Los cerdos de Baltimore

Los cerdos de Baltimore

A Jean Wehner,

a todas las Jean Wehner

que luchan por Justicia


Yo soy mi roca, mi referencia.

Soy mi propio responso

cuando muero de pena en ese preciso instante.

Si eso ocurre, y es a menudo,

pequeñas aves vuelan como pañuelos

alrededor de los últimos suspiros

que brotan sonámbulos de mi boca.

Ellas me consuelan a pesar de todo.

Entonces trato de imaginar campos de rosas,

y cielos describiendo curvas

alrededor de las nubes aterciopeladas.

Las nubes de formas de plumeros,

de caprichos de marfil y hasta de muchachas

con sus listones rojos sobre la bahía de Chesapeake,

bajan para apañarme. Deseo, solitaria,

cruzar las calles de Baltimore sin sobresaltos,

lejos de las cruces de amianto

donde crucifican muchachas

de infinita belleza. ¡Quiero tantas cosas!

A veces soy río. El mismo Pota-psk-ut.

Soy yo misma el río de la historia,

algo de remanso cubierto de espuma

y, al mismo tiempo, mi propio cauce y desembocadura.

El río de mi vida fluye, a pesar de tanto dolor,

cálido entre pieles de manzana

y las doradas orillas del Pota-psk-ut

mientras vuelve a sonar entre clarines

la misma pregunta que nos hacemos desde entonces:

“¿no veis a la luz de la aurora

lo que tanto aclamamos la noche al caer?”

En mi aurora he sido asesinada; desde muy pequeña

eso ocurrió a pesar de mi llanto y desconsuelo,

de mis inútiles ruegos infantiles.

Así fue cada vez que entré a su despacho

donde la verdad huía por el rabo del ojo

hacia el confesionario donde magreaban entre Ave Marías

delicadas muchachas rubias de Baltimore.

Fue ese el patrimonio de mi inquisición,

–oratorio y fango y heridas invisibles–

la que me hizo gemir hasta estrellar mi púber carne

contra sus largos y amarillos colmillos.

El rancio tabaco bajo la lengua negra,

la septicemia del alcohol hasta la asfixia

y luego el abandono por el desierto pasillo

que estaba sembrado de caimanes rojos.


Así fue desde el principio al fin. Todavía su puñal bajo la piel

y una hendidura en el vientre más allá de mis jóvenes caderas.

Tatuado en el pecho el tufo de su esperma,

y hasta el tuétano esa pasta de odio que fue su sacramento,

la hostia negra con que que llenaba mi boca

en un ardid de cicutas que se astillaba en mi garganta.

A la noche insomnio de ataúdes.

Mamá se alejaba entre campanadas

mientras rezaba incrédula su rosario.

Papa rondaba por las misas atendiendo a inocentes feligreses.

Y Cathy agonizaba en el fango mientras una ronda de sapos

croaba cada vez más fuerte haciendo trizas la noche con sus gritos.


Crímenes calculados de principio a fin.

Quién dudaría de siglos de sotanas en tropel,

mascarones de dios, negros y babosos moluscos

reptando drogados entre las piernas de las rubias muchachas de Baltimore.

Quién dudaría de los honorables regimientos de uniformes azules

y mansas corbatas con dibujos arcoirisados,

de lustrosas placas con sus nombres esculpidos

por desconocidos sodomitas que regurgitaron hacía años

los códigos de Justicia entre pirámides de estiércol.

Quién dudaría de los políticos con sus leyes de ocasión,

ofertando a sus incrédulos votantes banquetes de lombrices,

regalando a donde fueran condonaciones del tamaño de una pezuña.

En el gran banquete de los degenerados

todos eran disculpados por el santísimo arzobispo;

demonios bajo las sotanas, bajo los uniformes,

bajo las blancas e inmaculadas camisas.

Y Cathy muerta a las orillas del río,

detrás de las altas arboledas y altos pastizales

donde el cielo rumoreaba con descuido sus estrellas.

En su bello rostro, simposio de gusanos

digiriendo la piel bocado a bocado

que yo misma quité con mis manos para que dejaran en paz

sus ojos muertos, su nariz en carne viva, sus labios exangües,

el torso desnudo bajo la luna y el vómito de la muerte

en su pecho como una última cáscara mortuoria.

Ahí estuve, junto a su cadáver,

bajo la atenta mirada del hombre

que sólo murmuraba un canto subterráneo,

un enigma de pergaminos en perpetua agonía

mientras masturbaba su alma frenéticamente.

Ahí quedó para siempre la mariposa de mi adolescencia

junto al cadáver de Cathy con los ojos abiertos,

despidiendo el fermento de la calavera con el barro.

Desde entonces he gritado ¡alerta! ¡alerta!

Corrí por Baltimore gritando ¡alerta! ¡alerta!

a lo largo de las rudas riberas del Pota-psk-ut,

en la bahía de Chesapeake, por la llanura de la costa atlántica,

y mi grito corrió hipodámico calle a calle, casa a casa.

Vaya si he gritado con todas mis fuerzas.

¡Justicia! ¡Justicia! También he gritado.

Y he ido por ella, atravesando el naufragio de las leyes,

las hogueras de espinas, la hipocresía de los poderosos.

Vaya si lo he intentado.

Y el Santo Oficio con el escalofrío de sus sacramentos,

los pulcros de uniformes azules a punto de ser víboras,

los políticos de inmaculadas camisas blancas,

repitieron de a uno, silabeando, lo que estaba predicho:

corroboración,

corroboración,

corroboración.

“¿Puede esta loca muchacha, esta pequeña prostituta

de latido promiscuo y turbia libido adolescente,

esta criatura de ojos abiertos, lengua sugerente,

entrepierna caliente, que no puede testimonear su virginidad,

corroborar sus palabras contra los virtuosos de sotana,

los rectos de azules uniformes y lustrosas placas plateadas,

los magnánimos políticos de inmaculadas camisas blancas?

¿Puede corroborar?”

Corroborar,

corroborar,

corroborar.

Corroborar fue el verbo. Y eso fue todo.

Luego la indiferencia de las estatuas decapitadas.

El dios de los pedófilos entre mis llagas.

Los cerdos de Baltimore rieron satisfechos

y ofrecieron un óbolo modesto de consuelo.

Tengo en mi corazón la semilla de Cathy.

¿Cómo no germinarla?

A la libertad solo llegamos por la verdad.

¡Sed verdaderos! ¡Sed libres!

La verdad os hará libre, ya fue dicho.

¡Sed libres! ¡Sed verdaderos!

Cathy fue verdadera, murió por la verdad,

y la venero. Cuando me quedo sola en ella pienso,

y en los amores que llenaron mis días de alegrías.

No es que la agonía ha terminado,

¿quién termina su agonía de un instante a otro?

La lucha es mucha, y abarca todo lo humano,

vuelvo a decirlo en las viejas palabras repetidas

“¿no veis a la luz de la aurora

lo que tanto aclamamos la noche al caer?”

Cuando yo muera y sea sepultada

en las ricas tierras de Baltimore,

la semilla de Cathy en mi corazón será árbol y dará frutos.

Entonces cruzaremos las calles sin sobresaltos,

en dirección al poderoso Pota-psk-ut,

lejos de las cruces de amianto donde crucificaron muchachas

de infinita belleza, y los monstruos serán para siempre desterrados.



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