Cuentiembre-Tercera semana

Noviembre quince

Una mujer que vivía en las afueras de Tariquea había ido al Jordán por agua, pero el esfuerzo le provocó fuertes contracciones, no pudo caminar mucho y quedó tendida bajo los fuertes rayos del sol. Su rostro moreno recibía la luz solar absorbiéndola en su totalidad. Abrió las piernas y empezó a pujar. Sabía que pronto nacería su hijo. Gritó pidiendo ayuda, pero no había nadie cerca. Empezó a tener visiones y se sintió desfallecer. Tenía la obligación de alumbrar y mantenerse viva, pero estaba perdiendo agua a una velocidad arrolladora. Le pareció escuchar que alguien le hablaba del más allá.

“Tienes que soportar, mujer. Se te ha encomendado una de las misiones más duras en la tierra. Serás madre y tendrás que amar de forma incondicional a tu vástago. Sea quien sea tu crío, tendrás que alimentarlo y soportar sus impertinencias. Tendrá un carácter difícil y será astuto. Te traerá los peores dolores de cabeza. La gente te señalará eternamente, habrá quien te diga que debiste abortar, pero no hagas caso de nada. El mandato viene directamente del cielo. Está plasmado en las sagradas escrituras”.

Estuvo a punto de desistir y abandonarse a la muerte, pero unas mujeres acudieron en su auxilio. Montaron un toldo para que el sol no la quemase más y le dieron agua, le pusieron compresas de agua fría y le dieron instrucciones para que sacara de su vientre a su hijo. “Tienes que aprovechar tus fuerzas al máximo—le decía una mujer de aspecto muy pobre que le tocaba la barriga y acomodaba al bebé para que se pusiera en la mejor posición—. Es muy difícil y doloroso, pero lo tienes que hacer, por amor de Dios”. Pasaron cinco largas horas hasta que asomó la coronilla del niño. Las mujeres comentaron que era pelirrojo como su madre. No sabían que el embarazo había sido producto de una violación y que el desconocido padre era un delincuente. Al final salió un cuerpecito blanco, casi gris que se puso rosa cuando lo hicieron llorar. El esfuerzo había sido enorme, por eso la nueva madre permaneció con su hijo acurrucado a su lado unas horas más. En la tarde se la llevaron a su casa. Vivía en un lugar abandonado. No tenía mucho que comer, por eso las buenas mujeres le dejaron algunos víveres y se marcharon. Durmió profundamente, pero fue víctima de una pesadilla. Vio crecer a su hijo. Se enfrentó a él. Vio cómo la abandonaba pronto. Luego lo veía aparecer en una isla. Miraba con asombro que una mujer lo adoptaba y lo llevaba con su hijo pequeño, después sufrió al ver le mal trato con el que su primogénito martirizaba al pobre infante. Al final la mujer echaba al hijo adoptado, pero éste la amenazaba y se iba en una barca. Luego aparecía cerca de Tiberiades y conquistaba a una mujer que era igual a ella. Cometían incesto sin que el hijo lo supiera, luego aparecía el padre a quien él mataba y gritaba su nombre como una fuerza diabólica: “Judas, Judas, soy Judas el traidor por orden de Dios”.

La mujer se despertó por la mañana y vio el rostro del niño. Estaba tranquilo. Lo despertó para darle de comer y mientras sentía la pequeña boquita mamarle la teta recodó su primera visión. La intuición le indico que tenía que amar a ese ser designado para algún acto importante de la humanidad y que debía llamarlo. Judas, Judas Iscariote. Lo aceptó con la mejor predisposición. El niño fue creciendo. Dio muestras de ingenio y un poco de maldad, pero ella se resignó. Cuando se convirtió en un adolescente le dijo que se iría a Belén de Galilea y luego se trasladaría a Jerusalén. Pasaron los años y no volvió a saber del paradero de su hijo, pero un día distinguió con dificultad a unos hombres, Tenía cataratas y sus oídos estaban mal. Los hombres se acercaron y uno de ellos le llamó por su nombre. La abrazó y le presentó a su mejor amigo. Al oír la voz, ella recordó lo que le habían dicho hacía tantos años. Sintió una mano en su cara y recuperó la vista, se le devolvió el oído. Miró a dos hombres de unos treinta años. Con harapos, pero con un rostro feliz. “Has cumplido tu misión, buena mujer. He aquí a tu hijo que te hizo sufrir al nacer y que te abandonará ahora, pero no debes estar triste porque eres tan importante para la humanidad como mi misma madre. Sois las dos caras de la moneda que muestran lo bueno y lo malo de la humanidad. Vive tranquila y engrandece tu fe cada día. Cuando llegues al paraíso nos verás a tu lado y ya jamás se te abandonara”. Los hombres se alejaron mientras una nubecilla de polvo se convertía en un remolino de virutas doradas.

