Hoy es uno de esos días en los que me gustaría no ser una cobarde. Quizá mañana amaneceré pensando algo diferente, pero, al menos hoy, al menos ahora, me gustaría no estar aquí. Aquí ni en ninguna parte.

Es cosa de mirarme al espejo y sentirme guapa sin siquiera pensar en tocar mi maquillaje, el estuche repleto que a veces mira mi madre como diciendo “Tú no tienes remedio”, y es justamente detrás de esas palabras donde yo leo, en letras de neón, que quisiera una hija diferente o bien, deseando lo mismo que yo, que no estuviera aquí, que le dejase un poco más de oxígeno ahora que ha llegado a los cuarenta.

Siempre he caminado en segundo, tercer y cuarto lugar. En la calle, en la escuela, en mi casa. Mucha gente guapa cruzando la misma calle, compañeros brillantes, graciosos y simpáticos, de esos que nunca prefirieron quedarse escribiendo en la última hoja de un cuaderno recién estrenado antes que salir a jugar voleibol, y una hermana que no sólo nació mucho antes, sino que además nunca se mostró como una chica rebelde e irrespetuosa frente a nadie.

No alcanzo a ser sombra, y por primera vez en años comprendo que no se debe a que no tengo la estatura promedio para serlo. Y ojalá fuese más sencillo admitir algo tan fácil de escribir: no me quiero lo suficiente, son pocas las veces en que camino erguida y apenas me siento observada, rehúyo la mirada y detrás de las pupilas se me ve aterrada, se ve que bastaría un suspiro sobre mi cara para derribarme.

Han sido pocos los buenos momentos, de los cuales ahora apenas recuerdo uno que otro olor insignificante, como el sofrito recién hecho de mi madre, la humedad inundando mi cuarto por la mañana después de pasar la noche alumbrando la ventana con la linterna de mi celular, porque jamás me conformo con escuchar la lluvia chocando contra el techo; también me gusta contarme historias en voz alta, cuando estoy sola mi voz no me resulta tan horrorosa y tengo la absurda idea en la cabeza de que cada vez que dos o más gotitas caen, chocan o se reencuentran en mi ventana, me están escuchando. Puedo sentir el sutil olor de la saliva que tienen los animales cuando llevan poco tiempo fuera del cuerpo de su madre, cierro los ojos y ahí está de nuevo ese cachorro que me siguió un martes después de la escuela, que oculté en mi cuarto hasta que destrozó mi edredón favorito y en vez de regañarlo, me puse a bailar una canción de los noventa y comenzó a ladrar porque quería que lo levantara y me moviera con él en mis brazos. El olor de una almohada ajena, el aire de una ciudad más contaminada que la ciudad en la que viví veinte años, un beso con sabor a cerveza a temperatura ambiente, los dientes de león peleándose por quién alcanza primero mis ojos cuando corro en su dirección.

Y puede que cuando caiga la noche me arme de valor y me suelte de las cadenas. El candado está abierto. Simplemente hay cárceles que aunque nunca dejen de serlo, por momentos te hacen sentir más a salvo que allá, en el mundo.

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