Mi estimado lector: antes de que pases a las principales líneas de este cuento debo advertirte que de él no soy padre, sino apenas su mísero padrino; lo hallé una tarde a horas crepusculares junto a un solitario y curioso animal de pradera que yacía sobre sus cuartos traseros montando guardia al insulso papel abandonado donde estaban escritas estas letras cuya intención ignoro, pero como el amoroso que soy, te las ofrezco en la mayor pureza que me es posible conservar, pues has de saber, querido lector, que me he atrevido a violar la integridad de este escrito al modificar en él algunos aspectos mínimos con el único fin de proteger el anonimato de su autor. También siento la necesidad de decir -por rendir honor a quien le haya inspirado-, que quizá su verídico autor, de quererlo, ofrecería este cúmulo de letras a quien sólo él sabe. Ahora, después de haberme confesado ladrón, te exhorto a que contemples “esta maraña de espinas”.

No puedo recordar los motivos que me llevaron a esa ciudad, supongo que fue el viento quién conspiró mis direcciones, el mismo viento que, desde que la vi, se forma con mis suspiros para rozar su piel. No importa cómo fue que llegué a ese lugar, sólo importa que me será imposible olvidar lo que pasó después de encontrarla en ese jardín otoñal; verla tan bella, tan joven, tan deseable, rodeada de blancas flores; creí que sería mi mayor fortuna -solamente lo creí-, como el infante cree, ingenuo, en la compasión del fuego.

La contemplé desnuda bañándose de atardecer, en ella habitaba una vida que parecía contenida eternamente por su piel, por sus ojos, por sus labios; labios que semejaban la pulpa rosada de una toronja. De pronto, como si tuviera prisa, su aspecto tierno me sujetó como si de un extrañísimo sortilegio se tratara. No intenté siquiera escapar, seguramente debí hacerlo, pero aquella amarga dulzura parecía gritarme a través de los poros de su suave piel madura.

Quisiera decir que actuaba bajo los dominios de mis pasiones primitivas o que eso del libre albedrío era un invento falso, pero no fue así, verla me condujo a elegir la perdición de mi vida llana y miserable; me encantaría decir que todo fue culpa suya, que una vez que te aproximas a su curva figura caes en ella sin ser capaz de detenerte, que los instintos, aquellos que niegas día a día para creer en tu razón, relucen hambrientos y le dan la espalda a los principios que se eligen al aceptar vivir en sociedad. Pero aquí habla un hombre que se reconoce libre -así es: me reconozco libre, como seguramente lo hace el descarado que encuentre estas líneas-, al que no le importan las reglas de una sociedad empapada de valores; habla un hombre que aceptó libremente ser un animal. Es por eso que me presumo, orgulloso hasta el delirio, culpable. ¡No! Culpable no, no siento en mí el más mínimo sentimiento de culpa, mucho menos de arrepentimiento; me jacto de ser responsable, único y absoluto responsable de todo lo que le hice. Pero sepan todos ustedes que con seguridad me juzgan, que ella no era inocente.

Mis pasos me llevaron frente a ella, los susurros del viento maligno me aconsejaron tocarle y yo acepté obedecer; la acaricié con delicadeza y, sin prisa, la besé por todas partes. Jamás me había sentido celoso, mucho menos del sol, quería que fuera mía, que ni el atardecer la tuviese, así que me atreví a tomarla, la sujeté con fuerza, pero precavido para no hacerle daño, era perfecta, nunca quise lastimarla y sin embargo, lo hice. La despojé de sus colores para poseerla. La toqué, mis dedos la penetraron y fue así como separé su ser y lo uní con el mío, pude sentir el éxtasis recorrer mi cuerpo mientras que de ella brotaba un líquido sagrado que rodaba por mis manos. El placer ausentaba mis precauciones. Por placer escogí la desgracia.

Mis errantes pies me abandonaron y caí, la dejé caer conmigo, fue en un lecho doloroso inundado de ramas espinosas, bajo aquel árbol que había sido hogar de esa fruta agridulce con la que acepté condenarme, donde culminó mí pasión.

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