Noviembre dieciséis

El dolor comenzó a aumentarle. Había mantenido una conversación breve con Gestas. Había tratado de que no fuera tan impertinente con Jesús. Gracias a su intervención supo que ese mismo día se encontraría en el paraíso con el Mesías. Trató de anestesiar el sufrimiento con algunos recuerdos de su vida. Invocó la imagen de aquella tarde en la que había entrado a la casa de Caifás haciéndose pasar por un simple artesano que repararía unos muebles y le había quitado sus joyas a Adira, la idolatrada hija del saduceo. Dimas tenía una posada. Les robaba a los ricos y ayudaba a los necesitados. Sus fechorías lo habían condenado y ya no tenía otro camino más que el calvario. Jesús le había dicho que estarían esa tarde en el paraíso junto a Dios y revoloteaba la esperanza de la salvación. El plan de rescate era bueno, pero él no estaba incluido y deseó con toda el alma que los colaboradores de Arimatea y Nicodemo le ayudaran a fugarse. La fe que nunca había tenido se le despertó como la sed en un día de intenso calor. No la podía contener y llenaba su cuerpo de inquietud. “Cuando estés en el cielo, acuérdate de mí, Jesús. Es lo único que te pido”. La promesa fue alentadora, pero había que contar con la suerte a su favor. El destino siempre había sido caprichoso y hasta un poco irónico, pues siendo ladrón muchos lo tenían como hombre respetable. Los pecados que tenía sí merecían la muerte y el sanedrín se había encargado de que lo crucificaran por el robo de unos libros sagrados. Ya no quiso seguir soportando sus pensamientos y se dejó conducir por las situaciones placenteras que veía como mariposas revoloteando frente a sus ojos. Se vio vestido con elegancia. Tenía varias mujeres a su disposición. Eran sus esclavas que lo comenzaban a deleitar con un baile muy provocador. Después sentía en su piel los labios de esas mujeres saladas y perfumadas con sándalo. Pensó que las ataduras terrenales era un infierno porque anclaban el espíritu a la tierra. Sintió el frescor de un vino joven, la música acompasada de unas flautas y unos tambores. Resonó en sus oídos el silbido de Lilaj la mujer que lo había vuelto loco infinidad de noches. No era su esposa, más bien, una criada fiel que era paciente y fuerte, con unas caderas abundantes y unas piernas que resistían el peso de los caprichos del ladrón posadero. Murmuró su nombre y evocó la última noche en la que le prometió que se irían muy lejos a vivir juntos. Ella era su fe se sentía capaz de cualquier cosa a su lado. Un día lo delataron unos ladrones envidiosos, le acusaron de violar la ley del sábado, más aún, no sólo no había respetado el día sagrado, sino que había pecado por partida doble. Primero había dejado sin pertenencias a unos saduceos y luego había fornicado con su amante. Los gritos de placer indignaron a los representantes del sanedrín que no dudaron en llevar la lista de fechorías que había hecho ante el representante romano. Pilatos ordenó que lo crucificaran junto con Cristo. Fue así como llego acompañado de Gestas. Éste maldijo su suerte porque en parte había colaborado para que arrestaran a Dimas y fue acusado por complicidad. En la cruz los tres condenados hablaron un poco. Cristo les dijo que se arrepintieran de sus pecados y que se llevaran de este mundo el mejor recuerdo que tuvieran. Uno, el traidor soplón, lo único que recordaba era su error. Guiado por la envidia se había condenado a sí mismo y no lo podía tolerar, por eso vociferaba contra todos. Por su lado Dimas si tenía un recuerdo bello, era su amada Lilaj. “Tú eres mía”—le decía— reconstruyendo la última noche que la había poseído. Cuando Cristo le dijo que pronto moriría, ya bajo los efectos del somnífero, Dimas dijo que era injusto que le castigaran porque era un buen hombre. Entonces oyó unas palabras que lo transformaron todo. “Hoy viajarás a la eternidad y te unirás a Dios, llévate para la eternidad, algo bueno o placentero, o noble, o bello, alguna cosa que no te obligue a vivir eternamente con una añoranza para volver aquí porque eso será el infierno”.

