Cuentiembre 2019-Primera semana

Una invitación para escribir durante todo el mes de noviembre de 2019

1.Ve a la página: www.megustaescribir.com

2.Abre un perfil y publica una obra con el nombre Cuentiembre 2019

3.Escribe todos los días del mes, el tema y estilo son libres.

4.No hay premio, la única que gana es la literatura o tú mismo.

Gracias.

Noviembre uno

«Esto es solo un sueño—se dijo a sí mismo al ver el rostro de María Magdalena acostada a su lado—. No durará mucho». Se iba a levantar, pero un niño pequeño con pelo rizado se acercó con timidez. Lo llamó y le dijo que abrazara a su madre. Ella se despertó y la habitación quedó iluminada por el amor maternal que experimentó hacía el pequeño José. Es hora de levantarnos, dijo Jesús, estirando los brazos. Su casa era modesta, pero bastante grande. Le habían ayudado a construirla sus discípulos. Se miró las manos y notó que sus cicatrices comenzaban a sanar. Le había costado más de seis meses recuperar la carne, pero le quedaron dos pequeños orificios. En algunas ocasiones, el pequeño José se acercaba para tocar las palmas de su padre, entonces Jesús se las ponía frente a la cara y lo miraba a través de las manos. Era una forma de enseñarle a su hijo la filosofía de la vida. “Aunque tengo los ojos ocultos, te puedo ver”. José entendía la broma, pero María Magdalena decía que eso era una verdad asombrosa, pues había gente que tenía los ojos ciegos, pero podía ver más que las personas normales. Eran las seis de la mañana, pero el sol ya estaba calentando la arena y los plantíos de trigo. María ya estaba en la cocina y cuando oyó los pasos de Jesús se volvió para mirarlo. Le dio los buenos días y se abrazó a él cerrando los ojos. “Gracias a Dios que te has levantado, Jesús, hay mucha gente esperándote afuera”. La noticia le creo un poco de pesadumbre y se sentó en la mesa. Le sirvieron un poco de leche de cabra y pan con higos. A su lado ya estaba su familia.

—Madre—dijo un poco desconsolado—¿No habría sido mejor morir en la cruz?

—Pero ¡Qué dices! ¡Por dios! Si hubieras muerto en la cruz nos habrías dejado el dolor más grande del mundo, hijo mío, además no serías feliz con tu familia. Mira a José, qué sería de él sin ti.

—No sé, madre. Es que cada vez soy menos convincente. La gente espera milagros y recibe de mí solo esperanza y parábolas. No todos lo entienden.

—No te apures, hijo. Todo irá bien. Tu haz lo que te ordene el corazón.

Jesús terminó de desayunar y salió al encuentro de sus discípulos. El primero en acercarse fue Juan, le comentó que había leprosos, ciegos, inválidos y gente muy enferma esperándolo. También había espías de los romanos y de los fariseos. “Tendrás que pensar algo verdaderamente asombroso porque la gente empieza a dudar de ti, dijo el apóstol preocupado y arrastrando las palabras como si la conciencia quisiera devolverlas a su lengua, algunos ya empiezan a maldecirte, maestro”. Jesús miró a los chismosos, y se dirigió hacia donde se encontraba la gente pobre.

“Hermanos, míos. Muchas veces les he dicho que resucité para mostrarles que la muerte no puede gobernar sobre el hombre, sobre todo si está vivo. Dios me ha dado más tiempo para decirles que el universo es muy grande, pero la creación más perfecta es el ser humano. No hay en todo lo que conocemos de, espacio y tiempo, otro ser que pueda razonar, inventar o curar como nosotros. Eso quiere decir que somos parte de Dios, una pieza pequeña y muy importante de la creación. A Dios lo llevamos dentro y lo único que debemos hacer es abrir nuestro pecho para que se vea su presencia. Les he repetido mil veces que es ciego quien se niega a ver, que es más infeliz quien se niega a disfrutar la vida y más pobre quien anhela la riqueza sobre todas las cosas. El valor monetario es relativo. No os dejéis engañar por la falsa ilusión de la riqueza. Uníos a vuestros familiares, formad una comunidad y compartir el trabajo, el amor y las ganancias. No deseéis el oro porque lo tendréis amontonado y cuando lo gastéis querréis recuperarlo y eso os obligará a hacer cosas malas. Gozad de lo que no tiene precio. Ved a vuestros hijos y seres queridos con amor y, sobre todo, ved la realidad como es y no como la imagináis. Quiero predicar con el ejemplo y no con el sermón, así que coged las palas y sembremos hoy la semilla del trigo que no alimentará. Los enfermos tomad la medicina y ordenarle a vuestro Todopoderoso interno que os cure. No os lamenteis los doctores harán todo lo que puedan”.

La gente se quedó quieta y no se decidió a hablar. Empezaron los rumores y los más intrigantes comenzaron a levantar falsos testimonios de Jesús y acusarlo de embustero. Él seguido de sus discípulos comenzó a hacer surcos en la tierra, José le llevó las semillas y Magdalena comenzó a acarrear cubos de agua. Muchos se pusieron tristes y se fueron. Los Fariseos escupieron y se alejaron vociferando. Sólo los pobres siguieron el ejemplo de Jesús. Por la noche, los apóstoles organizaron una cena. Asaron unos corderos y sirvieron vino. Le preguntaron a Jesús si su doctrina duraría mucho tiempo. Él les contestó que mientras no hubiera una iglesia, las cosas irían bien, pero en cuanto se centralizara la religión y se dejara a los sacerdotes decidir por Dios empezarían los problemas. Les recomendó que jamás creyeran en charlatanes y que no se implantaran reglas sobre ceremonias, pagos, penitencias o pecados. Cerca de la media noche, Jesús se retiró a su lecho y se durmió. Al día siguiente comprobó que no estaba viviendo dentro de sus sueños.

Noviembre dos

Lo descolgaron y lo pusieron al lado de unas rocas para comprobar si estaba vivo. Pedro se acercó a su pecho y se dio cuenta de que el pobre Judas todavía respiraba. Tenía una marca roja en el cuello y un gesto recio en la cara. “!Está vivo! —gritó el más noble e inocente de los apóstoles— ¡Hay que traer agua!”. De inmediato Andrés corrió hasta donde estaba una mujer con una vasija y le pidió que se la diera. La mujer lo miró con asombro y se la entregó. Con un trapo comenzaron a limpiar el rostro de Iscariote. Por fin, comenzó a respirar y volvió en sí. «¿Qué ha pasado? —les preguntó sorprendido—. Le dijeron que Jesús estaba vivo. Las cosas salieron de otra forma, Judas. Estuvimos a punto de perderlo a él y a ti. “¿Dónde está? —preguntó incorporándose —Necesito hablar con él”. Le dijeron que no podía verlo, que tenían que esperar a que las cosas se enfriaran para luego encontrarse con él. Los fariseos estaban por todos lados haciendo guardia y en la tumba de Jesús no habían logrado escarbar lo suficiente para sacarlo. El soldado que les había cobrado unas monedas de oro por hacer una herida inofensiva y darle la pócima a Jesús había sido arrestado y la gente pensaba que se iba a descubrir el plan. Juan y Mateo seguían trabajando camuflados. María Magdalena tenía que darle un somnífero a los soldados que hacían guardia. La Luna comenzó a salir y Pedro dio la orden de marcharse. Nos vamos a la casa de mi hermano Andrés. Se echaron unas mantas encima y se fueron caminando despacio. La ciudad seguía vida normal. La gente que había seguido a Jesús y sus discípulos estaba de luto, pero los sacerdotes del templo, los romanos y los comerciantes, así como las prostitutas seguían su vida habitual. Nadie se interesaba por el destino del Mesías.

Judas entró y lo recostaron en una cama dura. Se le acercó María y le preguntó si estaba bien. El asintió con la mirada y después le dieron de comer, pero no aceptó. Pronto se quedó dormido. Durante la noche gritó e hizo ladrar a los perros. Solo Jacobo levantó un momento la cabeza para ver qué sucedía. A la mañana siguiente llegaron Juan y Mateo. Abrazaron a Judas y le dijeron que el túnel ya estaba hecho, que debían esperar a que Jesús se recobrara. Mateo lo había visto bajo la luz de una vela. “Estaba dormido o inconsciente–dijo Mateo—. Le limpié la sangre y entreabrió los ojos, le dije que no se moviera, que el domingo por la noche lo sacaríamos”. Todos se quedaron callados y desayunaron hablando con las miradas. Tenían muchas dudas sobre lo que vendría, pero la fe los animaba. Judas quiso salir, pero le recomendaron que no lo hiciera. Magdalena le propuso afeitarle la barba y arreglarle el pelo. Iscariote se bañó se puso una túnica limpia y conversó con sus compañeros.

—Tendremos que irnos lejos, Judas—le dijo Pedro—. Ahora seremos nómadas, pero iremos con él.

