Desde hacía un tiempo se sentía inquieto.
Lo que preocupaba era reconocer la clase de impaciencia que sentía.
Hacia casi siete años que no la había vuelto a sentir.
Y aunque no terminaba de gustarle, una excitación incontrolable iba apoderándose de el, y un cosquilleo iba adueñándose de cada fibra de su cuerpo y de cada espacio de su mente.
La última vez pudo engañar a todos. La investigación policial se había prolongado durante largos meses y, a pesar de los agotadores interrogatorios que se fueron sucediendo, él consiguió desenfocar las sospechas y guiarlos hasta el cabeza de turco que había preparado cuidadosamente : un tarado. No sentía ningún remordimiento, en el fondo aquel desalmado era un mal bicho y se lo merecía. Y aunque aquel desgraciado no era culpable del asesinato, si era culpable de otras muchísimas inconfesables tropelías.
Y es que hacía tanto tiempo que se sentía vacío. Ni las mujeres, ni el alcohol ni las drogas habían conseguido hacerle sentir lo que desesperadamente ansiaba. Y él necesitaba volver a experimentar esa emoción. Le urgía sentirse vivo. Sentir ese riesgo extremo que podría llevarle a perderlo todo, su libertad para siempre o incluso su vida.
Se vistió cuidadosamente y salió a la noche para elegir a su presa. No dudaba de que la envolvería con su encanto y la engañaría. Tampoco dudaba de que conseguiría que confiara en el y de que se le entregaría.
Fijó su mirada en la mujer que estaba sentada en la barra de la discoteca con un chupito en la mano. Parecía incauta e crédula. Y estaba sola. Podría ser una buena candidata. Sonrió al pensar que, ni en sus peores pesadillas, presentía lo que se le venía encima.
Le dedicó una media sonrisa. Y mientras se le acercaba despacio, sin prisas, escrutaba con curiosidad la reacción de ella.
Entre ráfagas de palabras, le invitó a otro chupito y con frases encadenadas empezó a contarle lo incomprendido y despreciado que se había sentido siempre por su padre. Y como, desde su mas tierna infancia, siempre se había sentido humillado y abandonado. Le aseguró que no podía ni imaginar las incontables veces que había llorado en la soledad de su habitación.
Y pudo leer la compasión en los ojos de la mujer.
Por un segundo dudó si llevarla hasta el ara, porque parecía tan indefensa… Pero, solo fue un segundo.

El demonio que vivía en él necesitaba saciarse con el cuerpo de aquella inocente joven que el destino, otra vez más, le había ofrecido en sacrificio.

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