Le encantaba San Petersburgo en Julio, cuando la tibieza envolvía el aire y el sol brillante en el cielo hacía olvidar el rigor despiadado del gélido frio que, en muy poco tiempo, cubriría de un manto níveo sus tejados y el asfalto de calles y que congelaría, con solidez transitable, el agua de su río Neva y todos sus canales.
Aguardaba en el Andén del Metro de la estación de Avtovo, mientras repasaba la noche perfecta que había preparado con esmero.
Asistiría, con la bellísima Tanya, al espectáculo de ballet clásico que el Teatro Mariinsky ofrecía dentro del festival de “Las Estrellas de las Noches Blancas” y, después el restaurante Phali Hinkali les regalaría una cena perfecta.
Un estornudo contenido pero demasiado cercano le hizo levantar su mirada y fue entonces cuando vió a la Condesa Anastasia escudriñando el plano del metro. Por un instante dudó de que fuera ella; no era fácil reconocerla sin que uno de sus muchos abrigos de carísimas pieles protegiera su frágil figura. También se le hizo extraño no ver los destellos de sus fulgurantes joyas, delimitándola con sus halos de colores.
No tuvo demasiado tiempo para preguntarse qué demonios estaba haciendo la Condesa, sola, en el metro, cuando un torrente devastador de pasado y recuerdos se materializaron en su mente. El aborrecimiento que sentía hacía ella le pateó la boca del estomago con violencia.
La detestaba desde que, una docena de meses antes, lo que había sido su vida hasta entonces, se hubiera detenido de golpe, y solo hubiera quedado la insoportable espera de la propia muerte.
Al reconocerla, todo el odio que se había convertido en su segunda piel, empezó a agitarse y los furiosos latidos de su corazón roto golpearon sin piedad su pecho exangüe por las lagrimas vertidas.
Su conciencia le aconsejó aferrarse a su profunda convicción religiosa para darse media vuelta y abandonar aquel diminuto espacio del mundo en el que no cabían juntos los dos, pero sus ojos ya se habían quedado clavados en la nuca de la mujer y un deseo incontrolable había envuelto esa mente que había iniciado la senda de la locura para poder aceptar una realidad contra natura que, cada segundo de cada día, le sometía a una tortura insoportable que nunca terminaba. Una locura alimentada por el dolor inconsolable que, cada amanecer llamaba a su alma recordándole que la vida le había robado lo que más quería, despojándole de la razón de su existencia.
Se fue acercando a ella, despacio, por la espalda. Esa mujer era la culpable del dolor que había destrozado a Ekaterina los últimos meses de su vida.
Oyó al convoy acercarse. Megafonía recordó no acercarse a los andenes.
La Condesa impaciente, se iba haciendo un hueco entre el gentío que se preparaba para subir al vagón del metro, y se colocó en primera línea de espera.
Era la ocasión perfecta, la oportunidad que nunca había esperado que se presentaría. Por fin había llegado el momento de saldar cuentas y cauterizar la herida gangrenada que no dejaba de supurar.
Se colocó detrás de ella decidido a hacerlo. En solo cinco segundos todo acabaría.
Simulando un violento estornudo, apoyó sus brazos en la espalda de la mujer, lanzándola a las vías, mientras gritos desgarrados empezaron a surgir a su alrededor.
Hizo un esfuerzo por tranquilizar su respiración. Por fin podría volver a dormir sin que las pesadillas le arrancaran de su descanso.
Lo que durante tanto tiempo le había obsesionado acababa de convertirse en realidad.
Ya estaba muerta.
Por fin, se había hecho justicia.
Maldita escoria. Él nunca había dudado de su culpabilidad.

Aunque siempre hubiera estado equivocado.

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