Con su cara aindiada, un bebé en brazos y dos niños pequeños prendidos de su pollera, entró al hospital. Cruzó la sala de espera y llegó hasta la mesa donde la enfermera listaba los nombres de los pacientes, hasta llegar a veinte. Los demás deberían volver otro día. Ella no entendía de letras ni de relojes. Desconfiaba de los hospitales. En invierno, con el frío tremendo, debía llegar de madrugada; en verano, anotaban hasta con el sol alto. Hoy tuvo suerte. La enfermera después de preguntarle si llevaban su apellido, se limitó a escribir el nombre de sus tres hijos. Amamantó mientras esperaba, sentada en un banco de madera sin respaldo, y los dos varoncitos jugaban en el suelo con una botella de plástico. El doctor llegó con pasos largos y apurados. “Navanquirí”, llamó la enfermera. La mujer de piel cetrina y ojos rasgados entró con temor al consultorio. El médico, sin mirarla, revisó a los tres niños. Trazó líneas azules en un papel y se lo entregó. Ella salió del hospital con el papel en la mano, su bebé en brazos y los dos niños pequeños prendidos de su pollera.

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