El viento llevó unos chillidos hasta La Casa Tolaveck donde los dueños, dos ancianos, se habían acostado después de una jornada muy dura. Estaban en vísperas de Navidad y les habían encargado muchas tartas. La pastelería no era grande y los clientes les exigían mucho. No tenían ayudantes. El local era lo único que quedaba de la casa fundada en 1880 por Iván Tolaveck. Conservaban los métodos de elaboración artesanales. El fundador había llegado como inmigrante y se había convertido en el pastelero más famoso del estado de Oregón. A pesar de la época gloriosa, la gente olvidó el negocio por la venta al mayoreo de unos pastelillos que se preparaban con una receta robada por uno de los empleados del señor Iván. Había sido una absurda venganza. Durante la gran depresión se conservó la pequeña tienda que elaboraba solo pan de harina de segunda clase con levadura y almidón. Los nietos de Iván Tolaveck no tenían hijos y estaban resignados a morir sin heredarle a nadie su local.

“Nadia—le dijo Artëm—¿No oyes los chillidos?”. Ella escuchó sin respirar y percibió algo. Se levantó y se asomó. Había un pequeño trineo con unas mantas. Una estela de vapor se elevaba. ¡Es un bebé! —gritó alarmada. Artëm se puso el abrigo y las botas. Hacía mucho frío. Los berridos eran muy fuertes. Jaló el trineo y entró con unos trapos llenos de nieve. Desenvolvieron al pobre niño que se había calmado al sentir el calor humano y el aroma de la vainilla y las fresas. Tomó leche tibia con apetito y se durmió como un ángel.

No lloró en mucho tiempo y a los tres años su mundo eran los pasteles. Conocía todas las recetas de cabo a rabo. Para su educación contrataron tutores que hacían con gusto su trabajo a cambio de un buen pastel. Vanya, como le llamaron los ancianos, salía poco a la calle porque le dedicaba todo su tiempo al trabajo. Era muy eficiente y les había dado a sus padres la posibilidad de descansar. Un día encontró un caracol enorme. Lo hizo su amigo más preciado y recibió de él muchas cosas. Aunque el molusco no hablaba y se movía con lentitud, le dejó una gran enseñanza. Iván descubrió que la meditación y el análisis llevaban a un terreno en el que reinaba la sensatez. No impacientarse por las emociones, ni estresarse por la brevedad de un plazo, ni por la urgencia de una demanda, le daban a la persona grandes ventajas sobre los demás. En los diálogos que mantenía con su mascota llegaba a conclusiones cargadas de filosofía.

Los viejos no le duraron mucho y fueron enterrados el mismo día con Harry, quien le donó a Iván su valiosa concha. Vanya creció elaborando postres. Refinó la confitería y la llevó a un nivel artístico que pronto llamó la atención de muchas personas acomodadas. No se daba abasto. Trabajaba de sol a sol, pero prefería hacerlo solo. Mandó poner un anuncio luminoso, pintó las paredes de colores vivos y puso unos altavoces con música que despertaba el apetito gracias a la mezcla de aromas selectos con las notas deliciosas de Mozart.

La vitrina mostraba cada día pasteles deliciosos y una ocasión, que estaba perfeccionando la receta de su tarta de frambuesas, se acercó una chica. Llevaba un vestido rosa con un escote pronunciado. Sus senos se adivinaban frescos y pródigos. Su andar era apacible y sensual. Se adivinaba su paz interior. Era guapa y su afilada nariz revelaba su origen aristocrático. Cuando estuvo a un paso de él se quedó contemplando unas tartas. Vanya quiso preguntarle cuál deseaba, pero se contuvo y descubrió que ella era como su caracol. Se tomaba su tiempo, comparaba, analizaba e imaginaba la elaboración paso por paso. Iván entrecerró los ojos y lo adivinó todo, entonces se metió en los pensamientos de la chica. Se marcharon tres clientes disgustados. Por los movimientos de los labios, de los ojos y, sobre todo, los de la cabeza Vanya supo que ella era la mujer de su vida. “Si adivino qué tarta desea comprar—se dijo cruzando los dedos—, me casaré con ella”. La espera fue larga, pero muy placentera. Iván se identificó tanto con la joven que habría podido decir en voz alta lo que ella pensaba. Pasó media hora y cuando ella levantó la vista, Iván esperó que sus labios se entreabrieran y después dijo repitiendo con ella: “Me da la tarta de arándanos rojos y nata, por favor”.

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