Por primera vez los oídos le retumbaban después de la prueba de sonido. Claro síntoma –se reconoció a si mismo- de que estaba envejeciendo, aunque se juró resistir, como un “Jabato”, a la decrepitud que se le acercaba con pasos sigilosos.
Tumbado en una hamaca de la magnifica “Playa Kantenah”, en Tulum, acababa de supervisar como el grupo de baile ensayaba la adaptación de “Sugar Sugar” de “The Archies”. Y aunque él, era responsable de la iluminación y no del sonido, coincidía con “la organización” en que esa canción con la se iniciaría, esa noche, el único concierto que la banda “Oasis”, daría ante un reducidísimo grupo de personalidades, catalizaría el ánimo del privilegiado público.
Al día siguiente tenía preparado un viaje de desconexión. Se sumergiría en la Reserva de Sian Ka´an. Quería sentirse cubierto por esos gigantescos árboles sagrados de los humedales de los petenes y beber de su oxigeno. Quería escuchar esos sonidos que, según juraban los nativos, susurraban las palabras mayas que crearon el mundo desde ese “lugar donde nace el cielo”.
Decidió que también se atrevería a descender por las cavernas que conducían al Río Sagrado, el río subterráneo más largo del mundo, que le llevaría hasta las mismas puertas de Xibalbá, el inframundo donde, por fin, podría desaparecer.
Toda su vida se la había pasado corriendo, como en una autopista sin fin. Disfrutando hasta la última gota de cada placer efímero que se le presentaba o que él conseguía. Había sido la decisión más consciente y voluntaria que había tomado desde que, hacía ya mas de treinta años, había sentido aquel dolor desgarrador al perder a Jade, unos pocos meses antes de casarse con ella.
Le costó mucho aceptar que esa mujer maravillosa de 21 años no compartiría con él su vida porque la puta perca lo había sentenciado así, pero poco a poco y tras muchísimo tiempo, había logrado consentirlo y, como el bambú, empezó a dejarse balancear por el caprichoso viento de la existencia. Había decido no resistirse a la vida, y también, en un justo juego de equilibrio, no permitirse jamás volver a sentir un sentimiento parecido, porque sabía que, además de destructivo, nunca podría volver a repetirse.
El sol empezaba a quemar al mediodía allí y recordó que, en España, estarían entre blancos copos de nieve preparando la Navidad. Cómo odiaba aquella maldita celebración.
Habían pasado más de treinta años desde que su vida había quedado vacía para siempre y desde que había empezado a paladear todos los placeres que se le habían ido ofreciendo. Había habido momentos agradables, incluso felices. Y, hasta la fecha, eso le había bastado para sobrevivir.
Solo hacía unos pocos meses que se había cruzado en el camino de aquella mujer. Apenas recordaba nada de ella, solo que había conseguido sorprenderle, y también, aunque menos, su forma de besar. Y, como en cada conquista, cumpliendo su ritual, la había abandonado sin una despedida.
¿Por qué, se preguntaba ahora, si habría pensado ella alguna vez en él?.
Sin duda estaba envejeciendo.

Se colocó los auriculares de su Ipod Touch y buscó la canción que deseaba escuchar en ese momento “Sugar”, de “Maroon 5”. Admitía que esa canción se había convertido en la muleta que, últimamente, le ayudaba a soportar el sonido atronador de un silencio que intentaba revelarle el gran vacío en que se había convertido.

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