Es un mal momento para llamársele, pues ahora él sufría silentemente. Su sufrimiento no se exteriorizaba como en esas personas víctimas de accidentes que descubrían para los demás magulladuras y heridas impactantes a la vista; tampoco se manifestaba en llantos pomposos ni gritos desgarradores que, seguramente, los dejaba para personas con mayor fortuna. Sin embargo, él, aunque sin sufrir accidente alguno, sangraba. Sangraba constantemente, pese a que no pudiese mostrar su herida a los demás; cuanto mucho, la herida filtraba internamente gotas lentas por la nariz y por la boca, las cuales, ante tan penosa escena, él prefería esconder cuando en realidad el sangrado terminaba siendo paladeado sin poder evitarse. Tampoco era la gran cosa, se animaba él, no se desangraría nunca ante tan pocas gotas; lo inconveniente, en realidad, era la herida, invisible al escrutinio de la víctima y de los demás, ocasionando una inesperada menospreciación de su postración. «Sugestiones». «Deberías replantear las cosas en tu vida y sobreponerte». «Ayer vi a un joven en el hospital con lupus y eso sí es lamentable». Le decían. Y tenían razón. La razón está siempre de lado de gente extraña, pero esto sólo se entiende así desde la parte confrontada, así, esta gente, por extraña que fuese, en verdad no tenía razón, solamente para el escucha aparentaba tenerla y, de este modo, la razón se escapaba a todos. En cosas como esta pensaba él mientras seguía sangrando y se veía obligado a sentarse debido a la debilidad que lo aquejaba y lo tumbaba cuando quería pararse e irse.

Un factor que quizá ayudaba a estos mareos era la cicatrización de la herida que, aglutinándose en las vías respiratorias, obstruían el paso del aire. De esta manera, además del sangrado, se veía también sometido a mareos y descompensaciones que, como tampoco era un síntoma determinante para cualquier cosa, no lograba captar la preocupación de nadie. No obstante, lo peor, según él, era el no poder respirar. Porque se podía pasar por alto el sangrado, sobreponerse (en la medida de lo posible) a los mareos, pero no se combatía a la asfixia. Uno cedía a ella como un globo pinchado cede el aire a sus agujeros. Entonces él padecía el sangrado hasta que cicatrizase, luego esperaba sin poder hacer nada hasta que le fuese imposible pasar saliva y cuando esto pasaba, que pasaba a diario, sus vías aéreas quedaban cerradas; es allí cuando su tormento empezaba y es así como empezó hoy. Tampoco es que hubiese desdeñado la ayuda ajena, pues, si bien no lo hizo prontamente, acudió a muchos médicos para tratarse. Cuando se dio cuenta de que todos ellos se vanagloriaban de tener la razón, entonces él deseó con vehemencia que así fuese, pero la razón no la tenían ellos, pese a que así lo afirmasen uno a uno, aunque cada cual decía una cosa distinta; ¿así cómo es posible que la tengan?; empero, la razón tampoco la tenía él, entonces, ¿la razón estaba en la herida sangrante? Pues no, al menos en un principio, dado que aquella herida no era la causa de nada, sino la consecuencia de, a su vez, otra consecuencia. Por esto, tratar la herida tampoco implicaba solucionar algo, aunque, incluso así, era necesario tratarla, pues la asfixia apremiaba y, no obstante, los médicos no creían en esto, no creían en la existencia de tal herida en primer lugar y, como era la herida el único síntoma apreciable, para ellos, los profesionales de la salud, no había nada que tratar. A lo mucho, para desembarazarse de él, pues ciertamente en emergencias se tiene pacientes mucho más graves que él, lo mandaban a casa con algunas pastillas para tratar la fiebre del heno; otras, cuando él empezaba a representar un problema para el consultorio, pues influía en los demás pacientes, le recomendaban ir al psicólogo. Cuando ocurría esto él podía contar los minutos que estuvo sentado en la sala de espera, a la gente que, al igual que él, de seguro con dolencias más graves, pese a