Sobre una hospedería en las alturas

Sobre una hospedería en las alturas

Asier

17/10/2019

Mi sufrimiento no termina. No pido demasiado, tal vez antes lo hacía, cuando era niño, pero por ese hecho se me debiera haber perdonado, dado que a un niño se le perdonan toda clase de cosas. Ahora, como he dicho, no pido mucho, sólo un lugar aireado y que goce de las comodidades habituales de una hospedería, más importante aún, que carezca de ellas; una fachada que me guarde de una vida a la intemperie y unas ventanas grandes, preponderantes, por donde el viento pueda correr libremente a rachas suaves, prolongadas, y orear la casa, eso bastaría. Como ven, no pido mucho, no ahora, es más, todo lo que me da abasto carece de las comodidades básicas de toda hospedería, eso debería ser suficiente para merecerlas, pero no sucede. Con todo, seguramente despreciando la ayuda de terceros que se desviven por mi causa, me aferro a estas minucias para supervivir y, no obstante, parece que nuevamente pido mucho, demasiado, y que estas cosas me son negadas por decreto solamente por ser pedidas por mí.

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El lugar es un despropósito, para acceder a él, a su planta base, hay que trepar un desnivel del tamaño de un adulto sano, sin embargo, para los pisos superiores se recorre un zaguán a ras de suelo que conduce a una escalera que la debilidad me ha salvado de atravesar. Los que ingresan a los niveles superiores me ven desde abajo como si fuese una aparición. ¿Por qué está usted arriba? ¿Qué hace usted allí? ¿Está acaso en el lugar correcto, siendo nosotros, los inquilinos, los huéspedes de los pisos superiores? ¿Dónde están los de la planta baja?… Los presiento decir. No me queda más que hacerme el desentendido y desviar la mirada, yo tampoco tengo una respuesta.

Ya entrando en el lugar se puede sentir un olor irresistible, uno que no da tiempo de reacción y te golpea con una hostilidad añejada. El aire está viciado, caldeado. Es invierno, pero aquí es verano. El piso es de mayólica con motivos florales y trazos naranjas, las paredes son color melón. Hay dos estancias, una habitación y esta sala que da al hueco y el hueco a la calle. Es un lugar grande, y eso es irrelevante. Es inútil ventilar el lugar, no hay aire, si salgo a respirar no sólo incomodaré a los que hicieron esto posible, sino también me expondré a los huéspedes. Por eso dejo la puerta abierta aprovechando la altura que me distancia del exterior y entro en la habitación; aquí el ambiente es peor. Al ver la gran ventana que cubre hasta la mitad de la pared y que da a la calle tiro el morral y voy a abrirla, ya desde antes había visto esa ventana, era mi ilusión, pero no se abre, sólo cuenta con un postigo pequeño que se desliza a modo de celda.

Veo las siluetas del vidrio en el piso hasta que empiezan a alargarse, entonces salgo de allí.

No es casualidad que haya pasado tanto tiempo haciendo eso, me siento cansado, torpe; es el aire, eso es, es mi incapacidad de llegar a él, es por eso que no desempaco, todo aquí huele a guardado, no hace falta desempacar.

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Hay una puerta dentro del piso que da al zaguán, el baño está cruzándola.

La primera vez que pisé el zaguán era de noche y aún hacía calor. Al abrir la puerta, la cual chirrió onerosamente, quizás despertando a los demás huéspedes, que era lo que inicialmente temía, pero que luego, con una obtusa gratificación esperaba conseguir, aún a costa de todo lo que ello implicaba, me sentí gratificado al conseguir que ocurriese, pues desde arriba de la escalera se oía el bullir del tumulto que se aproximaba. Cuando estaba listo para recibir al resto de los inquilinos, puesto que el hospedero había salido de viaje unos días antes, ya preparado con una fingida disculpa, pero aliviado por compartirles una pequeña molestia, noté que lo que bajaban no eran personas, sino animales.

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