Falsa apología del erotismo

Era un día normal. Nos encontrábamos trabajando en el taller y se acercaba la hora de la comida. Juan Carlos, muy animado, nos dijo que sería un día especial. No imaginábamos lo que se traía entre manos. Siempre había tenido fama de buen conquistador y las historias de sus hazañas amorosas eran conocidas por todos. Ernesto Vidal, el jefe de taller, no lo quería porque sabía que su secretaria Gabriela, a quien llevaba cortejando más de un año, se había acostado con él. Lo descubrió unos días después de la fiesta de aniversario de nuestra empresa estatal de transporte colectivo. Juan Carlos llegó a la oficina a dejar un comprobante médico y a Gabriela se le endulzó la mirada. Intercambiaron unas cuantas palabras en doble sentido que Ernesto entendió a la perfección. Los celos lo empezaron a corroer, pero una semana después descubrió la amargura en el rostro de su secretaria y adivinó la razón. Con nuevas esperanzas siguió en su arduo trabajo de ganarse el corazón de su empleada. La invitaba sin cesar a los restaurantes y al teatro, pero ella se negaba sin más. Habían llegado a un punto muy delicado en su relación laboral y Ernesto comenzaba a desesperase. El caso es que nadie deseaba acercársele a ella y mucho menos pretenderla por miedo a las represalias. Era guapa, morena, con el pelo negrísimo y con las caderas un poco grandes, pero era más bien por un efecto visual. Lo que sucedía realmente era que su cintura era muy estrecha y sus muslos alargados dejaban que resaltara la redondez de su trasero. Tenía buen carácter y se comportaba con mucha discreción. Se podía decir que su único pecado era haber caído una vez en las redes de Juan Carlos.

Entramos al comedor. Ese día habían preparado carne de cerdo y verdolagas. El olor despertaba el apetito y la gente se empujaba en la fila para alcanzar un trozo de la deseada carne. Solo Juan Carlos guardaba la corrección, era su estilo. Siempre daba a entender que no pertenecía a la plebe y que no se dejaba llevar por sus instintos bajos y, a pesar de que para todos nosotros era un barbaján y embaucador, las mujeres lo encontraban muy seductor. Tenía el hábito de instruirnos en el arte del amor y aprovechaba la presencia de las secretarias para enfatizar algunos aspectos de la relación de pareja. No usaba palabrotas y explicaba todo como si fuera un profesor de la universidad. Entre las mujeres se desenvolvía como pez en el agua y podía resolver conflictos sentimentales de forma pacífica. La mayoría de nosotros no sabía que tenía una gran biblioteca en su casa y que pronto se convertiría en ingeniero. No era guapo, pero su estatura, un poco arriba de la media y, sobretodo, su voz, atraía a la gente. Hablaba con fuerza y era convincente. Tenía buen sentido del humor y hacía sonrojar a medio mundo resaltando cualidades o defectos que casi nadie notaba en sí mismo.

En esa ocasión nos sentamos en un rincón del comedor. Estábamos Javier, un joven fortachón que había jugado al fútbol americano junto con Juan Carlos en la vocacional, “El Pollo”, quien se llamaba Arturo, pero que su aspecto flácido y su voz aguda le habían hecho contraer la maldición de ser comparado con un ave. No tenía mucho carácter y se dedicaba solo a trabajar, no estudiaba como todos los demás miembros de nuestro grupo. Estaba también Hugo, que hacía mucho deporte y se relacionaba con intelectuales. A mi me encantaba conversar con él porque me sorprendía con sus historias.

“Están todos equivocados ̶ dijo Juan Carlos con una sonrisa que dejó ver sus grandes dientes torcidos ̶ , si piensan que hoy van a cobrar su sueldo y se van a ir a casita a perder el tiempo. Resulta que me he comprado un coche nuevo y para estrenarlo nos vamos a ir a la playa. En cuanto cobremos nos vamos a bañar y directos a Acapulco. El primer tramo lo hago yo, luego seguirá Javier y al final “El Pollo”. ¿Está claro? !Ah! Y !No voy a aceptar excusas! ¿Han entendido?”.

Era la primera vez que nos hablaba así. Habían pasado seis meses desde que me habían contratado como ayudante temporal y ese día cobraría con mi aumento de sueldo porque había pasado el período de prueba y había firmado el contrato fijo. Le había prometido a mi madre y mis hermanos llevarlos a celebrar a un Samborns, pero después de la noticia que nos dio Juan Carlos, se me estropeó el humor. No disfruté de la carne de cerdo y estuve pensando una excusa para desaparecer, sin embargo era imposible.

Llegó el contable con los sobres casi a la hora de la salida, Juan Carlos estaba parado cerca de mi. Se peinaba el pelo con las dos manos. Su uniforme estaba muy limpio y sus botas también, a mi me sorprendía que anduviera tan pulcro porque a mí me era imposible evitar mancharme. Mi trabajo consistía en limpiarle la barriga a los trenes. Me ponía en todo el cuerpo trozos de sábanas que nos traían, lo supe después, de la morgue, y al final del día estaba negro. Me tocó mi turno y al empezar a contar el sueldo sentí que me lo quitaban de la mano. Miré sorprendido a Juan Carlos que dijo, separando la mitad de los billetes “esto es para tu madre y lo demás para hospedarte y divertirte en la playa. Te vamos a llevar a los mejores lugares”. No hubo más que risas pícaras y nos fuimos a los baños. Salimos y Juan Carlos nos mostró su coche que había dejado fuera del estacionamiento. Era un mustang rojo muy bien conservado. Me preguntó si mi casa quedaba cerca de la salida a la carretera de Cuernavaca. Eso, él ya lo sabía de antemano, tenía dotes de investigador privado y su capacidad de deducción era increíble. Me pidió que le avisara a mi madre que me iba de viaje. Al llegar, nos recibió con una comida muy sabrosa y me recomendó que me cuidara, me echó la bendición y le hizo prometer a Juan Carlos que me cuidaría.

Hicimos el viaje de noche. Cuando vimos el amanecer, recordé la primera vez que estuve en el mar. La sensación fue increíble, estábamos en la cima de la montaña más alta y la bajada nos llevaría directamente al mar. Se sentía el aroma de la sal y “El pollo”, acelerando, dijo que en unos minutos llegaríamos a la casa de su tía. En media hora llegamos a una casa vieja que estaba cerca de un complejo hotelero. La señora Teresa nos llevó a una habitación en la que había dos camas y un catre. “Allí pueden dormir ̶ dijo sonriente ̶ , es todo lo que les puedo ofrecer”. Pasamos el día buscando algunos lugares de interés y comimos mariscos en el restaurante de un amigo de Arturo. Nos sirvió un hombre gordo a quien todo mundo le decía Mostacho. Era bajo y con mucho sentido del humor, no paraba de decir que lo mejor para el amor eran los ostiones. Yo conocía un poco la ciudad, pero nunca había visto la vida nocturna. “Esta es la zona roja ̶ nos comentó Juan Carlos mientras veíamos unas casas con anuncios ̶ , están cerradas porque es de día, pero aquí chupan la sangre los vampiros”. Nos reímos por las bromas que hizo, pero no me imagine que esa misma noche vería cosas que jamás había imaginado. Yo era un joven sin traumas, pero llevaba a cuestas el peso del fracaso en las relaciones sentimentales. Mis amigos decían que no era mal parecido, pero por alguna razón me veía a mí mismo como un monstruo, además cuando tenía enfrente a alguna mujer guapa, perdía el habla y era incapaz de articular nada. Todo se lo debía a mi primera experiencia que fue con Mónica, la niña más guapa de nuestro barrio, fue seguramente por ella que me hice recatado en el amor. A los ocho años la había visto jugando con unos vecinos y un día reapareció con quince años. Entramos juntos a una heladería y me reconoció, le invité lo que había cogido y empezamos a hablar. Pronto nos hicimos buenos amigos, sentíamos mucha atracción. Su amiga Laura era nuestra cómplice porque yo, a la señora Lola la madre de Mónica, no le gustaba en absoluto y ella hacía todo lo posible por alejarme de su hija. Escribí muchas cartas y poemas que Laura siempre le entregó puntual a Mónica, también me trajo las que ella escribía.

Un día, la señora Lola se fue a ver cómo iban las obras de su casa nueva fuera de la ciudad y me encontré con Mónica. Nos sentamos a conversar en las escaleras y de pronto nos miramos de una forma diferente, ella se acercó y sentí el perfume de sus cartas. Le acaricié el pelo y me acerqué también. Después cerramos los ojos y dejamos que nuestras bocas se unieran, ella se tensó un poco, respiraba con prisa. La sangre nos hinchó de deseo. Era la primera vez que experimentábamos una sensación de ese tipo. Cada quien luchaba a su manera con el calor interno del cuerpo. Nos dimos cuenta de que no podíamos separarnos y que el incendio interior nos estaba consumiendo. Era como morir de felicidad. Perdimos la noción del tiempo y cuando abrimos los ojos éramos otras personas. Nos habíamos transformado, una metamorfosis había librado nuestros cuerpos de la inocencia. Se había desprendido de nosotros una coraza en la que nos habíamos refugiado hasta entonces. Me encantó el nuevo brillo de sus ojos y el nuevo tono de voz con el que pronunciaba mi nombre. Laura nos veía con ternura cuando paseábamos con ella y se reía de felicidad. Había presenciado algo que quizá ya había vivido.

A partir de ese día cambié y me sentí feliz. Por desgracia, no me duró mucho el gusto. Una tarde en la que estaba con mis compañeros de equipo disputando el campeonato de baloncesto de nuestro barrio, recibí la peor noticia de ese periodo de la adolescencia. Tenía que tirar el balón antes de que se terminara el encuentro. Me habían cometido una falta y en mis manos estaba el triunfo. Nos separaba solo un punto de nuestros contrincantes, con dos encestes era suficiente. Apareció Mónica, estaba un poco alterada, me miró a los ojos y me dijo que teníamos que cortar. Yo no contaba ni con la experiencia ni con el tiempo suficiente para responder de forma adecuada, así que solo dije que estaba de acuerdo y me fui a terminar el partido. Ganamos, pero eso representó la peor pérdida para mí porque perdí a Mónica y comencé a padecerla como una enfermedad. No podía relacionarme con nadie y me pasaba lo que a todo mundo; las chicas que no me gustaban, me seguían y las que sí me atraían, se transformaban en un fantasma de Mónica.

Decidí matar mis sentimientos y dedicarme por completo al estudio. En esa condición emocional había permanecido hasta esa noche. Juan Carlos nos ordenó arreglarnos. Salimos cerca de las nueve de la noche. Nos habíamos puesto muy presentables y nos sentíamos muy bien. Llegamos al barrio que nos había mostrado Juan Carlos por la mañana, todo era diferente. Se había transformado el lugar en un poblado de luces de neón independiente de la ciudad. Entramos a un lugar que se llamaba “El sarape”. Había un podium en el que cantaban travestis. Lo hacían bastante bien y en ocasiones cantaban a capela o sin pistas. Imitaban a las cantantes del momento como Lupita Da Alessio, Daniela Romo y Lucerito. Un hombre moreno de rostro muy fino interpretó, con una voz idéntica, a Rocio Durcal. Al final de la actuación, le aplaudieron y Juan Carlos lo llamó y le preguntó: “¿Cuánto me cobras por darle un beso a este?”. Diez pesos ̶ dijo y guardándose el billete en el escote de su vestido me plantó un beso ̶ . Cerré la boca lo más fuerte que pude y me puse furioso por la sorpresa y la desagradable broma. Quería salirme y andar hasta la casa solo, pero Juan Carlos me detuvo. Me convenció de que estábamos entre amigos y que era una noche para divertirnos. Abandonamos el tugurio y entramos a un burdel que estaba muy cerca. Las mujeres se paseaban en camisón y los clientes eran hombres libidinosos. El aire era un poco fétido y no había ventiladores. Nos sirvieron una botella de ron y empezamos a beber. “El pollo Arturo” se transformó de inmediato en un gallo de pelea. Tenía la mirada amenazante, había perdido su flacidez eterna y hasta los pocos pelos que tenía se le irguieron. Siguió con los ojos a una mujer, se levantó y se fue. Volvió en media hora. Caminaba con el pecho salido y con el mentón alto. Lo saludamos y nos dijo que había estado con una de las muchachas. Unos minutos después se acercó una mujer de unos veinticinco años de pelo castaño y cuerpo delgado. Se sentó al lado de Arturo y preguntó si éramos de otra clase social o de la ciudad y Juan Carlos le dijo que éramos de otra clase intelectual. Ella se rio y mirándolo fijamente le preguntó si quería ir con ella. Él se disculpó diciendo que ya se había acostado con el mejor de nosotros. Salimos sin terminarnos la botella. Hasta ese momento nos habíamos divertido muy poco y la noche, como decía Juan Carlos, era muy joven todavía. No sabíamos cuántos antros nos faltaba visitar. Juan Carlos llamó a un chico que andaba repartiendo tarjetas en la calle. Nos entregó una y Javier le preguntó cómo llegar, el chico señaló una calle que llevaba a un monte que estaba muy cerca. “Es aquella casa blanca que ve allí, está por en medio”. Vimos que todas eran muy parecidas. No tardamos en llegar. Las casas blancas se llamaban quintas y a la que íbamos se llamaba Rosita, por el aspecto de los guardias y el lujo, se notaba que era una de las mejores. Entramos y vimos a una mujer de unos cuarenta años que nos recibió con amabilidad.

“Buenas noches, muchachos pónganse cómodos, dijo pavoneándose, desean beber?”. No esperó la respuesta y de inmediato se acercó un mesero con una bandeja con una botella de brandy y refrescos. Nos sirvieron en una mesa que estaba al lado de la piscina. La iluminación era muy buena. Comenzaron a desfilar unas mujeres jóvenes y muy guapas en traje de baño. Se acercaron y nos propusieron ir a una habitación. “El Pollo” se buscaba dinero en los bolsillos sin mucho éxito y cuando vio la situación perdida se dedicó a beber. Javier que se había mantenido a la expectativa comenzó a bromear. Se quitó la camisa y mostró su musculatura, luego se levantó metió una moneda en una rocola y comenzó a bailar. Las mujeres se le acercaron. En ese momento un morena de traje de baño color rojo se me acercó y me dijo que si le daba cien pesos se iba conmigo a la cama. No tenía experiencia, ni dinero porque todo lo estaba administrando Juan Carlos, lo consulté con la mirada temiendo que pagara y me metiera en un apuro. En los pocos segundos que tardó en decidir, recordé todos mis malos ratos en los que muy excitado alivié mis necesidades sexuales con el onanismo. No tenía experiencia con las mujeres y estaba temblando. “No, no quiere ir, dijo Juan Carlos, provocando su ira diciendo que éramos homosexuales”. Después de esas palabras el aire se coaguló, la mujer que nos había recibido levantó la cabeza como un animal de caza que ha oído el crujido de las hojas secas. Para colmo de males, Juan Carlos se puso a bailar con Javier y le dio un beso en la mejilla. Nos echaron de allí a empujones, nos quitaron el dinero y nos pincharon las llantas del coche. En la casa de Arturo rematamos con una botella de brandy y coca.

Al día siguiente decidimos volver a la capital por la noche. Teníamos que hacer el viaje y llegar directamente al taller. Toda la semana estuvimos comentando las aventuras del fin de semana. Para despertar la curiosidad en nuestros compañeros, Juan Carlos, inventaba cosas. Los demás lo apoyábamos y al final quedamos como unos depravados.

A partir de ese día empecé a notar que la actitud de Juan Carlos era otra. Primero me dio libros para leer. “Comienza con este, dijo acercándome un ejemplar de “Las historias de Fanny Hill”. Fue muy duro leerlo porque no podía soportar tales historias. Aguantaba lo más que podía las inflamaciones del vientre y los dolores, pero terminaba aliviándome con revistas para adultos. Siguieron más libros: Grushenka, La mejor parte del hombre, La autobiografía de una pulga, La historia del ojo, Mi vida secreta, Diario poco decente de una jovencita y muchas más.

Juan Carlos dejó de hablar con los demás y me avisaba cuando iba a ir a comer para que fuéramos juntos. No se sentaba nadie con nosotros y no se oía la fuerte voz de mi compañero en el comedor. Se había convertido en una especie de guía espiritual. Me hacía preguntas referentes a la psicología de la mujer, las técnicas del amor. También me había atiborrado de libros de psicología y filosofía. Un día me dijo que fuéramos a un bar que él frecuentaba para recibir mis últimas lecciones.

Me sorprendió que, mientras los clientes bailaban, invitaban a las bailarinas y hacían todo tipo de locuras en aras de la seducción; Juan Carlos solo esperara bebiendo a sorbos pequeños su bebida. Miraba con la cabeza alta y seguía con atención los trayectos que hacían las mujeres. Hablaba sin mirarme, pero cada vez que notaba mis distracciones me llamaba la atención. Hablaba de estrategias del amor, de modos de conversación, de la lógica femenina y de lo que las hacía más endebles.

“Las mujeres necesitan que les ofrezcas seguridad, ¿sabes? Si no tienes dinero, entonces puedes ofrecer otra cosa que puede ser algo relacionado con los sentimientos o con el deseo. ¿Has pensado alguna vez sobre lo que realmente quieren las mujeres guapas que te gustaría llevarte a la cama? Seguro, que no, pero estás a punto de descubrirlo. Te he dado libros eróticos para que sepas lo que es el sexo, pero ahora tendrás que leer cosas más profundas, son escritos de grandes pensadores que se pusieron a razonar sobre los sentimientos pasionales del hombre y la mujer, entre ellos hay yoguis que te enseñarán a controlar tu cuerpo, lee con atención y no me falles. Hay algo muy valioso de por medio y un error lo podría echar a perder para siempre”.

En ese momento no sabía cuál era el plan de mi iniciador en el arte de amar, pero faltaba muy poco para que se descubrieran ante mi los secretos del amor. Estuve leyendo y comentándole los libros a Juan Carlos, él me corregía si interpretaba mal una idea, me cuestionaba durante varios días y me ponía acertijos. Los cambios que fui sufriendo se notaban a leguas, pero para mi eran imperceptibles. Salió una convocatoria para ocupar unas plazas y ascendí a técnico. Ya no tenía que limpiar trenes, mi trabajo era más interesante y me quedaba más tiempo para hablar con Juan Carlos.

Un día por la mañana me avisaron que me iban a trasladar a otro taller. Lamentaba tener que dejar a mis amigos, pero ellos me dijeron que tarde o temprano eso pasaría. Ellos también estaban pensando en los cambios. Pensé que para despedirnos haríamos una fiesta o nos reuniríamos en un bar, pero nadie dijo nada y cuando lo propuse, se negaron todos al unísono. Me sentí traicionado, pero pensé que así sería mejor.

Cuando recibí mi autorización para trasladarme, fui a ver a Ernesto Vidal y le dije que ya había limpiado mi casillero y que empezaría a trabajar el siguiente lunes en otro taller. Me deseó suerte y me estrechó por primera vez la mano. Fui al comedor a gastar mis últimos talones. Casi no había nadie a esa hora. Me senté con mi bandeja y me quedé pensando en los cambios que hasta ese momento había sufrido. No noté la entrada de Gabriela. Se acercó y fingiendo distracción preguntó si podía almorzar conmigo. Me puse un poco nervioso, pero la invité a sentarse. Ella me lo agradeció con una sonrisa. Tenía un nudo en la garganta. Nunca la había visto tan cerca y noté que su perfume mezclado con su olor natural era muy excitante. Ella comía en silencio y de vez en cuando me miraba fijamente mientras yo bajaba la mirada y pensaba en morirme. Se me cortó el apetito e hice un gran esfuerzo para hablar.

̶ ¿Te gusta tu trabajo? ̶ le pregunté con voz indecisa.

̶ Sí, no está del todo mal y ¿a ti?

̶ Sí, claro que me gusta, además he recibido un ascenso y voy a trabajar en el taller que está cerca de mi casa.

̶ Tienes suerte. A mi venir hasta aquí no me es tan cómodo, vivo bastante lejos.

̶ ¿En qué parte de la ciudad?

̶ Por el sur, cerca del Azteca

̶ !Que casualidad!!Yo también vivo por allí!

̶ Eso quiere decir que somos vecinos, ¿no?

̶ Sí, algo así, aunque por allí no te he visto nunca.

̶ En cambio yo sí.

̶ ¿En verdad? Bien podrías haberte equivocado. Y ¿por qué no te cambias de taller?

̶ Sí, es lo que pienso hacer. Tengo dos razones muy fuertes.

̶ ¿Ah, sí? Y ¿cuáles son?

̶ Una, que ya no aguanto a Ernesto Vidal y, la otra, una apuesta.

̶ De tu jefe está claro, pero ¿una apuesta?

̶ Sí, fue hace unos diez meses. Tú tenías apenas unas semanas trabajando y tu amiguito Juan Carlos me hizo una apuesta cuando me negué a acostarme con él.

̶ No es nada raro viniendo de él. Y ¿sobre qué es la mentada apuesta?

̶ En realidad fue como una broma tonta. Cuando le dije que de todos los hombres que había en el salón de la fiesta solo me acostaría con el mas santurrón. Comenzamos a buscar al más inocente y de pronto te vi, te reconocí. Estabas sentado con tu traje gris, ensimismado, mirando sin interés, no bailabas ni hablabas con las mujeres. Él dijo que nunca lograrías seducirme, ni siquiera acercarte a mi. Y ahora…

̶ Y ¿Ahora qué?

̶ Pues que es la última oportunidad.

̶ ¿La última oportunidad? Yo ni siquiera me había enterado.

̶ Sí, ese era el trato. Yo te insinué varias veces, te mandé mensajes con mis amigas, pero tú no les prestaste atención.

̶ Es que jamás pensé que estuviera en juego…

̶ Además, ¿sabes qué tendré que irme con él si tú no haces nada?

No me dejó salida alguna. La invité para que esa misma tarde fuéramos a tomar un café en un sitio donde tocaban música en vivo. El ambiente era muy romántico, las mesas muy pequeñas y había unos toldos que separaban a la gente. Era un lugar muy apropiado para hablar del amor. Ella llegó con un vestido entallado. Bebí un Cuba libre y ella se limitó a un café capuchino con un trozo de la tarta de la casa que era muy sabrosa. Cuando comenzaron a tocar “Si nos dejan”, Gabriela me miró sin parpadear, me acomodó el cuello de la camisa y me pregunto si estaba de acuerdo con la canción. Le dije que sí y la besé con cuidado. Recibí unos labios ardientes, ávidos y una respiración tibia. Recordé mi transformación de la adolescencia y la abracé. Formalizamos nuestra relación esa noche y pensé que mi amigo Juan Carlos me había convertido en un seductor infalible, pero presentí que Gabriela era igual que él, incluso más inteligente y diabólica.

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