Es domingo, pero eso no es importante para mí. Todo está vacío y una lluvia suave forma espejos en las aceras y opaca las fachadas de las casas y edificios. Me he refugiado en mi habitación durante el día y he decidido salir a tomar un poco el aíre. Pienso en la gente que mañana trabajará. Las madres planchando los uniformes de sus hijos y los hombres escogiendo sus trajes, zapatos y corbatas. La ciudad recuperará su vitalidad en unas horas, se mortificará con sus arterias saturadas, sus pulmones llenos de humo y su cabeza dolorida por el ronroneo de los motores y el estruendo de la música de los cláxones. No hay luna y los faroles iluminan a media luz. Ninguna mujer oferta su cuerpo y los camellos permanecen ocultos en algún lugar. Nada puede alterar este asueto de fin de semana, solo las pantallas de los televisores logran que algún hombre se emocione con un gol de su equipo preferido o la caída de un boxeador derrotado en un asalto de campeonato mundial.

Vago en silencio con el cuello de mi gabardina alto y mi sombrero bajo. Piso los charcos y dejo que la llovizna me humedezca el rostro. Pienso en lo que he vivido hasta este momento, me pregunto si vale la pena seguir cumpliendo con mi misión. Se lo pregunto siempre a Ted alias El Bandido, así le llamo. Él era seductor, inteligente, astuto a más no poder. Recuerdo que me impresionó su vida. No lo admiraba, sin embargo, su estilo era diferente al mío. Él actuaba guiado por otros principios. Sufría de un super ego imposible de controlar y luego llegó a compararse con Dios. En mi caso solo libero a las mujeres de su esclavismo, de su paupérrima existencia. No se lo merecían, la verdad. Ser explotadas y maltratadas no era para su feminidad, por eso me las encontré porque les hacía falta en el momento más duro de su existencia. Se cruzaron conmigo ya en su fase terminal, cuando la vida lo único que les ofrecía era un poco de olvido para que no sufrieran. La mayoría se drogaba, bebía alcohol o se hundía en una depresión tan fuerte que mi ayuda era imprescindible. Quizás si hubiera sido como Ted, habría actuado de otra forma, habría sido pervertido y cruel; pero soy negro, corpulento, sin muchas dotes para la comunicación. Ellas se fían de mí, seguramente creen que puedo darles protección y eso les nubla la razón, les quita la intuición y pierden el sentido común.

Me dicen que sé hablar de la vida, que las cosas que digo son producto de la experiencia. En cierto grado tienen razón. Siempre he tenido empleos mal pagados y he sufrido. He trabajado de taxista, cargador, barrendero; nada del otro mundo. Me pregunta Ted con frecuencia, cuando hacemos nuestros paseos nocturnos, si habría podido enderezar mi vida. Creo que sí, pero las circunstancias siempre me alejaron de la existencia normal. Es por eso que vino el arcángel. “Es tu obligación, Fredy—me dijo blandiendo su espada de fuego—. Es la única forma de que esas pobres inocentes dejen de sufrir”. ¿Qué podía hacer? Recibí un mensaje como lo recibieron otros en el Sinaí, en el desierto o cerca del Nilo, solo que me ha tocado rescatar ovejas en una metrópoli de hierro, cristales, lujo y miseria. El ángel me recomendó que escogiera a las más endebles, a las pobres que sufrían por no reconocer que su vida se había secado, que la vasija divina no tenía ni una gota de esperanza ya. Les explicaba que no tenía sentido seguir dentro de un cuerpo rancio de crisálida desecada. Algunas ya apestaban a putrefacción. No sé cómo puede el hombre moderno hablar de bienestar, seguridad, riqueza, ecología y justicia cuando vagan por sus calles seres que son menos que las ratas o las cucarachas.

Nietzsche me daría la razón por mi buen juicio, sin embargo, la ley me condenará, la sociedad me verá como un psicópata, saldré algún día en la primera plana de un diario, la gente me escupirá y maldecirá mi nombre, pero jamás sabrán lo que es darle paz a los seres que sufren. Podría decir que es una eutanasia, una desconexión del mundo con una asistencia profesional, más práctica que la que usaba El Doctor Muerte “Kevorkian”. ¿Qué me diría Raskolnikov opinando sobre Napoleón y su vieja usurera? ¿Me diría que está gente merecía un descanso eterno como la madre de Sonia la señora de Mermeladov? Sí, ya lo sé, también estoy dispuesto a pagar el crimen, el castigo lo recibiré cuando el sistema lo permita. Déjenme preguntarles. ¿Por qué para los pordioseros no hay ni registros, ni multas ni detenciones? ¿Es que están fuera de la sociedad, fuera del género humano? ¿Qué dicen las damitas perfumadas intocables por las cuales me darían diez cadenas perpetuas? ¿Sí? Sí, lo sé. Ustedes, que me escuchan en alguna parte, seguro que se tapan la nariz cuando ven a una mujer como las que yo libero, les escupen y las maldicen, les recriminan no querer trabajar o intentar superar su martirio; pero ¿les dan una opción? ¡Imposible! La sociedad moderna no se ocupa de esas enfermedades de la esclavitud de la antigüedad y la herejía de la Edad Media.