Entonces el cielo se abrió de pronto y se hizo el milagro. Dentro de todos sus malos actos y conducta delictiva había cosas que se podía llevar. Una era su bella infancia, los pocos momentos de alegría con sus padres y abuelos, la primera puesta de sol que vio añorando el amor, a su esposa e hijos. El bien que le había hecho a algunos pobres y, por último, las dulces palabras de Lilaj. Allí tenía todo listo para partir. Ya no importaba nada porque su vida había cobrado sentido. El significado era más grande que cualquier imperio y riqueza, era su propio alimento para la eternidad. Sonrió y abrazó al Mesías que le había dado vida en un momento tan inoportuno, pero más que eso le dio la salvación. Ya podían tirar a los buitres su cuerpo inerte, podía escupirle y blasfemar contra él. Nada, por horrible que fuera podía quitar la felicidad de sus últimos minutos. Vio satisfecho cómo descendía el cuerpo de Jesús chorreando sangre por un costado, con la frente destrozada por las espinas, sus manos agujereadas y pensó que tal vez a él también lo bajarían. Comprendió que no harían nada por él. Cerró los ojos y se despidió con una enorme sonrisa.

Noviembre diecisiete

Había una tormenta de arena. Tuvieron que parar su marcha y esconderse bajo un toldo. El viento no era tan fuerte como para arrastrarlos, pero la cantidad de arena era enorme. El cielo se había coloreado de un color dorado pardo, sin brillo. El viento rompía el silencio al que Bartolomé se había acostumbrado. Se recostó en una duna y esperó con paciencia. Al principio trató de adivinar qué pasaba con los animales que llevaban su carga. El Camello se había sentado sobre sus patas y esperaba paciente que se terminara el vendaval, la mula estaba cerca del camello y de vez en cuando relinchaba expresando su preocupación. Natanael despertó sus recuerdos. Se vio debajo de la higuera en la que lo había visto Jesús. Luego lo había recordado cuando el Mesías se lo dijo. Las palabras estuvieron muy fuera de lugar. Cristo había dicho que, si por haber recordado que él había estado sentado debajo de una higuera, creería en el enviado del Señor, pero en realidad era lo que había pensado Bartolomé en aquel sitio bajo la sombra del árbol. “Dame una señal Dios mío—había dicho mientras trataba de resolver el misterio de la vida en aquella lejana tarde—. Déjame servirte y te demostraré que seré de tus más fieles adeptos”. Y en el momento en que le había presentado a Jesús, él no oyó su voz, sino la de Jehová que le decía: “He aquí lo que me has pedido, hijo mío, se te presentarán pruebas insuperables y dolorosas, pero lo resistirás todo en mi nombre”. Fue así como empezó a seguir a Jesús. Memorizaba sus palabras y razonaba en la soledad. Cuando le surgían preguntas iba directamente al maestro y lo interrogaba. Tenía una muy buena memoria, por eso no lo costaba trabajo reconstruir los gestos y las palabras del Mesías.
La tormenta pasó y se descubrió. El camello se estaba incorporando con dificultad, pero la mula no estaba. Comenzó a buscarla llamándola por su nombre, pero no obtuvo respuesta. Media hora después la encontró sepultada bajo la arena. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para librarla de la carga. Se quedó con lo más útil y lo demás lo abandonó. Se alejó en dirección de Capadosia. Le faltaban varios meses para llegar a Armenia en dónde quería cristianizar a los hombres paganos. Cuando llegó a Göreme le asombró la belleza de su gente y la naturaleza. Le comunicaron que Pablo de Tarso ya había sembrado la semilla de la fe y todos lo escuchaban con gusto cuando contaba su experiencia con Jesús. “Es un hombre que transmite paz. Cuando habla su voz es la sabiduría, cuando mira muestra en sus ojos el cariño por la humanidad…”. Bartolomé fue muy aceptado y supo que en el país vecino reinaba la desorientación. La gente cometía locuras adorando dioses paganos. Por eso decidió cristianizar a las ovejas descarriadas. Eran muchas y el trabajo sería agotador. Le ofrecieron ayuda y le propusieron que formara un grupo de adeptos, de discípulos preparados a cualquier exigencia. Decidió ir solo. Ya tendrían tiempo los buenos hombres de colaborar. Continuó su trayecto y cuando se encontró en la tierra armenia sintió el peso de su trabajo. La gente lo veía con desconfianza. No le toleraban que se entrometiera en las ceremonias religiosas. Muchos lo contradecían diciendo que no podía hablar en nombre de ningún dios, ni mucho menos en nombre del supuesto hijo de dios en La Tierra. Bartolomé sintió que su orgullo estaba herido, promulgó con más fuerza. Una noche tuvo una anunciación.

“Admiro tu perseverancia, querido Bartolomé—le decía Cristo—, pero debes ir con mucho cuidado. Cuando te he hablado de no caer en la tentación, me refiero a no dejarte llevar por principios buenos que puedan alimentar una mala causa. Sé que de alguna forma buscas sacrificarte en aras de nuestra doctrina, pero si lo haces, ¿sabes cuáles serán las consecuencias? Mira, en mi vida hay un suceso que puede desviar al creyente de su camino. Yo promulgué, recibí castigo y me condené, luego resucité y seguí llevando el mensaje de Dios a todos los hombres. Si todas nuestras fervientes ovejas con buena voluntad interpretan mi vida, como un acto a seguir en el que se busque de forma obsesiva un martirio y la muerte, entonces debemos enseñarles que el sacrificio no es entregarse al cuchillo del otro por nuestras creencias, sino enseñarles que si ellos soportan el maltrato despertarán la conciencia de los torturadores que después llevaran la conciencia a cuestas. Trata de ser razonable y no seas fanático, busca la verdad en todas las cosas. Busca que tus principios sean buenos para tus hermanos, pero no busques conscientemente que te torturen o maten”.

Natanael recordó siempre esas palabras, pero no se pudo librar del castigo que le aplicaron los radicales sacerdotes que lo desollaron en vida. Le pidieron que negara a su Dios y le pidieron que rectificara sus palabras. Con un poco de astucia habría podido burlar el castigo y convencer a la gente, pero su terquedad lo dejó indefenso ante los ignorantes y violentos verdugos. En el tormento llamó a Jehovah y este lo rescató llevándoselo rápido. Luego, el remordimiento hizo que los sayones despertaran bañados en sudor con sueños terribles. Una gran cantidad de creyentes vio premoniciones y anuncios del cielo y se dieron a la búsqueda de los restos del pobre apóstol. Lo buscaron en un ataúd de plomo que se había ido por el Tigris hasta el mar Pérsico.

Noviembre dieciocho

Le habían llegado inmensidad de rumores. La doctrina estaba esparciéndose por las tierras de Cirenaica, Judea, Italia, Siria, Cilicia, Capadosia y Armenia entre otras. En sus largos viajes Pablo de Tarso había aprendido varios idiomas, como era negociante, el conocimiento de otras culturas era fundamental. Empezó a oír cosas relacionadas con Jesús. Se encontró con los representantes del templo de Jerusalén y trató de convencerlos de que la nueva doctrina era el fin del testamento viejo y abría las puertas de uno nuevo, en el que ya no había distinción entre judíos y gentiles. La ley era para todos y debían tolerarse otras conductas ajenas al judaísmo de Israel. En Grecia tuvo un chispazo de lucidez. Recordó que lo sacerdotes del templo se preocupaban mucho de los fondos que no alcanzaban para mantener a los creyentes. Decidió ayudar recomendando comerciantes que, al convertirse al cristianismo, colaborarían con el mantenimiento del templo. A pesar de que Pablo era criticado porque se le atañía el desconocimiento de las enseñanzas de Jesús. Él sabía que los apóstoles eran personas muy sencillas que tenían mucha fe, pero no eran convincentes y en su necedad se atenían a la decisión de Dios. Por otro lado, habían caído en el error garrafal de ser estrictos con el cumplimiento de las reglas. Una cosa era que la ley fuera para todos igual, pero eso de hacerse la circuncisión para poder adoptar la fe cristiana era una bestialidad. Había otra cosa que se empezaba a revelar, era el hecho de que todos los apóstoles deseaban ser mártires como el mismo Jesús. Su intención no era consciente del todo, pero la estaban dejando crecer y si eso sucedía, la mayoría de ellos buscaría el sacrificio en la cruz.

Pablo sabía que la doctrina de Cristo era un rompimiento con las tradiciones antiguas. Las palabras de Jesús lo indicaban al decir que sólo a través de él se llegaba a Dios. ¿Y qué era él? Pues, la enseñanza de la tolerancia, el desarrollo interior, la convivencia entre las personas, el desapego a lo material. ¿Qué debía hacer? No creía que se le fuera a aparecer algún arcángel para darle instrucciones. Se fiaba de su sentido común y sus conocimientos tanto de la filosofía como de la vida. Dios tenía una imagen desprestigiada. Poniéndole retos a su pueblo y sin decirle claramente cuando enviaría al mesías había creado una confusión terrible. Jesús era el representante del hijo noble y el portador del amor fraternal. Había convertido a los humanos en prójimos. La falta de juicio estaba desgastando a quienes pregonaban y todo se iba encaminando hacia la creación de un consejo omnipotente en Jerusalén que frustraría el desarrollo de la iglesia.

Pablo terminó de comer, se levantó, miró hacía el horizonte y con un suspiro emprendió la marcha. Las dudas lo seguían incomodando. Hablaba con sus animales en voz alta y respondía a sus preguntas. De pronto oyó una voz muy cordial, potente y paternal.

—¿Quién eres buen hombre?

—Soy quien buscas tanto, querido Pablo.

—¿Jesús?

—Sí, Pablo. Puedes confirmarlo. Pregúntame lo que quieras.

—¡Oh, Señor! ¡Te ruego que me ilumines! No sé cómo resolver el problema que tu hermano ha ocasionado con sus ideas radicales.

—Sé a qué te refieres, Pablo. Es algo por lo que yo pasé. Traté de convencer a los fariseos de su error y me condenaron. Por desgracia tú tendrás el mismo destino, querido hermano. Lo siento, pero estás haciendo todo para que se repita la historia.

—¡Explícamelo mejor, Jesús! ¡No entiendo nada!

—Mira. Te has puesto como objetivo cristianizar a los gentiles. Nadie estará de acuerdo en adoptar las normas que exigen mis adeptos y mis familiares. La doctrina la has interpretado de forma correcta. ¿Sabes cuánto mal provocan la diferencia social y racial? Le dije mil veces a mis discípulos que debía perdonar, pero no me oyeron. Quería explicarles de forma sencilla que solo cuando hay paz interior se acaban los conceptos imaginados de la estirpe y el origen. Un negro y un blanco son iguales, son humanos los dos. Su única diferencia es el color. Si los dos pudieran tener buenos sentimientos, se tolerarían el uno al otro y no habría necesidad de competir o someter al otro considerándolo inferior. La economía es importante porque establece un orden, pero llegará la época en que las monedas de hoy no valdrán en el futuro. La gente que se enriquezca no se llevará nada al otro mundo. ¡Ve y haz lo que te corresponde hacer! ¡Solo te digo que serás martirizado! ¡No dudes en escribir y dejar tu legado! Eres el único que pude poner los cimientos de la casa de Dios. ¡Escribe con claridad y sé concreto para que en el futuro nadie malinterprete tus palabras!

—Lo haré, Jesús, lo haré. Solo te pido que no me abandones en el momento más difícil de mi empresa. ¡Te lo ruego, por favor!

Pablo se puso de rodillas y besó las manos de Jesús. Sintió que su mente se aclaraba y la energía lo llenó por dentro. Sus ojos veían con claridad. Su cuero estaba listo para el sacrificio. Se despidió de Jesús y continuó con su trayecto.

Noviembre diecinueve

Felipe estaba desorientado. No podía reconocer el lugar en el que se encontraba. Se había despertado de golpe y no terminaba de volver al mundo real. Caminó hacia el lago Tiberiades en el que se habían aglomerado unos cincuenta hombres y mujeres. Todos decían que tenían hambre. Elevaban la voz protestando por el engaño. “Nos has traído hasta aquí—exclamaban—y no puedes ofrecernos nada de comer. ¿Dónde están tus poderes? ¿No dices que eres el hijo de Dios?”. Jesús los miraba complaciente y con una sonrisa. Se acercó a Jacobo y le susurró algo al oído. El joven salió corriendo con agilidad y volvió unos minutos más tarde. Entre la muchedumbre un hombre alentaba a las personas a marcharse. Estaban a punto de partir cuando apareció un joven provinciano muy delgado. Llevaba un cesto con pescado seco y pan. Jesús lo estrecho con un abrazo y le dijo que por su buen acto sería recompensado por Dios, que cuando fuera al lago a pescar se multiplicarían sus peces y tendría una buena cosecha de trigo para multiplicar el pan. El joven con entusiasmo sacó un pez mediano. Luego lo cogió Jesús y dijo: “Mirad lo que hago queridos hombres de buena fe”. En seguida cortó en trozos el pez y lo dio a las personas que estaban cerca, luego siguió repartiendo el pescado y el pan. Toda la gente comió y pudo satisfacer su penuria. Una hora después el joven cogió su cesto y se retiró. Felipe lo había presenciado todo como en un sueño. No lograba sentir el mundo tal y como era. Por esa razón se sentó con Jacobo y comenzó a hablar con él.

—Perdona que te moleste con esta conversación, Jacobo, pero he notado que eres demasiado temperamental.

—¿A qué viene eso ahora, Felipe? Todo mundo sabe que es así mi carácter. ¿Qué tiene de malo?

—Nada, claro que no es un pecado, pero podría acarrearte problemas en el futuro.

—¿Problemas?

—Sí, mira, Jacobo, he tenido un sueño premonitorio. No podría decir que es una anunciación de Dios, pero lo vi tan claro que creo que podría llegar a cumplirse. En el caso remoto de que desapareciera Jesús ahora, ¿cómo hablarías de él? ¿qué enseñanzas le transmitirías a tus discípulos? ¿cuáles serían los aspectos más importantes de tu doctrina?

—Bueno, si Jesús despareciera ahora, habría muchos testigos de su enseñanza y ellos serían la prueba de que existió. A mis discípulos les repetiría las cosas que nos ha enseñado Jesús como perdonar a los que no ofenden, amar al prójimo, poner la segunda mejilla, desapegarnos de lo material y todo lo demás. Y los aspectos más importantes de la doctrina serían, respetar a los hombres, amar, educar para el bien, perdonar y no buscar nunca la venganza.

—¿En verdad lo harías?

—¡Claro!!Eso es lo que hemos aprendido!

—Bueno, te lo pregunto porque el planteamiento sería este. Imagínate que empiezas a pregonar la palabra del hijo del hombre y los gentiles ricos desean unirse. ¿Cómo actuarias en ese caso? ¿los aceptarías sin condiciones?

—No, no. Espera un momento. Los gentiles no son judíos y por eso tendrían que admitir su nueva condición y perjurar contra su origen pagano. Además, sería primordial que se circuncidaran.

—¿Lo ves?

—¿Qué cosa?

—Pues, al hecho de que tu no tolerarías miembros de la congregación que no adoptaran las costumbres de los hijos de Abraham.

—¿Pero eso está mal?

—¡Claro! ¿No has oído lo que nos ha enseñado Jesús? Nos ha dicho que debemos empezar de nuevo, que el nuevo testamento comienza con él y que solo a través de sus enseñanzas el hombre podrá llegar a Dios. ¿No entiendes que es una idea universal? Ya no solo nos incumbe a los judíos. Es ahora una religión de todos los humanos y se basa en el amor, la tolerancia y la fe en un solo dios.

—No sé para qué me dices todo esto. Me desconciertas…

—Es que fue horrible, Jacobo, fue algo muy cruel. Vi cómo te convertías en el líder del templo y uno de tus enemigos, un tal, Ananías convocaba al Sanedrín para que te condenaran y luego eras apedreado. Lo malo es que yo estaba contigo.

—¿Eso no te parece una tontería? ¿Cómo iba yo a convertirme en el líder del templo si el mismo Jesús ha querido destruirlo?

—No lo sé. No me preguntes el porqué, yo solo te cuento lo que vi. Además, aparecía un tal Pablo de Tarso que era quien convencía a los gentiles y romanos para que se convirtieran al cristianismo.

Los dos amigos continuaron su conversación y cuando fueron sorprendidos por Jesús, se pusieron rápidamente de pie y comenzaron a ayudar a la gente enferma.

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