—Pero nuestro plan era acabar con Caifás y su suegro Anás para establecer una nueva religión.

—Sí, así es exactamente, pero Jesús se dio cuenta en la cruz que debíamos cambiar de estrategia.

—Y ¿cuál es esa estrategia, Pedro?

—Será sencillo, Judas, no te preocupes. Ya está todo organizado. Mira, mañana por la noche sacaremos a Jesús de su tumba, luego correremos la voz de que ha resucitado lo cual irá contra los principios del Sanedrín y se dividirán los fariseos, luego, Jesús hará varias apariciones y nos iremos lejos de aquí. Por el camino sembraremos la semilla de la esperanza. ¡Ten paciencia!

Judas se resignó a la espera, les pidió a Juan y Mateo que le contaran pasajes de la vida del Mesías. Oyó de nuevo las historias del milagro del mar. Cuando no había peces y gracias a Jesús sacaron las redes llenas. “Él lo sabía mejor que nadie—comentó María—había estado hablando con los pescadores viejos y ellos le dieron la solución, le indicaron las zonas de aguas tibias, luego los llamó a todos y se hizo a la alta mar, ¿recuerdan?”. Todos se alegraron y siguieron comentando las hazañas del hijo del hombre. Llegó la noche del domingo y María Magdalena se preparó para la escenificación. Jesús ya estaba en una de las casas de las orillas de la ciudad. Cuando se corrió la voz de la resurrección los fariseos se reunieron y fueron todos a buscar al crucificado. Judas habló con Caifás y le dijo que moriría por el filo de un puñal. Los saduceos no podían ir a pedirle ayuda a los romanos y se resignaron a callar. Más tarde Judas vio a su amigo Jesús. Se abrazaron como dos hermanos y se contaron sus experiencias. Judas le mostró su cuello y Jesús las heridas de las manos. “Nos iremos propagando la palabra de Dios. Enseñaremos la nueva filosofía, Judas, ya lo habíamos comentado varios días. El reino del Señor está dentro de nosotros y no hay imagen ni profeta que se vanaglorie de hablar con nuestro padre.

Todos partieron hacia el desierto. Los primeros cuarenta días redactaron la historia verdadera de Jesús, establecieron los principios de tolerancia, respeto y amor que servirían de nueva buena a la humanidad. Judas quería destacar hablando de los riesgos de sentir envidia, de lo inútil de la traición o la venganza, incluso escribió su propio evangelio. Las cosas iban muy bien porque Jesús era un gran orador. La gente lo seguía guiada por la dulzura de un hombre tan sencillo. Todo iba viento en popa, pero una mañana, Judas, no encontró a sus compañeros, se vio de nuevo junto a un enorme árbol, tenía amarrado a la cintura una pequeña bolsa con monedas. Quería aclarar si estaba soñando, pero le fue imposible saberlo porque resbaló y cayó a un precipicio enrollado en una soga.

Noviembre tres

Se levantó en la madrugada. Hacía bastante calor y decidió salir a respirar el aire fresco. Salió sin hacer ruido y caminó un poco, luego miró el cielo y se quedó inmóvil. Ante ella había un espectáculo muy raro. Dos redondas lunas la miraban desde lo más alto del firmamento. Era imposible que hubiera una luna anaranjada y otra amarilla, pero estaba allí. “Es una anunciación—pensó tocándose el vientre—. ¡Es lo mismo que le pasó a María!!¿Y el arcángel?! ¿Quién me anunciará la llegada de mi hija? Dime, Dios santo, ¿es verdad?”. Un pequeño estremecimiento del vientre le confirmó sus sospechas. Tendría una hija, la hermanita de José. Era maravilloso. Eso quería decir que entre los judíos había una nueva estirpe. Josecito y… ¿Eva? ¿Así la llamaría? No estaba mal. Si Adán había sido el primer hombre, Eva la mujer. Empezó a recordar su vida. Se levantaron como una torre imaginaria sus recuerdos. Su difícil vida en la infancia. La ausencia de su padre y la muerte prematura de su madre. Los ultrajes que sufrió cuando fue vendida como esclava. Los abusos que sufría con el mercader que la alquilaba a los hombres que le pagaran bien. Luego, su liberación y su deseo por sobresalir. Reunió dinero, engañó a las mujeres y hombres que se cruzaban en su camino. ¿De qué se había ido conformando su riqueza? De angustia y dolor ajenos. Era por eso que había dejado todo por irse con Jesús. Él le había mostrado la maldad de sus actos. Le había dicho que nunca podría descansar en paz mientras explotara a las mujeres, le mintiera a la gente y se engañara a sí misma pensando que su estatus era privilegiado. “¿De qué te enorgulleces, mujer? —le había preguntado Jesús—. Si todo lo que tienes está manchado por el pecado. Dime, ¿puedes dormir tranquila sabiendo que con cada moneda tu espíritu se pudre sin remedio. Nadie te querrá en tu vejez y quien pueda humillarte lo hará y ¿qué pensarás ante la muerte? Tu alma jamás podrá descansar y tu viaje por el universo será el más tortuoso. Estás a tiempo de enderezar tu vida. Rectifica tu camino y sé aquella mujer que soñaste ser. Sé libre y vive tu presente, te estás condenando con algo que ni siquiera te brinda felicidad”. Era cierto todo. Si tenía una insatisfacción era precisamente eso. Ella quería ser libre, amar por completo a un hombre que la entendiera. Trae a tus seguidores y ante ellos mostraré mi arrepentimiento. Así lo hizo Jesús, entró con sus compañeros y se sentaron al lado de un hombre que se presentó como mercader y, en realidad era un criado de la casa, ataviado con ropa cara. Los apóstoles renegaron de la falsa humildad de Jesús y le recriminaron que comiera alimentos caros, que se comunicara con el negociante y, cuando entró Magdalena a lavarle los pies, estuvieron a punto de salirse escandalizados, pero él los detuvo y les dijo que había una diferencia enorme entre lo que es un hombre noble y un hombre equivocado. El noble siempre oirá su corazón y hará lo que él le dicte, en cambio un hombre equivocado escuchará la voz de la avaricia, la conveniencia, en una palabra, se dejará llevar por los malos sentimientos que tiene dentro, es decir, sus peores demonios y jamás podrá vivir en armonía. Por eso, Magdalena le ungió los pies con el aceite más caro que tenía, y muchos se asombraron más por el despilfarro que por la acción. “Ninguno de ustedes me ha lavado los pies—dijo Jesús mirando a Magdalena—ni siquiera con agua”. La conciencia dejó mudos a los presentes. Jesús comió los manjares que le ofrecieron y al terminar dio las gracias y le comentó al hombre de las ropas caras. “Si quieres hallar el camino al reino de Dios despréndete de tus bienes y vive feliz”. María Magdalena sabía que esas frases iban dirigidas a ella. Se levantó y se acomodó al lado de Jesús. Le susurró al oído que lo dejaría todo por irse con él. Jesús le cogió la mano y le dijo que sería feliz, pero que ya jamás volvería a tener riqueza material.

Al salir, Jesús les informó a sus discípulos que Magdalena se iría con ellos y pregonaría como todos los demás. “No tiene derecho a hacerlo, dijo Pedro Simón un poco enfadado, es mujer y ellas lo tienen prohibido”. Si para propagar el mensaje de Dios ella necesita ser hombre, entonces lo será. Magdalena con las manos en el vientre se rió, recordó que al día siguiente de su renuncia a la vida pagana Jesús le cortó el pelo y le puso una túnica suya. Nadie se opuso a que la nueva Magdalena hablara de Dios y se alegraron por el sentido del humor de Jesús. Ya iba amanecer. Volvió a su casa despacio y rezó. Se acostó con Jesús y lo abrazó con fuerza.

Noviembre cuatro

No sabía si la libertad le iba a servir de mucho. Tenía demasiados enemigos y cuando se enteraron de que el peor de los asesinos estaba libre, los malhechores formaron sus bandas para buscarlo y asesinarlo. No salía mucho y cuando se decidía a ir a algún lugar se ponía una capucha como si fuera un leproso. Le costaba trabajo pasar desapercibido porque era muy fuerte y ancho. La gente no se le acercaba y cuando notaba algún indicio de que era Barrabás y se lo decían en su cara. Él gritaba como retrasado y salía corriendo. Tuvo que dejar que su madre fuera la encargada de hacer los mandados. Se sentía vacío. Los remordimientos lo asaltaban durante el día. Una voz en el interior le repetía que por su culpa había muerto un hombre inocente. Una tarde se quedó dormido frente al fuego y se vio en un monte. El cielo estaba despejado y un pastor iba a su encuentro. El hombre le preguntó si había visto una oveja extraviada. Respondió que no sabía nada, que no la había visto, entonces el anciano lo miraba detrás de sus cataratas y le decía que la oveja perdida era él. “Tienes que actuar con el corazón, hijo mío, tus pecados serán perdonados si logras restituir todo lo que robaste”. Lo entendió de inmediato. Decidió visitar las familias a las que les había robado para ofrecerse de esclavo, a los que había vedado de la existencia les pidió perdón, a los que había ofendido y golpeado les ayudó en su trabajo. Con cada acto bueno que hacía su alma se iba limpiando. Pasó el tiempo y un día se encontró a Jesús.

—Pensaba que estabas muerto.

—Ya ves que no es así. Ahora tengo familia y llevo la palabra del señor a todos los rincones de la tierra.

—Y ¿podrás perdonarme alguna vez?

—De nada te servirá mi perdón si tu corazón está bañado de hiel. Endúlzalo y verás que no necesitarás el perdón de nadie. Esa será tu penitencia.

—Gracias, Jesús, te prometo que así lo haré.

—No prometas, Barrabás, porque el futuro es incierto y no lo adivinarás. Recuerda que tu salvación está en el día a día. Haz el bien y no te fijes a quien.

Jesús se alejó y Barrabás lloró de felicidad y se dijo que siempre amaría a su prójimo, que nunca más volvería a usar la fuerza. Buscó una mujer joven y construyó una casa, comenzó a criar animales y sembrar la tierra. La tercera parte de lo que producía se lo daba a los pobres. Defendía a los débiles y hablaba de la paz interior. Su rostro grotesco se había ennoblecido y su voz, antes amenazadora, sonaba cordial. Su esposa le dio hijos y vivió feliz, sin embargo, su pasado se le volvió encima y lo comenzó a perseguir la tragedia. Soportó lo más que pudo, pero la opresión romana lo obligó a rebelarse. Sabía que faltaría a su promesa y que ya jamás podría obtener el perdón. “Desde antes ya estaba condenado—se dijo para sus adentros—no puedo luchar contra los designios del Señor”. Reunió a unos ladrones, busco la peor escoria de Jerusalén y se marchó a Roma para quemar la ciudad. No pudo entender el significado de sus sueños. El anciano le había dicho que era una oveja perdida, Jesús le había hablado de la paz y la tolerancia y Dios le había ordenado atentar contra los romanos. ¿Qué debía hacer? Pensó que lo mejor sería seguir solo y terminar su vida ocultándose de las personas. No lo pudo hacer porque su madre llegó con una mujer morena. “Esta será tu mujer, sentarás cabeza y formarás una familia”. No se opuso a la orden de su madre. Se transformó en otro hombre. El trabajo lo fue ennobleciendo. Se dedicó toda la vida a sembrar, criar ovejas y comerciar con quesos. Fue feliz con su mujer que le llenó la casa de hijos.

Noviembre cinco

José estaba sentado debajo de una higuera. Miró a Jesús y recordó todo lo que había tenido que sufrir para salvarlo de los romanos. Ahora tenía un hijo entrando a la adolescencia y ya no le quedaban fuerzas para seguir educándolo. Le había transmitido los mejores principios. Le había mostrado todo lo que sabía y sentía que la vida lo abandonaba. Pensó que en su larga existencia había elaborado tantos objetos artesanales que no habría ninguna casa de Nazareth donde no se hallara una. Entrecerró los ojos y volvió a aquella tarde en la que le propusieron que se casara con la pequeña María. No sabía qué responder, entonces. Llevaba cuarenta años solo, tenía nietos y quizás bisnietos, pero algo lo convenció de que debía aceptar. Sabía que se lo había ordenado un ángel, quizá la imagen tierna y cándida de la pequeña muchacha pidiéndole clemencia. Él descendía de una de las grandes tribus de Israel y era pariente de David el sucesor de Saúl. Recordó que había pasado algunas noches en vela pensando que María sería lapidada porque nadie creería que un viejo de más de noventa años pudiera embarazar a una mujer tan joven. Él era el único que podía ofrecerle protección y recibió el mensaje divino. Aceptó los mandatos del cielo y vio llegar al pequeño Jesús. Decidió que lo encaminaría y le entregaría el mayor tesoro que le había entregado la vida: su experiencia. Todos los días tuvo la paciencia de explicarle cosas. Le contó la historia de su pueblo y los problemas por los que habían pasado los judíos desde su salida de Egipto. Jesús lo asimiló todo con rapidez y a los doce años ya estaba listo para formarse solo. José soñó que veía a su último hijo razonando en la soledad de una cueva del desierto. Luchando contra todos sus miedos y expulsándolos de su cuerpo. Lo vio rodeado por un aura azul, hablando con sabiduría, guiando a los hombres hacía la verdad. “Querido hijo mío—le decía suavemente—ha llegado la hora de la rebeldía, te opondrás a mí y las tradiciones pasadas porque han caducado. Contigo la humanidad da un paso hacía su madurez. No pongas atención en lo superficial, en lo pagano, dedícate a reformar el mundo. Haz lo que desearon hacer Adán, Job, David y todos los profetas, eres el Mesías. Los conocimientos te llegarán a través de la razón. Evalúa lo justo y comunícate con Dios, sin duda lo encontrarás”.

