Cachorros locos

Al salir de la majada, se toparon con unos grandes colmillos. Los ojos de la pastora alemana estaban bañados en locura y su espinazo vibraba. Su abdomen se hinchaba a cada ladrido y casi se podía observar removerse con furia el bulto de sus cachorros.

La perra se interponía entre ellos y sus bicicletas. Los dos niños se pegaron a la puerta de latón. Iván, el chico de ciudad, aún recordaba la noche en la que la perra salió de la oscuridad y le mordió en el culo.

Martim, el chico de pueblo, se agitó, gritó y dio pisotones en el suelo.

—Chita. Chita. Fus. Fus.

La perra ignoraba su danza macabra y acortaba la distancia hacia sus presas. Desesperado, Martim cogió una piedra y se la lanzó al animal. El impacto en el suelo detuvo su avance. Nadie en el pueblo se atrevía a plantarle cara. Si la veían al otro lado de la calle, rectificaban el camino. Todos sabían que estaba rabiada y que era peligrosa, pero la dejaban en paz porque mantenía a los lobos lejos. El chico de pueblo no se amedrentó y lanzó más proyectiles, que levantaban nubes de polvo naranja a los lados del animal. Un último proyectil, esta vez lanzado por Iván, pasó muy cerca de la cabeza del animal. Lanzó un quejido y a regañadientes se refugió bajo las ruedas de la berlina de Cosme, el dueño de la majada.

—Buen tiro.

Iván, animado por la retirada de la perra, agarró otro canto de gran tamaño y lo lanzó con odio, queriendo lo peor para aquel animal. Esos ojos asesinos, como dos abismos, cómo osaba mirarle así, puta, cómo se atrevía a mirar así a su propio hijo, no hay dios que perdone el dar esas palizas a su hijo y devorar todas esas navidades.

El proyectil trazó una parábola perfecta y golpeó la luna delantera del vehículo. Una red de grietas se extendió a lo largo del cristal. Se miraron unos instantes, en estupefacto silencio. Después, rieron alocadamente antes de tomar sus bicicletas. Sonaban como si tuvieran motor, ya que en la rueda trasera llevaban una lata oxidada de Coca Cola.

—Buena la has liado.

—¿Costará mucho ese cristal?

—Mucho.

—Hago la Comunión el año que viene. Si nos pillan, no me regalarán la Game Boy.

Los chicos estaban escondidos en el cobertizo abandonado cerca de la charca de las ranas. Se refugiaron en el desván, donde tenían su alijo de botellas de cristal, revistas para adultos, casquillos de balas y fósiles. Estaban tumbados el uno frente al otro, con los ojos como platos.

—Era la hora de la siesta.

—Es verdad.

—Nadie nos habrá visto.

Al día siguiente, la noticia se extendió por todo el pueblo. Unos energúmenos habían roto la luna de la furgoneta de Cosme. No era la primera vez que alguien le hacía una faena de ese tipo. Antes de la fiesta de los Quintos, le rompieron todos los cristales del almacén y asustaron a las ovejas. Mucha envidia hay en el pueblo, decía. Panda de labradores muertos de hambre.

Iván fue interrogado por su familia. Aguantó el tipo, incluso cuando la mirada glauca de su abuela se posó sobre él.

—Las mentiras hacen daño al niño Jesús. No puedes ir con mentiras a tu Primera Comunión.

El niño negaba y agitaba la cabeza para sacudirse las imágenes del infierno. Solo le reconfortaba pensar en la consola que le regalarían dentro de un año.

El suceso del cristal había removido las rencillas de los viejos tiempos. La grieta entre los antiguos enemigos se volvió a trazar con demasiada facilidad; las falsas acusaciones volvieron a llenar el aire puro del campo; el recuerdo palpitante de los muertos llenó de rencor a los vivos. El verano se acababa y los dos chicos habían logrado mantener su secreto a salvo. A Iván le quedaba un día para volver a la ciudad, donde el colegio sepultaría todo aquel polvo desquiciado que se había levantado como el afrecho inesperado.

Estaban en la charca de las ranas atrapando en tarros de cristal unos renacuajos. Los cuidaría Martim hasta San Froilán, cuando Iván volvería al pueblo. No oyeron llegar a Rodrigo y a toda la cuadrilla de mayores. Sin mediar palabra, desmontaron de las bicicletas y rodearon a los chicos. Rodrigo se abalanzó sobre Martim y lo metió en la charca.

—¿Quién rompió el cristal? ¿Quién?

Rodrigo ahogaba a Martim en las aguas turbias, dejando que saliera a la superficie solo para responder. Boqueaba y escupía barro, y decía “no lo sé”. Los otros mayores vigilaban a Iván, que no se atrevía a ayudar a su amigo. Cuando Rodrigo se cansó, Martim se arrastró hasta la orilla, donde se quedó tumbado, empapado de barro y respirando con dificultad.

—Más te vale confesar, puto portugués de mierda.

Antes de irse, Rodrigo le pisó el cuello. Tomaron el camino por el que llegaron, sin mirar a Iván. No merecía la pena meterse con él. Era un chico que no vivía en el pueblo y solo venía en los veranos, que había cometido la osadía de juntarse con Martim y que sus abuelos tenían unos apellidos respetables. Iván se había mantenido en silencio estoico y había mirado para otro lado cuando lo requería la situación. Como sus abuelos. Jamás ningún miembro de esa familia había traspasado una linde, había faltado un domingo a misa o había roto un plato.

Iván ayudó a ponerse en pie a Martim. Le pasó un brazo por debajo de la axila y se llenó las manos de barro. Con rabia, el niño portugués se apartó de él de un empujón, tomó su bicicleta y se fue. Un viento fresco se levantó e Iván notó cómo el barro de sus manos se endurecía con una costra gris.

Martim no tardó en decir la verdad. Las palizas y la presión silente del pueblo surgieron efecto. Por supuesto, nadie le creyó y el buen nombre de la familia no sufrió mácula alguna. Varias veces más, volvieron a interrogar a Iván en su casa, solo para corroborar que aquél niño portugués mentía y que hacía honor a su estirpe de quincalleros y mentirosos. El heredero del buen apellido ocultaba lo del cristal y cada vez le costaba menos hacerlo. Ni siquiera cuando se presentó ante el sacerdote para su primera confesión. El joven cura, con su voz santurrona, indagó en su más tierna intimidad. Pero no pudo sacarle el secreto. Le daba igual ya mentir a Dios, ya que sospechaba que no había nada ahí arriba.

No volvió a ver a Martim ni a los renacuajos crecer. Pasó el resto de los veranos de su infancia en la jungla de hormigón recalentado, lejos de los caminos polvorientos, las ovejas lanudas y los perros peligrosos. Olvidó el peculiar sonido de las cigüeñas al picar el ajo en lo alto de la torre de la iglesia. El barro se hizo más duro pero no pudo olvidar que fue él quien rompió el cristal. Lo recordaba cada vez que miraba a los ojos perturbados de su madre cuando surgía un nuevo ataque psicótico y se la tenían que llevar atada porque se convertía en una bestia que rompía muebles y huesos. Tenía la certeza de que él era igual que su madre y de que llevaba en su interior la misma semilla de destrucción. Por eso tenía que ocultar a todos que había sido él el que había roto la luna del Cosme.


Años más tarde, en plena adolescencia, volvió al pueblo. Las calles y los edificios eran más pequeños de lo que recordaba. Salió a dar un paseo una noche sin saber muy bien qué pasaría si se encontraba a Martim. Entre susurros, sin perturbar el canto sosegado de los grillos, un grupo de ancianos jugaba a la Brisca alrededor de una mesa. Un ratón salió de una de las alcantarillas. Qué gracioso, pensó. Tenía una forma elegante de moverse.

—Mátalo, chico. Mátalo.

Los ancianos habían dejado sus cartas sobre la mesa y se incorporaron ante la intromisión del roedor. Increpaban al chico para que le diera caza, pues se comía el trigo de las gallinas y asolaba los campos. El chico se mantuvo unos instantes paralizado, pero los ancianos insistían. ¿Estás pasmao o qué? ¡Mátalo! ¡No dejes que se te escape!

Al final, se dejó llevar por el clamor de voces roncas y persiguió al ratón. Le alcanzó y le dio un pisotón. Sintió un crujido bajo la suela de la zapatilla. Levantó el pie y vio sus tripas fuera. Aún le temblaba una pata. Los grillos habían dejado de cantar.

—¡Hale! Uno menos.

Los viejos volvieron a su juego, como si no hubiera pasado nada, como si el cuerpo del ratón no se estuviera enfriando. Entendió entonces que las leyes que regían aquel pueblo eran bien distintas a las de la ciudad. Si se concentraba, podía escuchar los tiros, los gritos y los pasos apresurados en la noche. También las palizas a su amigo Martim.

Si se quedaba más tiempo allí, iba a necesitar romper más cristales.

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