Tírenme piedras, señores si es que están libres de pecado. La aberración de nuestro tiempo es haberle dado más importancia al dinero y la fama. Todos son farsantes, bufones disfrazados de altruistas, predicadores por conveniencia. Ahora escuchen mi historia y atrévanse a maldecirme. Dios les castigará por indiferentes, por necios e hipócritas. Solo Jack, El Cirujano no Kevorkian, entre otros benefactores, supieron guiar a las ovejas descarriadas. Mis maestros me indicaron el camino. Me iluminaron y no me arrepiento.

Todo empezó cuando tenía seis años. Mi madre se arreglaba y se iba unas horas. Volvía nerviosa, se cambiaba de ropa y se limpiaba o se maquillaba para estar presentable cuando llegara mi padre. Él lo adivinaba todo y la golpeaba. Mis hermanos y yo salíamos corriendo para no ver la escena. Volvíamos después del huracán, encontrábamos a mi madre llena de sangre, tirada en la cama sin sollozar, soportando la injusticia de la vida. Mi padre trabajaba en una fábrica. La grasa y el aceite de diferenciales le había penetrado tanto el cuerpo que sudaba aceite. El alcohol era lo único que lograba disimular su aroma de tren. Por eso, bebía incansablemente. Sabía por los vecinos que mi madre conseguía dinero extra ofertándose. Tenía clientes fijos. Unos hombres morenos, otros blancos, que venían a recogerla. Después de los violentos enfrentamientos, mi padre le quitaba el dinero, pero ella escondía una parte y era lo que nos salvaba a fin de mes. Siempre teníamos hambre.

A mí, el destino me separó con una línea inquebrantable. Me quitó la oportunidad de llevar una vida normal e, incluso exitosa, como la de mis hermanos; pero me escogió para otro cometido. Está claro que no había nacido para servirle a la sociedad. La única ocasión que estuve a punto de reconciliarme con ella fue cuando me llevaron al equipo de fútbol de una universidad. Me dijeron que tenía futuro, que mi cuerpo de semental servía para la defensa y en unos meses fui irremplazable. Me esforzaba en los entrenamientos y me sacrificaba hasta casi perder el sentido. Creí que era la forma de salir de mi fosa, pero un día la envidia quiso que me cogieran unos tipos y me mandaran al hospital con el cuerpo hecho picadillo. Me salvé de milagro. Luego, supe que había sido por orden de un entrenador que vio en mí una amenaza para sus chicos consentidos. No volví a ilusionarme con nada. Acepté mi destino y les di la espalda a todos.

Me metí a trabajar en la construcción, me volví cerrado, fui creando mi mundo y le prohibí a los demás conocer mi realidad. Habría podido vivir tranquilo formando una familia, pero una noche cuando volvía de mi trabajo, pasé por un callejón y oí una voz. Era una anciana. Estaba tirada al lado de unas cajas de cartón. “Ven aquí hijo mío—me llamó haciendo un gran esfuerzo—. Tú, tú eres el salvador. Dios ha oído mis plegarias. ¡Acércate!!Acércate! ¡Ven, hijo mío! ¡Ayúdame a partir!”. Me dio instrucciones, me dijo que yo había nacido para liberar a los pobres del sufrimiento. Me dejó la misión y me obligó a hacer juramento. Le ayudé por lástima, pero con el tiempo su fantasma me fue poseyendo. Me ennobleció el corazón. Podría hacer una lista interminable de las personas que ella y yo ayudamos a partir. Todos se despidieron con el mayor agradecimiento, con lágrimas en los ojos. Debo confesar que no todos sabían que les había llegado su hora. No obligué a nadie a abandonar este putrefacto mundo, pero en varios casos tuve que ser muy persuasivo. Me arrestó la policía por robos insignificantes y agresiones en defensa propia. Quedaron mis huellas dactilares en un archivo empolvado.

Muchos años después, cuando apareció la máquina para detectar el ADN, se comenzaron a desenterrar cientos de casos. Fue como la profanación de los cuerpos de aquellas mujeres que me habían convertido en su toro Apis para cargar sus pecados mientras ellas iban a ciegas por el más allá. No me pregunten cuántas fueron porque la cantidad no tiene importancia y serviría solo para vanagloriarme. Serían muchas de nombre Madelen y Rose. No tenían rostros angelicales, ni cuerpos seductores, nada especial; por el contrario, su cuerpo se encontraba oculto bajo varias capas de mugre. Su ropa olía peor que la orina de un zorrillo y su alma estaba marchita, seca como una pasa insípida que debía desprenderse de un cuerpo mohoso, arruinado y lleno de grietas. Ahora me toca a mí encontrar a mi sucesor. Es por eso que me dirijo a ti. ¡Ten compasión!!Te lo imploro! Lo hago como todas ellas, que lo agradecieron con los ojos. Te miro como el cordero del Señor, hágase tu voluntad. Reúne a los sacerdotes, haz la hoguera, parte el pan ácimo y sirve el vino, reparte mi cuerpo y mi sangre. No sientas compasión, ha llegado la hora del juicio final. Heredas tú la tarea. Te toca a ti, libera a los leprosos, pordioseros de este asqueroso mundo globalista. Deja a los gusanos de la Tierra y aparta a los corderos de Dios. ¡Dispara! ¡Dispara y purifica mi alma!

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