Le costaba mucho trabajo mantenerse sentado. El cúmulo de años lo sumía un poco en la tierra. Lloró de alegría y tristeza cuando recordó la imagen de su hijo llorando en sus brazos mientras en Belén cientos de recién nacidos eran sacrificados. Recordó la muerte de Herodes, su travesía con el censo. Un soldado le había dicho: “Eh, tú anciano, no estás registrado en Nazaret, llévate a tu familia a registrar a tu ciudad natal”. Todos los pasos que dio por el mundo, de repente se le empezaron a descontar, como si el tiempo en lugar de darle esperanza, se la quitaran. Su última visión fue increíble. Le pareció ver a Jesús iluminando La Tierra con una nueva luz, con un destello de armonía, fe y sentimientos nobles. Su corazón se llenó de gozo. Rezó por la salvación de la humanidad, por el éxito de su hijo y se quedó allí inmóvil. Sus palabras, si es que se pudieron escuchar, quedaron revoloteando como pequeñas mariposas invisibles. “Hágase tu voluntad, Señor y no la mía, ayuda a mi hijo a cambiar el mundo para que todos puedan llegar a ti a través de él, a través del amor y la tolerancia”.

Noviembre seis

Prócula se levantó sin saber en dónde estaba. Había visto varias ocasiones los muros con peces y ovejas. Sabía que era un mensaje importante, pero no podía descifrarlo, ni siquiera el caldeo Marduk fue capaz de hacerlo. ¿Significaban acaso los peces que estaban en la era de acuario? ¿Eran las ovejas los creyentes que conocerían el reino de Dios? Desde que había visto a Jesús pregonar cerca del templo, una excitación le impedía conservar la calma. “Tú eres una gran señora—le había dicho El Mesías al verla mezclada entre la multitud—. Tienes el mismo derecho que todos los demás a escuchar sin avergonzarte de tu cara”. Al verse descubierta pidió aceptación, se descubrió el rostro y Jesús le pidió que se sentara a su lado. Ella sintió la tranquilidad del hijo del hombre. Escuchó con atención sus palabras y llegó a la conclusión de que el objetivo del sermón había sido descubrir el amor. Con palabras muy simples la había dejado prendada de bondad. Nunca se había cuestionado la vida. Estaba a costumbrada a los lujos y las atenciones de su marido, tenía poder, era más influyente que el mismo Menenio, pero un humilde carpintero la había tocado con un estoque en el corazón. Deseó con toda el alma descubrir los encantos de un cuerpo acostumbrado al trabajo. Se imaginó las manos firmes de Jesús tallándola como una escultura de madera. Se balanceaba encantada como si le contaran una bella historia infantil mientras se columpiaba al borde de un precipicio. La sensación de armonía y peligro la excitaron. Trató de apagar el juego entre los brazos de su marido, pero fue inútil. La desesperación que le producía la duda y lo desconocido eran insoportables. Salía todos los días oculta bajo un pañuelo y se deleitaba con las palabras de optimismo. Una tarde escuchó las parábolas sobre los pobres que entrarían en el cielo y los ricos que se condenarían por su ambición. Oyó por boca de magdalena que un día habían multiplicado los peces, como si hubieran caído del cielo, y el pan había llegado hasta el último peregrino, que los demonios habían sido expulsados del cuerpo de los malos hombres, que Lázaro había resucitado y que un día reinaría la paz y el amor. Prócula quiso correr a los brazos de Jesús, deseaba estar con él para transportarse al cielo y ser tan feliz como Magdalena, pero se encontró con los apóstoles, con María y con la mirada inquisitiva de Judas. Ella le pidió ayuda. Le ofreció un estatus a cambio de que le concertara una cita en la intimidad. La prudencia le aconsejó a Prócula no asistir más a las reuniones. Esperó que Judas le diera una buena noticia, pero una tarde se encontró con su marido que tenía el destino de El Mesías en sus manos. “No puedes hacerlo—le dijo temerosa de perder lo que tanto deseaba—. Es un pobre carpintero que no mataría una mosca. Sus palabras no hieren a nadie y ha dicho que lo que es del César, al César y lo que es de Dios, a Dios. ¿No es suficiente para demostrar su inocencia?”. Su marido trató de complacerla. Llevaba varios días gozando de su nueva forma de amar y quiso que fuera otro quien se quedara con la culpa. Se lavó las manos, pero las circunstancias lo llevaron al salón donde sucedería la tragedia. Prócula se revolcaba en la cama. Todos esos acontecimientos la bañaban de sudor. Lloraba al saber que no se salvarían las ovejas y que el Sanedrín, con sus estúpidos sacerdotes la privaría de lo único que había llegado a desear hasta la muerte. Se levantó de la cama y quiso comprobar que sus pesadillas eran solo incomodidades de un mal sueño. Vio a su marido derrotado. Lloraba como un niño. Se acercó a ella y se aferró a su cuerpo. Se convirtieron en piedra con ese abrazo. La conciencia les había entregado una cesta con un pecado divino que crecería hasta aplastarlos.

Noviembre siete

Se levantó con dificultad. Tenía dolor en todo el cuerpo y la depresión comenzaba a ganar terreno. La culpa estaba devastando su alma, sabía que debía presentarse ante Caifás y Anás. Tenía que convencerlos. Era necesario que recapacitaran. La historia no los perdonaría jamás y tenían en sus manos el poder de cambiar las cosas. Pasarían de la condena eterna al heroísmo y, sobre todo, no dejarían germinar el cáncer dentro de la casa de Dios en la tierra. Salió a la calle con el pelo desaliñado, sus sandalias desgastadas de tanto trajinar iban dejando una huella dispareja. Vio a sus peores enemigos tirados por el suelo, estaba la soberbia envalentonada y medio borracha, la peor era la ignorancia que reía como estúpida después de haber hecho un gran mal sin haberlo notado siquiera. El abatimiento colgaba de un árbol. Estaba derrotado, era una figura de pelo rojo y cuerpo flácido, parecía una gota de cera escurriendo consumida por un fuego eterno. Unos niños le tiraban piedras y unos hombres se acercaron para bajarlo. “!Dejad de atormentar a ese pobre desgraciado! —les gritaron a los niños traviesos—¡Ya ha pagado su traición!”. Salieron corriendo y no vieron como descolgaban el cuerpo del hombre. Más adelante estaba la gente organizando su vendimia, pronto llegaría los compradores a regatear por las mercancías y el lustre en las frutas era primordial, por eso unas mujeres frotaban sin cesar las manzanas y ponían las mantas más limpias sobre las mesas aparentando ser honestas y pulcras. No le dirigieron la mirada por temor a quemarse los ojos. Él siguió su camino hasta la casa de Caifás que sobresalía de las otras y tenía una gran puerta de madera labrada. Llamó durante quince minutos y nadie la abrió. Tuvo la suerte de que una de las criadas salió a hacer un mandado y aprovechó para colarse. La servidumbre no lo vio, solo los más allegados a Caifás lo reconocieron y dejaron de comer. Uno que otro criado fue a vomitar por la impresión. Caifás estaba en su habitación preparándose para realizar sus labores. Sería un día muy agitado. Se le veía muy satisfecho. Cogió un rollo de pergamino que era el Torah y lo besó. “Dios Padre, tu honor está restituido—dijo acariciándose la barba—. ¡Jamás nadie volverá a mancillarte!!Hemos hecho justicia!”. De pronto se dio cuenta de que no estaba solo. Caifás dejó el valioso pergamino en su mesa y preguntó en voz muy baja qué hacía ese ser allí. “He venido a pedirte que razones sobre tus actos. Si lo haces jamás tendrás que sufrir las humillaciones que vendrán. Serás siempre un falso líder, un asesino de tu raza y un traidor de la religión. Condenarás a tus descendientes por los siglos de los siglos”. Caifás no lo miró a los ojos, se ocultó bajo una máscara de indiferencia. Se veía muy seguro, pero una pequeña duda lo comenzó a inquietar era como sentir una pequeña comezón en un lugar difícil de alcanzar por la obstrucción de la ropa. Pensó que había actuado defendiendo los principios divinos, que nadie tenía el poder para declararse hijo de Dios o del hombre o de la divinidad o de lo que fuera. Era una blasfemia y él, que había sido educado por uno de los más brillantes pensadores, tenía que cuidar el orden y no permitir la rebeldía. Estaba convencido de que esa era su misión, pero esa comezón desagradable y la presencia del ajado con sandalias gastadas le restiraron el estómago creándole un enorme vació. Siempre había encontrado respuestas lógicas y se vanagloriaba de escuchar a Dios en sus consejos, pero esta vez algo le decía que se había dejado llevar por el egoísmo y la soberbia. No debía permitir que un mísero carpintero acabara con todo lo que se había construido. Las diligencias en política habían llevado a una encrucijada a los romanos, la gente estaba sometida y él se enriquecía poco a poco. Le importaba más el poder que cualquier otra cosa y solo lo aceptaba en la intimidad de su cuarto. En los demás sitios escondía sus verdaderas intenciones. Sabía que pronto tendría que organizar su ataque contra los rebeldes. Sería muy fácil acallar las bocas de los acompañantes del impostor. Ya había comprobado que eran unos cobardes. Uno había traicionado, otro había negado su relación con el grupo, otros se habían escondido como ratas y el cabecilla moriría en la cruz. Le esperaba el éxito, pues había impuesto el orden y su tarea futura sería elogiar las actividades de los templos. Se sentó un momento y repasó sus planes del día, luego murmuró para sí mismo que Dios recompensaba en vida a sus hijos predilectos y que él era uno de ellos.

Noviembre ocho

Se acostó muerto de sueño. El silencio de la noche lo llevó por una senda desconocida. Su mente había sido un mar con tormenta en los últimos días. Ahora ya había pasado todo y se sentía vacío. Claudia Prócula apareció frente a él. Era como en su juventud. Firme de carnes, bella y misteriosa, además de complaciente. Nunca quiso estar sin ella, pero en Jerusalén la perdió para siempre. Adoptó esa costumbre judía de lavarse las manos al entregar a Jesús. Prócula se lo había pedido, su amigo Mardoqueo o Marduk, como se hacía llamar, se lo revelo todo. Hasta el mismo Judas se presentó en su casa para avisarle que representaría su papel en el juicio de Jesús. De pronto la vida lo había puesto como impostor ante los judíos, como indisciplinado ante Tiberio, como marido necio ante su mujer, como traidor frente al Mesías judío. “¿Qué podía hacer? —preguntó levantando los brazos en medio de la oscuridad—. No tenía más remedio”.

Liberó a un criminal que después quemaría Roma y no habría dudado en cortarle la garganta. La vida no tenía sentido. Estaba exiliado dentro de su patria. El mismo hombre que se había presentado ante Caifás y Anás estaba sentado a su lado. No había cambiado. Llevaba su ropa vieja, sus sandalias desgastadas, el pelo desaliñado y la mirada severa. Estaba muy viejo, no se había convertido al cristianismo, a pesar de que lo habría podido hacer en muchas ocasiones. Recordó la tumba de la que había desparecido el cuerpo de Jesús. Recordó la noche en que se encontró con Menenio y habló del asesinato de un inocente. Decidió borrar los malos recuerdos y se vio con un uniforme romano, llegando a su casa después de su campaña. Lo recibía Claudia en un sillón con reposa pies hecho de hueso. Él se despojaba de su casco, la capa y su coraza, luego tiraba su túnica y se unía, como tantas veces lo había hecho, a su mujer que estaba tibia y húmeda después del baño. Se abrazaban, pero Claudia separaba sus labios y lo miraba con frialdad. “¿Por qué lo condenaste, Poncio? — le preguntaba con ira—. Te pedí que lo salvaras. Lo necesitaba como a la vida misma. ¡Jamás te lo perdonaré!”. Se levantó de un salto y salió a la terraza. No podía respirar, sentía que algo le aprisionaba la garganta. El hombre de pelos ensortijados le preguntó si se arrepentía de lo que había hecho. Llorando contestó que sí, que toda la vida había cargado con ese pecado. Agobiado por el pesar buscó una espada. Vio una jarra con vino y se la bebió completa. Esperó a que la cabeza le diera vueltas. Reconoció la bondad y el amor del Hijo del Hombre en quien no había encontrado culpa alguna. Le mostró su respeto y le hizo un juramento de lealtad. Después se hundió el metal en el cuello y se desplomó.

Los criados lo encontraron al día siguiente. Estaba tendido boca abajo. A su lado estaba un charco de sangre. Destacaba la hoja de la espada que le había atravesado el cuello. Se ordenó que se le ofreciera una ceremonia y luego fue sepultado.

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