que tampoco se podría decir si así fuese, pues a simple vista lucían como él, paseaba la vista por sobre su persona al salir del consultorio para cerciorarse de si lo habían curado. Al notar que no era así la gente se preocupaba, empezaba a temblar en los asientos e intentaban disimular este hecho fingiendo al acomodarse la ropa. En todo caso, los mareos podrían haber enfatizado estas percepciones y, cuando terminaba de arrastrase hasta la banca más próxima a reposar, alguien, de seguro de los pacientes aún en espera, se le acercaba y le extendía entre sus manos sarmentosas un folleto de algún culto religioso, una imagen milagrosa, un sanador reconocido o similares. Él aceptaba tales panfletos por cortesía, mientras recién, ahora que pensaban mejor al estar quieto, se le ocurría que el estremecimiento de los demás pacientes pudiera deberse a estar atentos al siguiente llamado a consultorio cuando él saliese y en realidad nadie se preocupase por él. A fin de cuentas, así estaba mejor; pero, mientras entendía todas estas cosas, el anciano de los folletos seguía delante suyo y al parecer le hablaba desde hace minutos. Él, desde luego, intentó disculparse, pero no pudo hablar debido a la cicatrización de la herida que obstruía el paso de aire, así que se limitó a asentir con la cabeza. «Dios es grande y él te sanará, lo ha hecho ya incontables veces. Yo he sido testigo, no rechaces la verdad». Diciendo esto el anciano lo abandonó y desapareció entre los demás pacientes que estaban sentados en hileras de sillas anidadas y ni le prestaron atención al suceso, por lo que él asumió que ese hombre repartía el mismo discurso a todo el que entregara el panfleto.

Mientras él ojeaba casi de manera involuntaria esos panfletos, empezó a pensar, dado lo que se le dijo y lo que se depositó en sus manos, que hacía ese hombre allí, en emergencias, como un enfermo más, sin que ningún guardia lo sacase. Así pues, pensó, o bien podría ser un familiar de algún paciente o de algún médico y en realidad no se dedicase a repartir panfletos, o bien su condición de hombre mayor hiciese que se le dieran algunas concesiones mientras no molestase a nadie en demasía. Él dejó escapar esa idea, pues no se encontraba bien y por más que buscaba cualquier motivo para distraer su mente no encontraba paz para ordenar sus pensamientos; inclusive los panfletos, que hablaban algo relevante a la verdad, permanecían difusos flotando en sus manos, ya sin poder aprehenderlos ni entender a qué se referían en detalle. Él, por consiguiente, no sin resignación, al ver que no las tenía todas consigo, llegó a la conclusión de que para tomar la verdad para sí tendría, como mínimo, que llegar a buen puerto con la razón, puesto que, muy a pesar de que usualmente se tomasen como dos cosas semejantes, la verdad y la razón resultaban ser en la práctica antagónicas; de suerte que, para hacerle frente a la verdad, en virtud de sobrevivir a ella, uno tenía que ir armado con la razón, pero él, como comprobaba día a día, vislumbraba que la razón era disputada por todos y entre todos y a todas horas y, por ende, hacerse con ella representaba una lucha constante sin ganador; no obstante, la verdad era igual de acaparada, incluso más, como si la gente se desentendiese de la peligrosidad que acarreara el mero acto de querer adentrarse en ella, pero suponiendo de antemano que se supiese que su posesión era irreal, dicha aparente posesión, que es un sofisma, les llenaba de satisfacción. Así, habían muchas cosas en que pensar, pero mientras se generaban y crecían en su interior estos conflictos, casi de manera natural, sin que uno se de cuenta, como si en ello acaeciese la ayuda tácita de los demás pacientes, él se encontraba ahora echado en medio de tres asientos contiguos y a punto de dormir. Una dulce salobridad férrica discurría su garganta antes que él conciliara el sueño duradero.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS