El matrimonio de ancianos se detuvo para sentarse a descansar en un banco del elegante barrio residencial de Belgravia, en Londres.
Los años eran implacables, pero ellos intentaban traviesamente jugar a despistarlos y se empecinaban en seguir teniendo las mismas costumbres de siempre, lo que incluían sus viajes y largos paseos, que cada día pesaban más.
Un señor, impecablemente vestido, se sentó en el extremo del banco y con una sonrisa les preguntó si les incomodaba su presencia. Los ancianos perturbados ante tal posibilidad le garantizaron que no y se entabló una larga y agradable conversación.
El se presentó, su nombre era Adler y después de años sin empleo había entrado, “a prueba”, en un despacho inmobiliario de ámbito internacional. Pero no deseaba aburrirles con asuntos laborales y les preguntó por su familia, por su día a día, por sus costumbres y por su vivienda. Y los ancianos, entretenidos en la conversación, fueron desvelándole todos los detalles que aquel sujeto, entre frases de algodón, les fue requiriendo.
La siguiente vez que lo volvieron a ver, fue cuando Adler los visitó en su apartamento de lujo de 10 Grosvenor Crescent. Sorprendidos por su visita, pero al mismo tiempo encantados, le invitaron a pasar y tomar un te. Adler aceptó sin dudarlo y les confesó que estaba allí porque se había acordado de ellos, cuando su empresa había lanzado al mercado una noticia sorprendente digna de toda la atención. Era una operación inmobiliaria diseñada para evitar las disputas que surgían entre los hijos cuando llegaba el triste pero inevitable final de los padres. Ideada exclusivamente para acabar con los conflictos que enfrentaban a los hijos ante la herencia y que hacía removerse a sus padres en sus tumbas. Sin duda era la mejor solución posible. Se trataba de vender su casa en vida, aunque la seguirían usando hasta su fallecimiento, y cuando llegara el momento les dejarían a sus hijos los cientos de miles de libras esterlinas, en metálico, para repartirse a partes iguales, impidiendo los enfrentamientos.
Los ancianos le confesaron que no se habían planteado esa posibilidad, pero le afirmaron que lo pensarían.
Y Adler fue entrando en sus vidas, despacio, con corteses llamadas telefónicas o casuales encuentros en Hyde Park.
La siguiente vez que vieron a Adler, la mirada del anciano, al ocupar el sillón que le ofrecieron en una de las salas acristaladas del bufete “H.P. Solicitors”, se posó en el talonario de cheques que había quedado abierto descuidadamente sobre la carpeta de la mujer que estaba leyendo los documentos de compra y que dejó para levantarse con una encantadora sonrisa y ofrecerles una mano caída y floja, en señal de saludo.
La mirada de la anciana abandonó las otras salas acristaladas que les rodeaban para fijarse en el elegante reloj de oro que adornaba la muñeca izquierda de la mujer y en el baile de pulseras de oro, salpicadas de piedrecitas, que refulgían con las luces de la habitación y que iniciaban su danza cada vez que la mujer movía su mano derecha para acompañar sus palabras. Ella sería la nueva propietaria.
Todo estaba preparado. Solo faltaba la firma de los ancianos. El titular del despacho “H.P. Solicitors”, se ofreció, mientras les tendía un bolígrafo, a despejar cualquier duda que pudiera alterar su tranquilidad y confianza; al tiempo que les aseguraba que su bufete se ocuparía de todo y velaría por ellos.
El anciano, tras leer los documentos, clavó su mirada en Adler, mientras le decía “Pero Adler … esta cantidad no es la que hablamos.”
Adler le explicó con afectada dulzura :-”No te preocupes. Esa cantidad es solo para los papeles y para los impuestos. Sabes que puedes confiar en mi. Te juro por mis hijos que recibirás hasta el último penique del precio que hemos acordado.” Y miró a su jefe, buscando confirmación a sus palabras, quien se apresuró a ratificarlo con un leve movimiento de cabeza y un lapidario “Por supuesto”.
El anciano cogió entonces el bolígrafo y mientras asentía, fue plasmando su firma en todos los documentos que le habían preparado. Al terminar, le pasó el bolígrafo a su esposa, mientras le decía con una sonrisa:-”Ahora te toca a ti…”
En ese momento, oyeron unos golpes en la puerta de cristal de la sala, al tiempo que se abría y entraba quien se identificó como comisario de la división de crímenes económicos de Scotland Yard, acompañado de varios agentes más.

La anciana, pese a estar preparada para aquella escena, no pudo evitar emocionarse al ver a su hijo y asintiendo le sonrió, mientras unas lágrimas de orgullo empezaban a escaparse de sus ojos.

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