre detestable pendejo?”
Recordó que durante un tiempo indefinido se mantuvo acurrucado. La cabeza entre las piernas, los brazos cruzados sobre ella, protegiéndose de los golpes que el maldito policía deseaba descargar en su momento. Luego algo lo tomó de un brazo y lo levantó en el aire; se sintió una bolsa liviana, apenas aire caliente en el interior que latía al compás del joven corazón.
—Te pregunté si mataste a tu madre.
El policía sabía perfectamente que ese mocoso escuálido no podía haber degollado a esa mujer de contextura media pero fuerte.
El niño espió el cadáver allí en la altura del brazo que los sostenía, zamarreándolo tal como se sacude justamente una liviana bolsita de aire caliente.
La mujer había perdido los zapatos que estaban a algunos metros de distancia del cadáver. La pollera alzada hasta la cintura, la bombacha rota, la sangre entre las piernas, el bello rojo y una mancha azul que se esparcía de la ingle al abdomen.
—La hemorragia interna es grande. El bruto la debe haber roto por dentro –dijo otro que parecía un enfermero mal entrazado, sucio, un carnicero antes de despostar la vaca.
El policía agitó al niño como a un trapo y giró para que quedara de frente a la muerta.
—Por ahí el tipo tenía la pija demasiado grande. Este pendejo insignificante no se si tiene pito.
—Tiene cortes en los senos.
—Diría mi abuela gallega que dos tetas tiran más que dos carretas. Por ellas el hombre mata hasta su madre. ¿No pendejo?
El niño estaba tieso, inmóvil, sin poder dejar de ver el cuerpo exánime de la madre muerta.
El recuerdo del cadáver creció en su memoria y alcanzó una proporción increíble. Y el perfume del policía, que era el mismo que el del conserje, se hizo tan intenso que penetró su nariz hasta una zona profunda del cerebro. Era una púa de olor intenso que a medida que penetraba los tejidos viraba de ese olor rancio a tabaco húmedo, a mugre de pantano, a guiso y aceite, a carne podrida, al olor nauseabundo por la putrefacción hedionda de un cuerpo degollado a la intemperie durante días.
Como pudo regresó del recuerdo. El olor se hizo sabor y el recuerdo imagen. Volteó hacia atrás para cerciorarse que podía mirar el camino por el que anduvo siendo niño. No había nada. La casa, el árbol y el patio, el rectángulo de cielo sobre el patio de baldosas con dibujos arabescos, la madre cantando mientras frotaba la ropa en la plancha de lavar, el padre afilando una cuchilla vieja. Nada quedaba de todo aquello. Polvo leve, ni siquiera cenizas de los muertos incinerados luego de la orden del juez.
¿Cuánto lo cambió aquel crimen? No se respondería jamás esa pregunta. Su disgusto no se explicaba por la ausencia de respuestas, sino por no haber asesinado al padre. No era un reproche, era una cuenta pendiente que no podría ser saldada. Sabía que el hombre había muerto en dudosas circunstancias en una reyerta de malandras de mala muerte.
Por el honor de su madre debió matarlo, debió hacerlo en la primera oportunidad que se le presentara y para eso debía seguir su rastro. Pero nunca se atrevió a buscarlo. Dejó que el juez dispusiera de él a pesar de que otros presos podían hacerlo huir a cambio de algunos favores una vez liberado.
Uno o dos días después de permanecer detenido, se presentó ante él un hombre que dijo ser el secretario del juzgado. Con amabilidad casi filial lo llevó a un apartado y lo invitó a permanecer de pie junto a una mesa en la que varias tazas de café todavía humeaban alegremente. Le habló de algo que él al principio no alcanzaba a comprender.
—¿Sabés pibe por qué estás acá?
—Por la muerte de mi madre.
—No me refería a eso.
El niño esperó que el hombre le dijera de qué se trataba.
—Estás guacho. ¿Sabés qué te quiero decir?
—Sí.
—Nadie te espera. Nadie te va a esperar. Si tenés suerte, vas a terminar como la hembra de algún matoncito. ¿Sos puto?
—¡No! –gritó indignado.
—Bueno. Mirá la suerte que tenés, yo vengo a ofrecerte un futuro.
Esperó que el hombre dijera más de esa promesa.
—Hay quienes están interesados en vos para que te hagas un hombre de bien. Mejor dicho, para que seas útil a la sociedad.
No sabía de qué le hablaba.
—¿Sabés lo que es un sicario?
—No. –El muchacho no conocía esa palabra.
—Es un trabajo para pocos. Son tipos de carácter, íntegros, gente imprescindible. El comisario que te atrapó y envió aquí cree que tenés buena pasta para ese laburo. Mataron a tu madre y ni lloraste, no intentaste huir, te mantuviste entero pese a que estabas ante el cadáver degollado de tu madre. Degollado ¿me entendés? Dice el comisario que mirabas a la muerte y que la venganza salía de tus ojos como dos cuchillos. Venganza. Nada más humano que la venganza. ¿Es así?
Atinó solo a mover la cabeza afirmativamente.
—Dijo el comisario que actuabas como si en realidad no estuvieras viendo a tu madre, ni siquiera a una desconocida. Dijo que vos la mirabas como se mira a una gallina degollada. Dijo “el pibe estaba indiferente”. Hay que estar indiferente ante el cadáver de la madre. Pero dijo que no era la indiferencia de un pendejo que no le importa nada, sino de uno que calcula la revancha. ¿Es así?
El niño optó por no responde, pero, en efecto, era así. Imaginaba las formas en que podría asesinar a ese desgraciado del padre.
El secretario del juzgado tuvo un gesto paternal, atrajo al muchacho hacia él y acarició sus cabellos. Lo miró a los ojos y habló pausadamente.
—Ahora te voy a hacer una oferta, pero la voy a hacer una sola vez. No me gusta perder mi tiempo. Tengo al juez que me rompe las pelotas porque al tipo lo único que le importa es arruinarle la vida a pobres pibes como vos. Un viejo de mierda. ¡Sabés todos los que hay en este sistema!
Escuchá bien. Si decís a mi proposición “si acepto”, tu vida cambiará para siempre, para tu bien. Sí, en cambio, decís “no acepto” te dejo en manos de ese juez hijo de puta, que te va a largar en el peor reformatorio donde están todos los pendejos más degenerados, esos que son irrecuperables, asesinos, violadores, drogones con el cerebro quemado, pervertidos de la peor clase. Dejamos que te violen unos cuantos días o por ahí un par de semanas; con el orto bien roto decidimos de quien terminás siendo la hembrita. A partir de entonces serás un alcahuete del servicio penitenciario y vas a ir de celda en celda chupándosela a todos los presos para sacarles la leche e información. Consejo de hermano, no te conviene ese futuro, te va a matar la droga, el SIDA o un degenerado. Si llegas a los quince años date por satisfecho. Vos elegís, así es la democracia, ¿no vivimos en un país democrático? –Lo palmeó varias veces en un hombro. Luego dijo:
—¿Entendiste?
Nuevamente, solo atinó a mover la cabeza afirmativamente.
—Perfecto. Entonces escuchá bien lo que te voy a decir: ¿querés que te presente a unos amigos que trabajan en el Sindicato?
¿Qué opción tenía? El secretario del juzgado diría “ninguna”.
—Si –dijo y se mantuvo firme, la mirada dentro de la mirada del hombre, aquel que le prometía una forma u otra de morir en vida. No tenía la menor idea qué era aquello que se llamaba “Sindicato”.
—Buena elección. Tenés futuro. Te veo pasta. El comisario nunca se equivoca.
El hombre chasqueó los dedos; dos matones aparecieron y se quedaron de pie detrás del niño. El hombre con un movimiento de su cabeza señaló la puerta de salida.
Con un leve empujón le indicaron a donde dirigirse. Lo subieron a un automóvil y se marcharon dejando atrás aquel tugurio.
En la lujosa habitación del “Claridge”, whisky en una mano y cigarro en otra, acomodado en un mullido sillón, recordó perfectamente que observó por la ventanilla del auto un paisaje como nunca antes había visto. Se avecinaba una tormenta indescriptible. La oscuridad ejercía su poder y de ella brotaban vientos calientes que barrían la calle. Las hojas muertas de los árboles volaban hasta una altura que la vista no alcanzaba a distinguir.
Se quedó pasmado observando el poderoso fenómeno de la tempestad. Dentro suyo, con la misma furia y oscuridad, una tormenta asolaba su corazón hasta vaciarlo de toda emoción humana. Dejó de ser un niño. Aunque aún no comprendía el alcance de esa brutal metamorfosis.



———————————-

1) Lope de Vega

2) Ausencia de amor, Juan Gelman

Etiquetas: hardboiled

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS