Los apuntes del Sr. Pervers

1

—Fue como robarle un caramelo a un chico –el ladronzuelo sonrió desfachatado.
—Admiro tu fantástico sentido del humor.
—No lo dije por su altura.
—Nadie habría de creerte.
El ladronzuelo sonrió satisfecho. “El Interrogador” le agradeció el trabajo.
—Favores son favores –le dijo.
—Te debo una.
—Dos.
—¿Dos?
—Robarle sus apuntes a un psicópata vale doble.
—¿Psicópata?
—Total.
—Entonces te debo dos.
—¿Seguro que quiere leer eso?
—¿Difícil?
—¿Difícil? No sé qué decirle.
—Comprendo.
—“El baile de los muertos”.
—¿Qué?
—Léalo con atención.
—¿Puede leerlo Dixi?
—¿Dixi?
—Sí.
—Primero léalo usted. Después decida quién otro podría leerlo.
—Tu desconfianza me resulta muy gratificante.
—No es desconfianza.
El ladronzuelo se escabulló por una sombra recta que salía de un árbol hacia la oscuridad final de la calle.
El horizonte, a esa hora, estaba inmóvil.
Los apuntes estaban cuidadosamente encuadernados. “El Interrogador” se detuvo a leer la tapa de ese diario íntimo. En perfecta letra caligráfica estaba escrito “Los apuntes del Sr. Pervers. Esbozo de ensayo enciclopédico”.
Una fanfarronada.
Guardó en el bolsillo derecho de su saco los apuntes. Caminó en dirección al hotel donde estaba hospedado. Sentía la necesidad de comenzar a leerlos.
Se hallaba cómodo lejos de Dixi. Sus reproches no lo incomodaron. No esperaba otra cosa. Pero la distancia ayudaría a aliviar la desazón que su comportamiento le produjo. Sabía que no podía exigir a Dixi que comprendiera la naturaleza de su indiferencia por la muerte de Salomé y Eliel.
La caminata duró un poco más de media hora. En la esquina del hotel, a donde llegó sin darse cuenta, el paisaje cambió completamente. Abandonó su quietud ritual de espejo oscuro y en el horizonte apareció una hilera de nubes negras marchando en procesión como monjes medievales. La cabeza gacha, penitentes, se desvanecían cuando el viento los arremolinaba con fuerza.
A pocos metros suyos distinguió al hombre que lo estaba esperando.
Se dirigió a él sin dilatar el encuentro.
—¡No lo esperaba tan pronto! –le dijo al tiempo que tendió su mano para saludarlo. “El Auditor” respondió el saludo y sonrió con naturalidad.
—El Sindicato nunca tarda en responder a un pedido de tan ilustre miembro.
—No tan ilustre. Apenas un castigado pasado a retiro efectivo.
—Gajes del oficio. Pero su trayectoria sigue siendo un ejemplo para todos, novatos y expertos. Usted es un hombre muy apreciado.
“El Interrogador” sonrió despreocupado de la adulación. Sugirió seguir hasta la esquina próxima, donde en un coqueto café podían conversar de manera reservada.
Allí se dirigieron, caminaron lentamente, hablando de cosas simples.
Llegaron al café y buscaron la mesa más apartada para sentarse a ella. “El Interrogador” invitó a su acompañante a probar el espresso. “Exquisito” le dijo procurando que su consejo resultara creíble.
—No bebo café. Mi gastritis no lo tolera. Solo té negro.
“El Interrogador” llamó al mozo.

2

—Se lo conocé por S. Pervers –dijo “El Auditor” mientras bebía su taza de té negro.
—Identidad falsa.
—Usted lo ha dicho.
—¿El Sindicato lo reconoce como propio?
—No pertenece al Sindicato. Si fuera así, yo no estaría bebiendo este exquisito té negro con usted.
“El Interrogador” bebió su espresso. Limpió su boca con una pituca servilleta de papel. Luego dijo:
—¿Trabaja para Balcrrod, para los comisarios?
—Está en una zona oscura, impropia, extraña.
—Disculpe…
—Me explico. En oportunidades trabaja para Black Road, pero no está integrado a la Orden de los Caballeros del Camino Negro.
“El Interrogador” no pudo contener la carcajada.
—¡La Orden de los Caballeros del Camino Negro!
—Extravagancias de la mugre –cínico sonrió “El Auditor”.
—No sabía de ese ascenso social.
—Dejemos a Black Road por un instante. Ese es un asunto tan extraño como el del señor S. Pervers.
—Correcto.
—Iba a decirle que “La Banda de los Comisarios” lo convoca para alguna tarea… ¿Cómo decirlo?
—Con las únicas palabras con que se puede describir ese trabajo.
—Repugnante.
—Entiendo.
—Pero tampoco está integrado a esa organización. Es un caso de “feudo ligio”. ¿Me comprende?
—¿A quién rinde vasallaje?
—Ese es el misterio. S. Pervers es muy meticuloso. Extrañamente meticuloso. Quiero advertirle…
“El Interrogador” alzó sus cejas. Un gesto de asombro se dibujó en todo su rostro.
—¿Ya sabe lo de sus apuntes? –preguntó exaltado.
—Correcto –“El Auditor” trató de aproximarse a su contertulio. En voz baja le dijo:
—No debería mostrarle esto, pero en confianza, siendo usted una leyenda, lo haré.
Buscó su celular en un bolsillo interno del saco. Luego de señalar la aplicación WhatsApp, buscó un mensaje que dio a leer a “El Interrogador”.
El mensaje decía: “Auditor. Robo de “Los apuntes del Sr. Pervers”. Ladronzuelo hizo entrega del mismo a “EI”. S. Pervers sabe quién lo robó y quién encomendó el robo. Cuidado. Saludos. SG.”
“El Interrogador” quedó sorprendido.
—Cuídese señor –le dijo “El Auditor”–. Es mi deseo repetir esta taza de té con usted.
—¿Algo más?
—Su mandante se esconde detrás de dos letras.
—¿Sabe cuáles?
—“HD”. Es todo lo que sabemos.
—¿Nada más?
—Nada más. Lo juro –sonrió y luego se persignó torpemente, a lo Macri–. Usted sigue bajo la protección del Sindicato. Su seguro está vigente. Su cuota societaria está al día. Que le hayan retirado la licencia para trabajar no implica que haya perdido la cobertura de su seguro de retiro. Por eso estoy aquí compartiendo con usted este grato momento. Pero quiero agregar, si usted me permite, una reflexión.
—Lo escucho.
—Tal vez S. Pervers escribió o hizo escribir ese libelo para usted y dejó que lo robaran, para usted. Un hombre como él, un legítimo perverso, no razona exactamente como uno de nosotros. ¿Me comprende? No se deje sorprender.

3

Los hombres se despidieron sin ceremonia. Estrecharon sus manos en silencio.
“El Auditor” optó por salir en dirección contraria a la que tomó “El Interrogador” quien se dirigió a su hotel.
“El Interrogador” palpó su bolsillo. Allí estaba el manuscrito del Sr. Pervers esperando que él comenzar a leerlo.
Sabía que podía lidiar con la inteligencia del hombrecito. Ninguna de sus elucubraciones escaparía a su discernimiento. Las especulaciones de ese depravado eran previsibles para él.
A lo largo de sus años de servicio conoció desde los asesinatos más truculentos a los crímenes más elaborados. Sabía que Pervers no podría emularlos y mucho menos superarlos. Podía recitar de memoria la lista de asesinos insuperables que conmovieron a sus sociedades. Pervers no entraba en ella por ninguno de sus crímenes. Era un personaje menor en ese submundo.
Pero nada sabía de la inteligencia de “HD”, de su manera de pensar, de planificar.
¿Quién era “HD”? ¿Quién se escondía detrás de esas dos simples letras? ¿Por qué “HD” se había involucrado con él, un sicario en situación de retiro? ¿Se trataría de una venganza por algún trabajo que realizó hacía años? Era posible ¿Un encargo de organizaciones que no deseaban involucrarse con el Sindicato, pero sí ajustar cuentas contra él? También era posible. Hizo tantos trabajos que la lista de posibles enemigos resultaba extensa. Demasiado.
¿”HD” era la denominación de una organización que él desconocía por completo o el nombre cifrado de su perseguidor?
Repasó los pocos datos que “El Auditor” le refirió. Pervers “está en una zona oscura, impropia”, le dijo. No estaba bajo el mando ni de Blacrrod ni de “La Banda de los Comisarios”. Su jefe es alguien que se hace llamar “HD”.
“El Auditor” nunca le daría información incorrecta. El Sindicato no acostumbraba a brindar un dato si no había sido debidamente chequeado y por varias fuentes. Podía confiar en esa revelación.
Tampoco le había dado grandes pistas que investigar. Le advirtió que “Los apuntes del Sr. Pervers” podían no ser verdaderos. Un texto elaborado para él por el maniático de Pervers o por “HD”. Consideró que aunque si así fuera, el texto debía contener algún dato, alguna pista que le sirviera para poder comprender realmente de qué se trataba todo eso.
Estaba convencido de que la ejecución de “El Intermediario” no justificaba la tramoya que organizó Pervers en el villorrio que culminó con los asesinatos y el descuartizamiento de Salomé y Eliel. Aún no había podido establecer el vínculo de esos jóvenes con él. Tampoco por qué Pervers consideró que su tortura y muerte lo obligarían a intervenir personalmente. Su indiferencia le valió el reproche de Dixi, pero él sabía que no debía involucrarse en el juego que le proponía ese desquiciado.
Nunca, en toda su carrera, aceptó participar del juego que un enemigo proponía. Siempre escogía dónde y cuándo intervenir. Esa prevención le había permitido realizar sus trabajos con total eficacia y seguir con vida. No era poco.
No cambiaría su modo de actuar bajo ninguna circunstancia.

4

La ciudad a donde se había refugiado “El Interrogador” para descansar era pequeña y tranquila. Una ciudad rural donde la vida transcurría indiferente al tráfago citadino.
A la ciudad se entraba desde la ruta por un camino de ripio consolidado. Algo más de cuatro kilómetros separaban esa ruta de la entrada propiamente dicha de la ciudad. A la izquierda del camino, se alzaban los postes que llevaban el tendido eléctrico. En todos ellos, nidos de horneros lucían su atávica arquitectura. Luego de los postes, había crecido un tupido monte que permanecía virgen. En los ojos de agua que se formaban en ese monte luego de las copiosas lluvias de invierno, los cuises nadaban en pequeños grupos protegidos por los matorrales que crecían velozmente en las estrechas riberas de esos estanques. Si se sentían amenazados, se ponían a salvo entre las frondosas malezas que rodeaban las aguas estancadas, donde quedaban a salvo de los cazadores furtivos que apreciaban su carne amarga y oscura que cocinaban en una especie de guiso.
A la derecha del camino, los sembrados de soja se alternaban con los de maíz. Cada tanto, en chacras debidamente demarcadas, algunas vacas rumiaban indiferentes.
Al pueblo también se podía llegar apelando al “servicio” de remís que un vecino ofrecía cuando estaba sobrio, o lo que no era habitual. El hombre cobraba algún dinero por traer y llevar vecinos y visitantes desde y hacia la ruta.
El camino a la ciudad se prolongaba en la calle principal, una ancha avenida también ripeada. Se extendía por varios kilómetros desde la entrada hasta un vértice de la estancia “Las dos hermanas”, cuyas dueñas, precisamente, eran dos ancianas que vivían allí desde su nacimiento y que eran famosas por su carácter despótico.
La entrada a la estancia estaba varios kilómetros en dirección norte siguiendo una calle de tierra que solía anegarse cuando las lluvias. Las ancianas se habían opuesto a su mejora con ripio especulando que el mal estado de la calle alejaría a curiosos e intrusos. En la estancia se alternaban las plantaciones de soja con feedlots. Los feedlots hedían por los excrementos del ganado que se acumulaba en los corrales.
La calle principal estaba perfectamente iluminada y en ella se apreciaban tanto construcciones nuevas como antiguas casas de estilo campero. Variedad de árboles en sus veredas entregaban generosas y refrescantes sombras reparando a las viviendas y sus moradores del intenso sol.
El hotel donde paraba “El Interrogador” estaba a la entrada de la ciudad. Apenas se abandonaba el camino ripiado, se daba con él. Era un pequeño edificio mitad ladrillos, mitad madera. Sobre su rústica puerta, en un desprolijo cartel con letras dibujadas a mano, estaba escrito “Hospedaje Los Amigos”. Las luces que debían iluminar el letrero no se encendían desde hacía años. Eran pocos los huéspedes que se alojaban en él. Se trataba por lo general de consignatarios que llegaban para encontrar oportunidades de compra de ganado barato o hacer transacciones con la soja que a pesar de todo conservaba buen precio.
5
“El Interrogador” se había aquerenciado con esa pequeña ciudad. Era cómoda su estancia y disfrutaba del agradable trato que los parroquianos le brindaban aun sin conocerlo.
Gozaba de un anonimato que, aunque irreal, lo satisfacía. Sabía que nunca sería un hombre anónimo. Parecía llevar estampada en la frente el nombre de su profesión.
El Sindicato lo controlaba y sus agentes se ocupaban tanto de garantizar que no violara la sanción impuesta como de cuidar que nada lo ocurriera. Las venganzas contra los sicarios eran moneda corriente y el Sindicato tenía la obligación de proteger a sus miembros. Solo los abandonaba si estos infligían sus estrictos códigos, estupidez que “El Interrogador” no pensaba cometer.
En el hotel nadie hacía preguntas indiscretas. Sus propietarios eran dos abuelos que pasaban el día atendiendo a sus huéspedes y cuidando la limpieza y el orden del pequeño establecimiento.
El recibidor era pequeño. Piso lustroso, perfume a cera nueva y luces discretas. En medio del recibidor una alfombra artesanal de vivos colores y dibujo abstracto. Por un pasillo de baldosas rojas se iba a las habitaciones y al baño.
La habitación que ocupaba era amplia. Los abuelos le habían reservado la mejor. Una cama matrimonial, dos mesas de noche color caoba a cada lado de la cama con sus respectivos veladores, un pequeño y lustrado ropero en el que había una docena de perchas, una mesa y dos sillas eran todo el mobiliario. El hotel facilitaba un calentador eléctrico de mesa, una bonita pava decorada con flores de lis, mate porongo, bombilla de plata y yerba sin palo, del gusto uruguayo.
En una esquina de la habitación, había un pequeño lavabo también decorado con flores de lis. La canilla de bronce lucía lustrada a espejo y de allí podía proveerse de agua para el mate o para refrescarse al levantarse a la mañana o de la siesta. El baño era compartido.
De regreso de su entrevista con “El Auditor” se detuvo a conversar con los propietarios del hotel. Los abuelos disfrutaban del día soleado mientras cuidaban de las flores en el pequeño jardín a la entrada al hospedaje. Le sugirieron que almorzara en un boliche que distaba a unos 500 metros del hotel, donde se servía comida casera. Su dueña y cocinera, Anselma, solía preparar comidas criollas. Locro, carbonada, empanadas, carnes a la braza, se ofrecían en su menú. Los encurtidos también eran producidos por ella. Criaba sus propios cerdos para asegurar la calidad de los fiambres. Agradeció la sugerencia, prometió disfrutar esos manjares y se despidió de los ancianos con una sonrisa.
Entró a su habitación. Dejó sobre la mesa el manuscrito de Pervers y se dispuso a comenzar su lectura. No estaba ansioso pero sí bien dispuesto a leer. Estaba seguro de que no se trataba de una joya literaria. Aun considerando que el libelo solo hubiera sido escrito para él, como sospechaba el Sindicato, esperaba hallar alguna revelación que lo ayudara a comprender qué se proponía Pervers o su mandante, el desconocido “HD”.

6

Acercó una silla a la amplia ventana por la que entraba una luz cálida y blanda. Se acomodó dispuesto a comenzar con su lectura. Estaba sereno y concentrado, incluso curioso.
Primero repasó a la ligera algunas hojas. “Le echaré un vistazo”, dijo para sí, como explicándose a sí mismo sus decisiones.
Apreció la prolija caligrafía. A medida que la observó con detenimiento dedujo que quien hubiera manuscrito el libelo lo había hecho con encomiable esmero. El calígrafo, sin duda, había dedicado mucho tiempo a su labor. Todas las letras tenían las mismas dimensiones. Ninguna “a” era diferente a otra. Así con cada letra. Todas parecían estampadas con artesanales tipos móviles y no dibujadas a mano. No era obra de un aficionado. Tanta prolijidad, tanta exactitud en el dibujo de los caracteres, daba una serena sensación de simetría. Si la letra explica en algo el carácter de un hombre, si refleja de algún modo su verdadera naturaleza, “El Interrogador” debía sumar otro acertijo al que le planteaba el libro en sí mismo. No había imaginado hasta ese momento que el hombrecito que lo buscaba para asesinarlo tuviera algo del espíritu que la exquisita caligrafía manifestaba.
Buscó el índice; comprobó que no lo tenía. Con el rápido paso de las hojas también notó que no había títulos o subtítulos que separaran unos párrafos de otros. El manuscrito no estaba capitulado. Solo espacios en blanco separaban unos textos de otros. Todas esas separaciones tenían las mismas medidas.
En la primera hoja el calígrafo escribió en letra gótica rotunda “Los apuntes del Sr. Pervers”. El titulado en letra gótica le iba bien al manuscrito.
Las primeras veinticinco páginas estaban dedicadas a disquisiciones religiosas. Por partes iguales se reproducían citas bíblicas y comentarios sobre ellas.
Dudó que el preciso número de veinticinco páginas pudiera ser casual en un manuscrito en el que nada lo parecía. Decidió revisar las siguientes veinticinco. Estaban dedicadas a elucubraciones filosóficas. Siguiendo el mismo esquema de las primeras veinticinco páginas, reproducía equitativamente citas filosóficas y comentarios sobre cada una de ellas.
El tercer grupo de veinticinco páginas relataba digresiones sobre sueños, pesadillas y distintas fobias. Parecía un texto desordenado, incoherente. Pero “El Interrogador” estaba seguro de que el aparente desorden con que había sido escrito escondía un verdadero mensaje.
El cuarto y último grupo, mezclaba citas bíblicas, filosóficas y desvaríos oníricos y fóbicos, para luego enumerar una serie de famosos asesinos seriales y homicidios contra personas que no eran mencionadas por sus nombres o su alusión era muy vaga y confusa. La lectura y comprensión del manuscrito se le presentaba como un desafío que no previó y al que no podía ni debía subestimar.
Volvió a la carátula de presentación. Debía decidir qué camino tomar para deducir el mensaje que contenía cada una de las cuatro secciones en que estaba dividido “Los apuntes del Sr. Pervers”, sí, en efecto, cada una de esas partes contenían un mensaje cifrado o solo se trataba de una burla para hacerlo quedar como un idiota fracasado.
7

“¿Y el baile de los muertos? ¿A qué se refirió ese muchacho?” “El Interrogador” se preguntó intrigado mientras observaba el cielo a través de su ventana en el cuarto del hotel donde estaba recluido.
De ese texto le habló el ladronzuelo, lo recordaba perfectamente. En su primer repaso, reconocía, claro está, somero, no halló nada referido al supuesto “baile de los muertos”.
Concluyó que fue una broma del ladronzuelo. Solía hacerlo, lo conocía muy bien, era su modo de pasar el rato. Tal vez el joven había perdido su tiempo viendo la película que llevaba por título “El baile de los muertos” o la danza de los muertos, que al cabo era lo mismo. Asunto de zombis, nada extraordinario, muertos que devoraban a pobres muchachos que solo habían pecado un poco bailando en un baile de graduación, tal vez tomando algo de alcohol y fumando un poco de marihuana en el gran país del norte. Seguro se trató de una broma del ladronzuelo quien le dejó una intriga solo por fastidiarlo.
“El Interrogador” aún no sabía que el ladronzuelo había sido asesinado. Estaba bien muerto. Lo colgaron de un árbol justo frente a la puerta de la casa de su madre. De haberlo sabido en ese instante hubiese tomado muy en serio la referencia al baile de los muertos que le hizo el ladronzuelo. El Sindicato le hizo saber del acontecimiento. Un nervioso emisario le dejó una esquela membretada. Su membresía le daba derecho a ser informado al instante de cualquier acontecimiento que lo involucrara. Y ese lo involucraba directamente. “El Auditor” le dijo ceremoniosamente “no se deje sorprender”. La muerte del ladronzuelo lo tomó por sorpresa. Debía reconocer que no la esperaba. Eso significaba que Pervers (o “HD”) lo seguía de cerca, lo controlaba, lo que volvía la situación más peligrosa de lo que en principio consideró.
La nota decía que a poco de llegar a su casa el ladronzuelo había sido asesinado. Como siempre, nadie vio nada, nadie escuchó nada. No había testigos.
Su propia madre lo halló al salir en la mañana para comprar el pan como hacía todos los días. “Fue horrible” le dijeron al emisario del Sindicato. La madre no pudo dejar de llorar aferrada al cadáver de su querido hijo. La mujer estaba segura de que una voz desconocida que pasó desapercibida a pesar del alboroto, como si solo se tratara de una brisa algo helada, le susurró al oído que robar era un pecado prohibido por las sagradas escrituras. Y así era. No robarás. Lo sabía. Séptimo mandamiento, u octavo, no recordaba bien el orden de las tablas sagradas. La memoria de la pobre mujer fallaba por el tremendo impacto que le produjo hallar el cadáver de su hijo pendiendo de la rama del árbol de su casa. Pero así como recordaba el mandamiento divino de no robarás, también recordaba que ningún mandamiento imponía la pena de muerte por un simple hurto. ¿Qué podía haber robado su hijo que ameritara su asesinato?
8

La misma voz, creyó la mujer, le respondió “nada justifica un asesinato. Solo el placer de cometerlo”. “¡Eso sí, viola la ley divina” exclamó ella! La amarga voz despreció el comentario y desapareció. De esas palabras “El Interrogador” nunca tuvo noticias.
El día que recibió la esquela con la información del Sindicato era bello. El cielo estaba más celeste que de costumbre y el viento se atrevía a llevar un perfume de pastos recién cortados a todas las viviendas próximas al hotel. También el hotel se llenó de ese perfume.
El viejo propietario atendió al mensajero. Su esposa estaba dedicada a la limpieza de algunas habitaciones. Sospechó que habría llegado en automóvil por la ruta, entrando por el camino ripiado pero a marcha lenta. Cuando un auto se desplazaba velozmente sobre el ripio, el particular sonido del golpe de unas piedras lanzadas contra otras, denunciaba su presencia. En esa oportunidad no había escuchado esos típicos sonidos. Aunque no podía negar cierta sordera, todavía ese particular tintineo de las piedras podía escucharlo sin dificultad. Sin embargo, no veía ningún automóvil estacionado donde el hotel.
Era un joven ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, de cabello castaño y ojos demasiado juntos, prominente nariz aguileña y boca pequeña de labios fruncidos. No dejaba de mirar en todas direcciones como si alguien o algo lo persiguiera.
Preguntó por el huésped de la habitación número uno.
—Voy a buscarlo –dijo el viejo.
—¡No es necesario! –exclamó preocupado–. Solo dele este sobre –ordenó.
El joven estaba demasiado agitado, apurado porque el viejo se hiciera cargo del recado.
—No olvide darle el mensaje, ¡no vaya a olvidarse! –le advirtió al viejo.
El hombre lo tranquilizó, nunca, en muchos años de servicio en ese hotel, un mensaje no había sido entregado a quien correspondía y nunca se retrasó la entrega por negligencia. Saber servir era el secreto de su negocio.
—Ya mismo voy a llevar su mensaje al huésped. ¿Le anuncio que usted está presente? ¿Va a esperar su repuesta? –preguntó sin quitarle los ojos de encima al mensajero. Pero el joven dio media vuelta, volvió sobre sus pasos y sin mediar palabras, se retiró con toda prisa sin siquiera despedirse. Cuán malévola sería la noticia que contenía el pequeño sobre que huyó velozmente en dirección a la salida de la ciudad.
Como había prometido, el viejo llevó de inmediato la nota a la habitación de “El Interrogador”. Golpeó con delicadeza la puerta y esperó ser atendido. De adentro se oyó claramente “ya voy”. “El Interrogador” abrió la puerta. Los hombres se saludaron amablemente. El viejo le entregó el sobre sin hacer ningún comentario. “El Interrogador” tampoco le hubiera preguntado nada al respecto.
—Aproveche el día, señor. Hoy es un día muy bello. El sol no abruma, el viento es suave y el perfume agradable. Vale la pena.
—Seguro. Seguiré su consejo. Termino de matear y saldré a caminar.
—Que tenga un buen paseo, señor. –El viejo se retiró.
9

Llenó con agua la pava. Apoyó la pava en el calentador. Enchufó el calentador a la línea. Puso la yerba en el mate. Lo batió varias veces para asentar el polvillo. Dejó el mate sobre la mesa junto a la bella bombilla de plata. Miró por la ventana. El cielo estaba más celeste que lo habitual. Abrió la ventana de par en par. Aspiró profundamente el aire de la mañana. Su perfume era hasta narcótico. Fue en ese instante que decidió que fijaría su residencia por un largo tiempo en esa ciudad rural. En ese hotel acogedor, con esos viejos simpáticos que lo trataban como de la familia.
El ambiente, el silencio, el clima, lo ayudaban a entender. Podía apreciar los hechos desde otras perspectivas como no había podido hacer en todos sus años de sicario. Era gratificante. Así lo vivía.
Tenía el sobre en la mano. El pequeño sobre blanco. Lo miró. De un lado y del otro. Varias veces. “¿Abrirlo o no abrirlo. Esa es la cuestión?” Sonrió. “Muy shakesperiano para un sicario profesional”, se amonestó a sí mismo. Eso le habría dicho Dixi, “muy skakesperiano”.
Debía abrirlo. ¿Debía abrirlo?
Estaba lleno de interrogantes. “La duda es uno de los nombres de la inteligencia”, recordaba que en alguna oportunidad Dixi le dijo. No sabía a quién pertenecía esa frase. Pero la recordaba porque le gustó. “El Interrogador” durante años se privó de la duda. Consideraba que la duda era enemiga de su trabajo.
La duda, para él, engendraba la vacilación en el pensamiento ¡y hasta en el corazón! Luego, veloz como una descarga eléctrica, llegaba a la mano. La mano se ablandaba, dejaba el pulso firme y sereno para el buen disparo, y hacía surgir el error irreparable. Error. Fracaso. El fracaso en su profesión tenía un solo final. Era un camino con un único sentido. Por no vacilar había sobrevivido hasta entonces.
No dudó cuando ejecutó sin aviso a “El Intermediario”. Nunca. Nunca. Nada lo convencía de que estuvo errado de esa ejecución. Su instinto le dictó la maniobra. “Una emboscada. Una emboscada”. De eso se trataba la convocatoria de “El Intermediario”. Así lo creyó y nunca abandonó ese convencimiento. Ni cuando el Sindicato lo retiró por violar uno de sus reglamentos: “solo se mata por trabajo”. No por emociones. No por especulaciones. ¿Quién confiaría en un sicario que se deja llevar por las tempestades de su carácter? Sería una ruina para el negocio.
“Se hace lo que se tiene que hacer” respondió en ese momento a los cuestionamientos de sus jueces. Y nunca tuvo dudas de lo acertado de su decisión.
Ahora, retirado, dudar lo entusiasmaba. La duda le sentaba muy bien. Era una sensación física diferente a todas a las que había sentido a lo largo de casi toda su vida. Dudar era pensar. Pensar era un modo diferente de vivir.
Aún tenía el sobre en la mano. El pequeño sobre blanco. Volvió a mirarlo. De un lado y del otro. Y lo abrió.
10

Leyó la nota varias veces de pie, junto a la ventana. La luz del sol brillaba en la brevedad del papel. Sin moverse en ningún sentido, observó la forma serpentina que adquirían las letras del mensaje a medida que repetía su lectura. Lo leyó una vez, lo leyó dos, lo leyó tres, mientras las pequeñas letras reptaban de un lado al otro con libertad. Guardó la esquela en el sobre y el sobre en el bolsillo derecho del pantalón.
El tiempo se espesó. Podía oír el tic-tac de su reloj pulsera. No eran simples tic-tac de una delgada y artesanal aguja de reloj pulsera, sonaban a rudos golpes de martillo de una sinfonía trágica. ¡Toc! ¡Tooc! ¡Toooc! Secos golpes del martillo.
No había expresión alguna en su rostro. Era inexpresivo, eso lo volvía impredecible. Esa era una característica que conservaba desde su niñez. ¿Un sicario nace o se hace? Divagaciones en un momento de revelaciones.
No esperaba esa noticias. No la esperaba y no le gustó. Lo sorprendió. Odiaba ser sorprendido. Debió prever el riesgo que conllevaba el robo. No lo hizo. ¿Otro síntoma de su decadencia? Así valoró ese error. Asumió que la biología le empezaba a ganar la partida. No era un intento de autocrítica, solo un simple reconocimiento a la decadencia que el retiro impuesto había acelerado.
El ladronzuelo estaba muerto. Pervers, o “HD” –por entonces no podía saberlo–, mostraban su audacia y decisión. Llevarían las cosas a su extremo. No se trataba solo que al muchacho lo asesinaron. Asumía que la vida y la muerte no eran tan diferentes después de todo. Nacer, crecer, morir. Tras la muerte, los gusanos. Nada “shakesperiano” le diría Dixi. Todos apenas nacemos, empezamos a morir. Vida y finitud son inseparables. El asesinato no era lo que lo fastidiaba.
Lo que lo fastidiaba era que lo colgaron del árbol que creció a las puertas de la casa de su madre. Tal vez el mismo árbol que plantó la mujer el día que nació el muchacho, ilusa de que ambos crecerían juntos y uno le daría sombra y el otro, alegrías. Fue ella quien halló el cadáver. El árbol le entregó el cadáver de su hijo pendiendo de una soga tosca y parda, y su hijo, hinchado, morado y los ojos desorbitados, el dolor más patético.
Se trataba de una brutal represalia, no tenía dudas. ¿Como descuartizar a Salomé y Eliel? Quizás esa brutalidad pretendía ser un sello. O solo era diversión. Pervers o “HD”, se satisfacían en la perversión, no solo en el crimen. Debía incorporar ese juicio a la información que reunía de aquellos que se habían jurado asesinarlo.
Tomó “Los apuntes del Sr. Pervers”. Buscó sin apuro la mención a “El baile de los muertos”. El ladronzuelo le sugirió que leyera con atención esa parte de “Los apuntes…” La búsqueda fue inútil. Estaba seguro de que la mención a ese “baile” estaba escondida entre todo ese fárrago de citas, desvaríos y alucinaciones. El ladronzuelo pudo leerla, ¿por qué él no?
11
No sería esa la mañana en que comenzaría a obsesionarse con la lectura de “Los apuntes del Sr. Pervers”. El día lucía demasiado espléndido y como había prometido al viejo propietario del hotel, luego de matear, saldría a dar una caminata por los alrededores del hospedaje.
Se vistió sin prisa. Camisa clara, pantalón liviano de color azul. Nada de zapatos. Unas cómodas zapatillas que pretendían pasar por alpargatas. Una gorra escocesa como la que gustan usar los hábiles jugadores de golf. Anteojos negros de vidrios espejados.
En un attaché de cuero negro y con adornos dorados guardó algunas de sus pertenencias. Documentos, billetera, encendedor Dupont de oro que recibió como obsequio de un francés para quien hizo un trabajo (“¡un trabajo excelente!” recordó satisfecho). Hablaría con el viejo propietario del hotel para saber dónde y cómo comprar cigarros. Deseaba fumar un buen cigarro, o un habano del tamaño de un día, largo, rico, enorme, dulce. Guardó su estilográfica Montblanc edición Escritores Rudyard Kipling, una joya que el Sindicato le obsequió cuando su retiro. Tal vez una costosa forma de pedir disculpas por aplicar la ley sin indulgencia.
También guardó el libelo en su attaché. No dejaría ese manuscrito por nada en el mundo. Era lo único que lo vinculaba directamente a su perseguidor (o perseguidores) y el extraordinario conducto, sospechaba, que lo conduciría a ese desgraciado quien, por la supuesta venganza por la ejecución de “El Intermediario”, ya había tomado la vida de tres muchachos que no tenían ninguna responsabilidad con esa ejecución sumaria. “El Intermediario”, Blacrrod, Pervers y su “apuntes”. Salomé, Eliel, el ladronzuelo. Tres crímenes y, hasta entonces, ninguna idea clara sobre todo eso.
¿El nombre del ladronzuelo? No solía llamarlo por su nombre, era una cábala que no funcionó, por cierto. Sam Dimas. Así se llamaba o hacía llamar.
—¿Sam? –le preguntó el día que lo conoció– ¿Sam por Samuel?
—Sam. Solo Sam. –Le respondió.
Sam era un buen ladrón, hábil e inteligente. Combinación perfecta. Si se le encomendaba un trabajo jamás fallaba. Robaba sin dejar ningún rastro. Y era muy confiable. Ponía a salvo a su contratista de cualquier contingencia.
La policía nunca lo había podido atrapar. Lo tenía en su lista de bribones a capturar, pero no para sacarlo del negocio del escruche, sino para ponerlo a su servicio. Ese sería su mayor logro. Y eso era lo que más temía Sam, ser apresado y terminar siendo un vulgar ladrón al servicio de la policía.
¿Cómo conoció a “El Interrogador”. Lo recomendó “Ladilla”.
“Ladilla” como ninguna sabía quién era el mejor ladrón, el mejor contrabandista, el mejor sicario. Ella conoció y trató siempre con los mejores.
“Ladilla” lo tomó como a un sobrino querido. “¿Un hijo?” Le preguntaron en cierta oportunidad. Rio desfachatada. “¿Un hijo? ¡No! Sobrino. Sobrino.” Lo guio y recomendó a los mejores. Ella se lo presentó a “El Interrogador” y, desde entonces, cada vez que precisó de algún robo que merecía extrema discreción lo convocó para el trabajo.
12
Robarle al hombrecito sus “apuntes” confidenciales no era tarea para cualquiera. Por eso convocó a Sam.
Sam valía en dólares lo que pesaba. No era barato. Pero robó “Los Apuntes…” sin cobrar un peso. No aceptó dinero. Sabía que “El Interrogador” depositaría una buena cantidad de dólares en una cuenta que tenía a nombre de un testaferro. Pero él no quiso cobrar por ese trabajo.
¿Por qué trabajó gratis? Por odio. Su inteligencia le indicaba que “El Intermediario”, Blacrrod y Pervers eran responsables de la horrible muerte de “Ladilla”. La venganza por ese crimen se había vuelto una obsesión para él. Cuando “El Interrogador” lo convocó y le explicó el trabajo no dudó un instante, lo haría solo por el honor de vengar la muerte de su benefactora.
“El Interrogador” calculó que las habilidades de Sam serían suficientes para realizar el robo sin consecuencias. Se equivocó. “El Auditor” se lo advirtió. Recordaba cada una de sus palabras:
“Tal vez S. Pervers escribió o hizo escribir ese libelo para usted y dejó que lo robaran, para usted. Un hombre como él, un legítimo perverso, no razona exactamente como uno de nosotros. ¿Me comprende? No se deje sorprender.”
Pero había sido sorprendido. Subestimó al hombrecito. Eso le costó la vida a Sam. Grave error. “Fue como robarle un caramelo a un chico”, recordaba que le dijo el muchacho. Resultó un caramelo mortal.
No estaba arrepentido por las consecuencias del robo. La capacidad de arrepentirse no estaba entre sus cualidades. Él, “Ladilla”, Sam, todos vivían en una dimensión diferente al resto de los mortales. ¿Cómo se había llegado a ella? Por caminos muy distintos y muchas veces extraños. No había fórmula para explicar cómo cada uno de ellos entró a esa dimensión de la muerte. El abandono, el abuso, la violencia, el placer, la ambición, la codicia, la lujuria. Nadie como ellos podían manifestar los pecados capitales de manera tan prístina. No solo exponerlos, sino practicarlos hasta sus últimas consecuencias. Transformar en violencia las desgracias de la infancia y en perfección los instintos más temibles. No había lugar para arrepentimientos. Sí, para la venganza. Vengar a “Ladilla” y a Sam pasaba a integrar la lista de “cosas por hacer” que en su complejo amigdalino esperaban la oportunidad para completarse en plenitud.
Dejó el hotel y caminó por la calle principal en dirección a la primera estancia. El sol era agradable, el viento suave y el perfume dulce.
Su figura empezó a volverse familiar para los parroquianos del lugar. Sabía que su presencia era el comentario de muchos y que poco o nada acertaban sobre quién era realmente. Lo ayudaba la discreción del viejo matrimonio propietario del hospedaje que nunca hacía comentarios sobre sus huéspedes.
Almorzaría donde Anselma. Comer allí era un hábito que ayudaba a integrarlo a la pequeña comunidad que conformaban los vecinos que residían a la entrada de la ciudad y sus inmediaciones. Eran los vecinos más antiguos, nacidos y criados allí, conocedores de casi todos los secretos pueblerinos.

13

Necesitaba tabaco. Para pensar sobre la muerte de Sam necesitaba tabaco. Rubio. Negro. Sabroso.
No le pidió, le suplicó a Anselma por un cigarro. No le rogó “por el amor de Dios”, porque invocador a un dios, el que fuera, por el simple vicio de fumar le pareció un exceso imperdonable.
Ella, al principio, no comprendía de qué le hablaba el comensal. Lo tenía por un cliente nuevo pero generoso y muy atento. Un encanto de persona. Pero ese pedido la había decepcionado.
Toda la ciudad sabía que ella odiaba el tabaco. Odiaba su humo, su olor, su resaca. Más que a su ex marido a quien odiaba sin límites. Él había huido del hogar y con su huida se llevó lo peor del fallido matrimonio. En especial su raro olor a nada, a nada significativa, no menos repelente que el aroma del tabaco quemándose pausadamente. Cuando quedó sola se sintió satisfecha. No hay como la buena soledad para llevar adelante una empresa hogareña. Para ella, los hombres solo eran un género en franca decadencia. Una desviación patética de la feminidad.
Le dijo con mucha amabilidad, más bien indulgencia, que no lo vendía. En su restaurante se podía comer buena comida, de la mejor que se servía en la ciudad, beber a discreción los mejores vinos y exquisitos licores caseros, pero nada de tabaco. No permitía que nadie fumara en su comedor.
Pero “El Interrogador” sin tabaco, ese día, justo ese día, no podía pensar sobre ningún asunto trascendente como era la muerte de Sam Dimas. ¡Lo que daría por un auténtico puro cubano! ¡Un Montecristo número cuatro! Se sentía más inconsolable que el inconsolable ciego de Carriego.
Un parroquiano descifró su clamor. Tal vez el asma de otro otoño le dio la comprensión de su necesidad. Lo percibió como se perciben los buenos sentimientos y también los malos aunque con consecuencias diferentes. Le dijo que en la ciudad no conseguiría un buen tabaco, pero que los propietarios del hotel donde paraba podían resolverle su necesidad. También sobre su lectura de las citas bíblicas.
—Acuda a ellos qué saben, como nadie en esta pequeña ciudad, resolver asuntos espinosos.
La falta de buen tabaco y el conocimiento exhaustivo de la Santa Biblia eran, para “El Interrogador” dos asuntos realmente espinosos. ¡Si Dixi estuviera! Ya habría descifrado ese patético mamotreto de “Los apuntes del Sr. Pervers”. Nadie como Dixi para descifrar enigmas y misterios encriptados. Si hasta el manuscrito de Voynich había sido revelado por su amigo como si se tratara de un juego de niños.
Miró a su interlocutor con simpatía. Le sonrió despreocupado. Cómo el hombre sabía de su necesidad de descifrar lo de las citas bíblicas y los comentarios no crisparía sus nervios. No lo sorprendía que un nigromante supiera de qué se trataban sus angustias sin siquiera haberle mencionado el asunto. Sería obediente. Hablaría con los propietarios del hotel de esos dos “asuntos espinosos”, la falta de tabaco y la sobreabundancia de cita bíblicas y sus comentarios.
14

Era un Lancero de Cohíba, lo supo cuando lo vio. Apenas ingresó al hotel de regreso de su almuerzo, el propietario se lo ofreció con una amplia sonrisa. ¡Ese sí que era un servicio completo!
—No sé cómo agradecerle –le dijo emocionado–. Tomó el cigarro como si fuera una criatura frágil.
—Bastará con que me llame por mi nombre.
“El Interrogador” lo miró incrédulo mientras tomaba con extrema delicadeza el precioso cigarro.
—Me llamo Juan de Dios –sonrió cómplice– como Filiberto.
—No podía ser de otro modo. Esto solo podía venir de la mano de dios. Era hora de que me dijera su nombre. Amén.
Juan de Dios celebró la ocurrencia.
—Usted nunca me preguntó cómo me llamo.
—Lo siento. Soy corto para el protocolo. Malos hábitos de hombre solitario.
—No tiene por qué disculparse. Conocer es un largo proceso. Evidencia, creencia, experiencia y memoria. Nada de eso compartimos. No se disculpe.
Juan de Dios le entregó un Carusito dorado para que pudiera encender el cigarro.
Luego le dijo:
—Mi esposa se llama Bernarda, ella se ocupa de los asuntos bíblicos. Sus revelaciones son extraordinarias. A su lado, soy un neófito. Ayudaremos a resolver los enigmas que le plantean esos apuntes. Ahora, sugerencia de un viejo, descanse, luego de una buena siesta, si usted lo desea, podríamos comenzar a ver de qué se trata ese manuscrito.
—¿Cómo anda con la filosofía?
—¿Filosofía?
—Ser o no ser, pienso luego existo… esas cosas.
—Después de una buena siesta, filosofar es más posible. Antes, será solo divagar entre café y café.
—¿Y con la locura?
—¿La locura?
—Sueños, pesadillas, fobias.
—No es lo mismo. Sueños, pesadillas y fobias son instrumentos distintos del porvenir del hombre. Los sueños, dice Borges, son el género; la pesadilla, la especie. Dice, citando a Groussac, que es asombroso el hecho de que cada mañana nos despertemos cuerdos o relativamente cuerdos, después de haber pasado por esa zona de sombras, por esos laberintos de sueños. La pesadilla, en cambio, es el demonio de la noche. Puede ser la fábula, pero para mí, es el demonio de la noche. El infierno se sale de sus cabales y engendra criaturas imposibles capaces de cosas increíbles. ¿Es esa clase de pesadilla su enemigo? Es importante saberlo ¿Es siempre la misma pesadilla o muta, adquiere otras formas? Las fobias pueden bifurcarse. Hay fobias que toman el camino del purgatorio y sus torturas y otras que devienen en arte. ¿De cuál de ellas hablamos?
“El Interrogador” quedó un tanto desconcertado. Recapacitó sobre su pregunta. Pitó larga y repetidas veces su rico cigarro Lancero de Cohíba. No se precipitó en responder. Miró a los ojos de Juan de Dios y los encontró tan calmados que tuvo que desistir de cualquier palabra de más.
Luego dijo:
—Hablamos de tomar una siesta.
—Perfecto. Entonces vaya y descanse. Luego nos abocaremos a los acertijos de su libro. Que descanse.

15

No deseaba preguntar. Nunca preguntaba. El problema de formular una pregunta es la respuesta. Muchas veces no es la esperada y eso, no en su caso, a mucha gente la descorazonaba.
A él una respuesta indeseada no le provocaba ese sentimiento de desazón. Pero podía causar cierto fastidio. Una forma de la alergia de las varias que lo atormentaban desde niño. Desde que le aplicaron cien vacunas para reconocer a qué era alérgico. ¡Cien vacunas! Todos los días. ¡Cien largos e interminables días! Todas en el mismo brazo. Todas en el mismo lugar. Ni la peor de las balaceras en que se había visto envuelto le causaron lo que sus alergias.
Las respuestas indeseadas le producían ese rechazo. Algo así como una urticaria en el razonamiento o en la propia anatomía del cerebro, y era de las peores alergias que podía padecer, porque no la podía aliviar de manera alguna. No había modo de rascar su cerebro, tampoco sus pensamientos y menos aún sus conclusiones. Debía soportarla como la alergia que traía la primavera, cuando todas las flores se ponían en su contra y expulsaban polen a su paso para que no dejara de estornudar.
Por eso nunca preguntaba sobre ciertos asuntos. Escuchaba, esperaba captar detalles, observaba la situación una y otra vez con suprema atención. Solo después de recabar mucha información arriesgaba alguna conclusión. Detestaba a la gente que de un hecho sacaba cien conclusiones.
¡Pero esos viejos propietarios del hotel! ¡Sabían todo de él! No es que no lo esperaba. Pero lo de “Los apuntes…”, eso sí que lo llenó de dudas.
El viejo se anticipaba a todas sus dudas, como si estuviera metido en su cabeza. Lo peor para un sicario es que alguien pueda adelantarse a su razonamiento. Lo que nadie, nunca, él creía, había podido lograr, ese viejo simpático de blancos y abundantes cabellos y la regordeta Bernarda, si lograban.
Lo mandó a dormir, como si fuera su hijo o un niño a quien le conviene el descanso reparador de la siesta. Pero antes de despacharlo a su habitación le dijo, lo recordaba muy bien, “ayudaremos a resolver los enigmas que le plantean esos apuntes”. ¿No debería haberle preguntado en ese preciso momento cómo sabía de los apuntes? Pero como “El Interrogador” no solía hacer ciertas preguntas, prefirió esperar, así, pensó, conservar la iniciativa.
¿Qué le hubiera respondido a ese interrogante el viejo propietario? Simple. “¿Usted cree que S. Pervers es el único que está en una zona oscura, impropia?”.
Zona oscura, impropia, extraña. Zona de conflictos. Hay muchos que habitan esa porción de la realidad muy difícil de reconocer para el común de las personas, incluso para avezados asesinos como él. Justo en medio entre bandos en pugna. Un punto de equilibrio entre dos fuerzas en lucha. ¿La balanza se inclinaba por dinero? “No”, le hubiera respondido el viejo. “No soy mercenario”.
El conflicto que da origen al drama. ¿Blacrrod, La Banda de los comisarios, por un lado, y “El Interrogador” por el otro?

16

—Usted no es tan importante como para ser el conflicto que da origen a este drama.
Así respondió el viejo a su duda.
Sentados en los mullidos sillones del recibidor del hotel, “El Interrogador” y el viejo departían como dos encantadores parroquianos luego de la siesta.
—Lo que ocurre es que usted ha quedado en medio de un drama que todavía no se ha manifestado en todo su esplendor –continuó explicando el viejo mientras bebía un espresso.
—Cuando mató a “El Intermediario” –agregó– con ese maravilloso escopetazo, cuando lo mató porque el hombre llegaba a usted en nombre de Blacrrod y en venganza por el asesinato de “Ladilla”, cuando usted desparramó por la calle esa cabeza con su pobre sombrero de felpa gris, la sangre acentuó en los adoquines su tonalidad rojiza y un trozo del cráneo rodó hasta la alcantarilla de la bocacalle, lo que provocó fue una disrupción de la realidad y a su vez una poderosa incertidumbre.
Usted mató al hombre que se presentó como el emisario de Blacrrod, lo mató porque alardeó con el horrible crimen de “Ladilla” y porque Blacrrod quería ponerlo bajo sus órdenes.
—Dijo que Blacrrod quería entrevistarme.
—¡Blacrrod no se dedica a recursos humanos! ¿Para qué querría hacerle una entrevista a usted cuando sabía perfectamente de quién se trataba? Si Blacrrod convoca a alguien es para subordinarlo, para obligarlo a trabajar para él y usted sabía muy bien que eso era así. La invitación de “El Intermediario” no era inocente. Para resolver la encrucijada en que lo ponía el alcahuete, ese optó por la solución más radical.
—Puede ser, es una descripción interesante.
—Usted lo discontinuó sin previo aviso.
—Bonita manera de decirlo –“El Interrogador” sonrió complacido.
—Lo hizo sin seguir los protocolos propios de su profesión. No le dio tiempo a nada, lo ejecutó. Entonces debió intervenir el Sindicato. Usted sabía que lo iban a exonerar por esa acción. Exonerado, se refugió de su amigo Dixi, a disfrutar de “bien manger et bien boire”. ¡Insuperable! Dixi, gran anfitrión, excelente cocinero, con unas de las bodegas mejores de la ciudad y su propia habanera llena de exquisitos tabacos. Pero Dixi, a su vez, tiene sus propios negocios en el villorrio donde ocurrió el crimen. Lo que sigue usted lo conoce mejor que yo. La muchacha que se hacía llamar Salomé y Eliel, cándido jovencito enamorado de Salomé.
—Cierto –respondió “El Interrogador”.
—Para exponer el drama en toda su magnitud, tenemos que descifrar ese libelo titulado“Los apuntes del Sr. Pervers”. A propósito, ¿sabe cómo se llama el señor Pervers?
—S. Pervers. Es todo lo que sé.
—Seba, un hombre indigno. 2 Samuel 20. Es un acertijo. “Y acaeció estar allí un hombre perverso que se llamaba Seba, hijo de Bichri, hombre de Benjamín, el cual tocó la corneta, y dijo: No tenemos nosotros parte en David, ni heredad en el hijo de Isaí: Israel, ¡cada uno a sus estancias!”

17

—“S” de “Seba”. “Pervers” quiere decir “perverso”. Un perverso bíblico. Alguien que se referencia en un perverso bíblico. Muy interesante.
“El Interrogador” se quedó observando al viejo.
—Y Bernarda, ¿cuándo vendrá? ¿No es ella la experta en estos asuntos de la Biblia?
—Ella siempre quiere una impresión mía. ¡Manías de viejos, amigo! Yo reviso el material, le informo mi juicio y luego ella decide si intervenir o no.
—Entiendo. ¿Se negará en este caso?
—No lo creo.
—¿Fue el Sindicato?
—¿A qué se refiere?
—El que lo contrató a ustedes.
—Algo así. Ya le dije que no solo Pervers está en una zona impropia, oscura. Somos más de lo que se cree.
—¿Bernarda también?
—¿Ella? ¡Más que todos! Pura materia gris. Usted lo sospechaba.
—Seguro. Camaradas míos me mandaron a este hotel. Dijeron que era insuperable en todo sentido.
—Si sus camaradas lo guiaron hasta aquí, usted supuso que algo tenía que ver con el Sindicato.
—Exacto.
—O algo así.
—O algo así.
—Hay algo que inquieta severamente al Sindicato.
—¿Ah sí? ¿Qué es? –“El Interrogador” quiso parecer sorprendido por la afirmación del viejo.
—Entrar en el ostracismo.
—No es posible. Mientras haya un burócrata con un peso en el bolsillo, siempre habrá quien necesite de un sicario. Mire, no es acertada mi comparación, pero pasa lo mismo con las prostitutas. Nadie las quiere. Todos se golpean el pecho rogando porque la profesión más vieja del mundo acabe. Pero muchos de los que se golpean el pecho, y de seguro los que con más entusiasmo lo hacen, cuentan sus billetitos para gastarlos luego en una prostituta que satisfaga todas sus inmundicias. Mientras haya un burócrata con plata en el bolsillo, ni sicarios ni prostitutas desapareceremos de la tierra.
—Habrá que acabar con el dinero.
—Nadie puede acabar con el dinero. Es el poder supremo, es el único y verdadero Dios. ¿Me comprende?
—Poderoso caballero es don dinero.
—Es la manera correcta de decirlo.
—Pero no me refiero al ostracismo de la profesión, sino de la institución. Matar por encargo se ha abaratado con el correr de los tiempos actuales. Hordas de lúmpenes sin prejuicios irrumpen en el mercado de la muerte y ofrecen sus servicios por poco o nada. Capaz que han matado a sus padres, a sus esposas porque le faltó sal a la comida. O violado a sus hermanas porque se negaron a comprarles un tetrabrick de vino barato, o a sus propias hijas porque solo desean tener un coito con una niña a quien desean desvirgar. O asesinado a sus amigos porque sí, porque les dolió una muela, porque les resultó entretenido. Escoria, resaca de la humanidad. Sodoma y Gomorra. Blacrrod es Bera y Birsa al mismo tiempo, único rey de las nuevas Sodoma y Gomorra. Yo imploro porque Dios las destruya.
—Dios no existe. Lo siento decírselo.
—¿Entonces?

18

—Le daré el maldito panfleto para que haga su análisis.
—De ninguna manera –respondió el viejo algo exaltado– ¿No pretenderá abandonarme cuando ni siquiera hemos comenzado? Tendrá que trabajar conmigo.
—No pensé en abandonarlo. Me sobra el tiempo, estoy retirado.
—Bernarda aguarda nuestra opinión, la suya y la mía. Ella valora nuestra primera impresión.
—No sé nada sobre la Biblia, no sé en qué podría ayudar.
—Yo lo guiaré. Tal vez pueda reencontrarse con Dios.
—Dios no existe. Lamento repetirlo. No busco ofenderlo. Observé que va todos los días a misa.
—No todos. Solo cuando el cura está sobrio.
—La sangre de Cristo.
—No. Es más propenso al vodka –respondió el viejo–. Se siente Yevpatiy Kolovrat y eso lo entusiasma, aunque no tiene nada que ver con la doctrina católica. La leyenda rusa lo embriaga tanto como el vodka.
—¿Smirnoff?
—También Beluga. Es exigente, pero elude la soberbia en el alcoholismo.
—Los pecados capitales a más de cuarenta grados de graduación alcohólica deben ser devastadores.
—Seguramente.
—Tal vez en el fondo de la botella se sienta capaz de confrontar con su dios.
—Sin embargo, es un tipo temeroso de Dios.
—Quizás por eso beba, por temor.
—Como usted no cree en Dios, no le teme.
—No –aseguró “El Interrogador” sin vacilación en su voz.
—No teme a Dios, pero ¿a algo teme?
—A los calibres chicos, hacen muchos destrozos. En cualquier órgano hacen destrozos mortales. Prefiero uno grande.
—Como el que usó con “El Intermediario”.
—Algo así –miró en dirección a la entrada del hotel solo por cambiar de tema–. Tampoco sé nada de filosofía –dijo–, no es lo mío.
—Yo tampoco sé nada.
—¿Y Bernarda?
El viejo sonrió distendido. Luego dijo:
—Nos arreglaremos con la Enciclopedia Británica.
—Los británicos siempre tienen una explicación para todo. Hasta para masacrar un pueblo.
—Son especialistas. “I kill, you kill, he murders, we always kill… everyone”1
—¿Recuerda las partes en que está dividido el libelo?
—Perfectamente. Las primeras veinticinco páginas están dedicadas a disquisiciones religiosas. Por partes iguales citas bíblicas y comentarios sobre ellas. Las siguientes veinticinco están dedicadas a elucubraciones filosóficas. Siguen el mismo esquema de las primeras veinticinco páginas, reproducen tanto citas filosóficas como comentarios sobre cada una de ellas.
El tercer grupo de veinticinco páginas describe sueños, pesadillas y fobias. En la primera lectura me pareció un texto desordenado, incoherente. Pero estoy seguro de que en el aparente desorden hay escondido un mensaje significativo.
El cuarto y último grupo, mezcla citas bíblicas, filosóficas, desvaríos oníricos y fóbicos, enumera una serie de famosos asesinos seriales y homicidios contra personas que no nombra. Eso es todo lo que surge de la primera lectura.
—No es poco. ¿Me presta el libelo?
—Todo suyo, de aquí a la eternidad.
—Solo quiero echarle una primera mirada.
—Disfrútelo. No encontrará nada igual.

19

El viejo se detuvo en cada hoja. Repasó meticulosamente las cien que componían “Los apuntes…”.
—Tenemos un primer dato –dijo el viejo.
—¿El número veinticinco?
—Exacto. Veinticinco, múltiplo de cinco. En las cuatro partes en que se divide el libro se sigue un orden que se establece tomando como referencia el número cinco. Cada cinco páginas hay una subdivisión que respeta el orden de los libros que componen el Antiguo Testamento. Las primeras cinco remiten al “Pentateuco”, las segundas a “Libros históricos”, las terceras a “Libros poéticos”, las cuartas a “Profetas Mayores” y las cinco últimas a “Poetas Menores”.
En todos los casos alternan salmos y referencias o comentarios. Cinco salmos, una referencia. Así hasta completar las veinticinco páginas. Los salmos no siguen el orden con el que se suceden en el texto bíblico. En apariencia usó para incluir los salmos un orden aleatorio. Habrá que leer con más atención cada uno de ellos para comprender por qué los incluyó y que significa cada uno. Solo usa textos del Antiguo Testamento.
—¿Que nunca recurra al Nuevo Testamento podría tratarse de un mensaje en sí mismo?
—Podría ser. Aunque no creo que todo lo que se incluyó en este libro sean mensajes verdaderos. En todos los casos en los que un lector se encuentra con un texto a descifrar, debe de haber muchas trampas, caminos que no conducen a nada, enigmas imposibles, confusiones. Al mismo tiempo, si realmente le quiere darle a usted un mensaje, el que fuera, no puede haber retorcido el enigma hasta volverlo indescifrable. Eso volvería estéril su plan y todo se reduciría a un asesinato, el de Sam Dimas.
—No lo creo. Matar a Sam no amerita escribir un libro. Su ahorcamiento en el árbol a la puerta de su casa tuvo el solo objetivo de que fuera su madre quien lo hallara.
—Fueron dos los mensajes. Uno, el asesinato. Ese fue para usted. El otro, acepto que puede haber sido el más trascendente, el de provocar dolor en la madre. No hay nada peor para una madre que perder a un hijo. Es antinatural. Yo no dejaría de lado ninguna de las dos hipótesis.
—Provocar dolor insoportable en el ser más querido, el hijo. ¿Habrá otros hijos muertos?
—Los hay. Claro que los hay.
—Cierto –asintió “El Interrogador” repasando en su memoria quienes habían sido asesinados–. Todos somos hijos.
—Todos. ¿Su madre y su padre?
—Muertos.
—¿Hijos?
—No.
—¿No?
—No.
—¿Sobrinos?
—No lo sé.
—No lo sabe.
—Me fui de mi casa a los doce años. Mantuve relación solo con mi madre. A mi padre no lo volví a ver desde entonces. Mis hermanos han muerto. Ignoro si tuvieron hijos.
—¿Podríamos obtener esa información sobre su familia?
—No debe ser imposible para el Sindicato averiguar esos datos.
—El Sindicato no puede intervenir, usted lo sabe.
—Entonces habrá que buscar, por otro lado.

20

—¿Qué hay con “El baile de los muertos”? –preguntó “El Interrogador”. El viejo no supo disimular su sorpresa.
—¿“El baile de los muertos”? Explíquese.
—Cuando me entregó “Los apuntes…” Sam me indicó que leyera con atención esa parte de libelo.
—¿Él lo leyó?
—Eso creo.
—¿Le dijo en qué páginas estaba ese texto?
—No. Solo me lo mencionó.
—¿Así le dijo?
—Sí, sin dudas, me habló de “El baile de los muertos”, y agregó “léalo con atención”. Lo recuerdo perfectamente.
—Eché un vistazo rápido al libro; no me detuve en cada parte. Presté algo más de atención a las primeras veinticinco páginas, porque las citas bíblicas son textos con los que estoy familiarizado. Las siguientes páginas las ojeé, pero no recuerdo haber leído mención alguna a ese “baile”. Seguramente cuando lo leamos con detenimiento encontremos ese texto.
El viejo se mantuvo en silencio, contemplaba a “El Interrogador” como si en su rostro pudiera encontrar la respuesta a esa mención que Sam le hizo cuando le entregó el libelo.
—“El baile de los muertos” se puede entender como “La Danza de la muerte” o “La Danza Macabra” –explicó–. En el medioevo fue un género artístico. Se establecía un diálogo entre la Muerte y personas de distintas condiciones. Era un espectáculo macabro.
—Un diálogo entre la muerte y distintas personas.
—Sí.
—Como pudo haber sido el diálogo entre Sam y la muerte.
—Podría ser.
—Un espectáculo macabro que provoca terror, como las muertes de Salomé y Eliel.
—Es una conjetura.
“El Interrogador” suspiró distendido.
—Un acto macabro no tiene nada de especial para mí. Lo macabro fue lo cotidiano, hasta rutinario. La percepción de lo macabro nunca alteró ni mi sueño ni mi apetito.
—¿Nunca una emoción? –preguntó el viejo.
—No. Aunque asumo que la muerte de “Ladilla” fue la única que me involucró emocionalmente por nuestra especial relación, pero no por sus aspectos macabros. De alguna manera hay que morir. Las torturas son los chiches y abalorios del crimen por encargo.
—¿Y la muerte de esos muchachos?
—No significó nada para mí. Nunca me consideré involucrado, aunque Dixi si enfurecía por ello.
—No se apure a sacar conclusiones. Esperemos a qué conclusiones llega Bernarda luego de la lectura.
—Soy un modo de existir de la muerte. Nada de ella me sorprende. He convivido con ella durante años. Solo se trata de gente muerta, enterrada en lugares inaccesibles o disueltas en ácido. Un contrato, una planificación y una ejecución. La primera de ellas fue por la espalda. Me dije “hazlo de este modo, ¡vamos! ¡Hazlo como te digo!”. Y así lo hice. Parece espontánea la decisión, pero no fue así. Lo medité mucho. Le disparé en la nuca. Fue un solo disparo. Perfecto. Era un hombre ni joven, ni viejo, ni alto, ni bajo, ni gordo, ni flaco. No se parecía a nadie que hubiera conocido antes.
21

—¿Vio morir a alguien de un disparo de gran calibre en la nuca?
—No señor. Soy apenas un hotelero de una ciudad rural.
—La cabeza se abre como una maldita sandía demasiado roja y se estrella contra todas las paredes. El homicidio queda estampado. No se puede borrar esa marca aunque se limpie y se limpie y se limpie. Si al momento del disparo no tiene la boca bien cerrada, es probable que disfrute el sabor de la carne muerta chamuscada por el calor del impacto y el de la sangre que estalla. Es un sabor único. Nunca encontré manera de explicarlo.
El viejo no estaba impresionado por el relato. Observaba a “El Interrogador” desde su propia perspectiva sobre sucesos tan cotidianos como la vida y la muerte. El homicidio premeditado no lo inquietaba, lo entendía como parte de las decisiones que el Hombre tomó para apropiarse de la riqueza.
Él creía que la vida no era sino una repetición de sucesos que se desenvolvían en forma circular desde su inicio hasta su fin y recomienzo. La muerte se le presentaba no como un hecho extraordinario y trágico, ni siquiera la muerte por encargo, sino solo como un eslabón indispensable en esa larga sucesión de infinitas repeticiones.
Ese hombre que tenía sentado a su frente, intrigado por un libelo de dudoso origen y que le estaba confesando su manera de involucrarse con la muerte, no le parecía ni cruel ni empático.
Bernarda escuchaba la conversación desde el final del pasillo que llevaba a las habitaciones de los huéspedes. Estaba allí desde hacía un largo tiempo, y escuchaba complacida las confesiones de “El Interrogador”.
A ella tampoco la conmovía ese relato. Consideraba que era muy poco probable que esos “Apuntes…” pudieran descifrarse si no se conocía al hombre a quien estaban dirigidos y para quien habían sido escritos. Bernarda no tenía dudas de que ese panfleto fue escrito solo para “El Interrogador”, y su deducción estaba sujeta a comprender su historia personal, su modo de elaborar sus propios recuerdos de todas las muertes en las que estuvo involucrado, su psicología.
Aunque todavía no había accedido al texto, no tenía dudas que en el pasado de “El Interrogador” estaba la verdadera respuesta a esas divagaciones estampadas con fina caligrafía en un libelo de fabricación casera en el que se habían cuidado todos los detalles.
Bernarda caminó hasta donde estaban los hombres.
—Los veo muy entretenidos –les dijo sonriendo.
—A usted la esperábamos –dijo “El Interrogador”.
—Estaba revisando las habitaciones. Me gusta que todo esté en perfecto orden.
—Como a mí.
—Lo sé. Usted y yo somos más parecidos de lo que se puede suponer.
—Los “Apuntes del Sr. Pervers” son todos suyos –dijo “El Interrogador” entregándole el libelo.
—¡Oh! Cuánto le agradezco que me permita leer estos textos. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Seguro. Estoy en sus manos.
—¿Sabe leer latín?
—Nada. Ni una palabra. Solo juego ajedrez como pasatiempo.

22

La referencia al latín le resultó extraña. Pero no haría preguntas. No era la respuesta que buscaba.
Sentía simpatía por los viejos. Descontaba que lo ayudarían a descifrar el panfleto.
Juan de Dios acomodó con su mano la blanca y abundante cabellera. Mirándolo a los ojos, le dijo:
—Usted querrá saber cómo es que estamos al tanto de todos estos sucesos que lo involucran.
—¿Quiere que le diga la verdad? –respondió “El Interrogador” hasta con indiferencia.
—¡Por supuesto! –exclamó el matrimonio al unísono.
—No me preocupa. Solo deseo arribar a alguna conclusión válida sobre este mamotreto. Empieza a molestarme todo lo que a él se refiere. Su fina encuadernación, su pomposo título, su extraordinaria caligrafía. Todo. Vine a refugiarme a este lugar por consejo de mis camaradas. Ustedes me reciben porque el Sindicato les ha pedido su concurso. Estamos en el mismo camino.
—A mí me ofende la muerte de Sam. El asesinato de los otros dos jóvenes también, pero en otra dimensión, menos personal.
—Comparto plenamente sus sentimientos sobre la muerte de Sam. –Nada dijo sobre Salomé y Eliel–. Nuestra venganza empezará con el conocimiento.
—Exacto. En lo que a nosotros respecta, todo empieza y concluye en el conocimiento. Usted sabrá qué hacer una vez que acceda a la verdad, si es que podamos acceder a ella.
—Sé que accederemos.
Bernarda observaba al libro y a su huésped con detenimiento. Primero al libro y luego a “El Interrogador”. Repasaba con sus delgados y blancos dedos el estampado del título. “Los apuntes del Sr. Pervers. Esbozo de ensayo enciclopédico”. Leía con sus dedos el texto y con sus ojos las formas del rostro del hospedado. “El Interrogador” descifró esa mirada, pero la tomó con naturalidad. Supuso que la mujer buscaba una especial conexión entre el libelo y su persona.
Bernarda era pequeña y algo regordeta pero no obesa. Cabeza redonda casi perfecta, salvo una pequeña elevación que estiraba un poco hacia arriba su nuca. Cabello blanco, delgado, se movía fácilmente, apenas la menor brisa los tocaba. Ojos claros, nariz recta y labios finos y rosados. Parecía frágil, pero no lo era.
—¿Puedo sentarme con ustedes? –preguntó.
—Un placer compartir este momento –dijo “El Interrogador” que amagó con cederle el lugar en el que estaba sentado.
—No es necesario que se levante. Prefiero esta silla que a esos sillones. Son demasiado bajos para mí y después ponerme de pie es toda una empresa.
Acercó la silla donde los hombres, se sentó y abrió el libro. Pasó lentamente hoja por hoja y en cada una se detenía algún tiempo.
—Nos dijo que son cuatro secciones de veinticinco páginas cada una. ¿Es correcto?
—Es correcto –respondió “El Interrogador”.
—¿Usted las leyó?
—Solo en parte.
—¿Qué impresión le dio?
—Ninguna en especial.
—Necesito que lo lea –le dijo Bernarda–, necesito su opinión.
—Lo leeré esta noche.
—Con detenimiento, por favor.
—Como usted ordene.

23
“El Interrogador” no se decidía a abandonar la sala, cierta pereza lo retenía acomodado en el amplio y mullido sillón del recibidor. Repetía en su cabeza la orden de Bernarda: leer pronto y con atención el libelo. No tenía pretexto para no cumplir la orden. A nadie más que a él podía interesarle saber qué significaban esos textos de locura.
Juan de Dios tampoco parecía dispuesto a salir de su comodidad.
Bernarda permanecía sentada y no dejaba de observar a “El Interrogador” con una leve sonrisa maternal. Todos los modos de Bernarda recordaban a una madre protectora. Era suave, atenta, serena, y siempre tenía una oración que permitía a quien la escuchara liberarse de angustias.
Sonó el teléfono del hotel. Juan de Dios se dirigió a atender el llamado sin demostrar mayor apuro. Alzó el auricular, dijo “hola” con desgano y escuchó la voz de la vecina. Movía su cabeza asintiendo. Era Anselma, su voz era inconfundible. Sonaba como un clarinete radiofónico. Desde el fondo de un parlante gelatinoso salía esa voz que pronunciaba con exagerado acento castellano cada palabra.
Estaba inquieta y se le notaba en el farfullo. Quería saber si contaría con la presencia para la cena del forastero que se hospedaba en el hotel. Ella le había tomado simpatía y algo más. Ignoraba que a “El Interrogador” solo le interesaba la variedad del menú y su calidad. La excelencia de la comida de Anselma le había encantado y estaba subyugado por el arte de combinar los sabores con que la mujer se lucía con sus preparaciones. Pero las insinuaciones amorosas de Anselma no significaban nada para él, ni siquiera le molestaban. Las tomaba como pantomimas, no como artilugios de la seducción. Salvo con “Ladilla”, no sintió verdadera atracción por otra mujer. Explicar su particular relación con “Ladilla” era harto, difícil. Una manera de amor inexplicable, mucha brutalidad y toda franqueza. Ni en el mejor manual de psiquiatría se hubiese encontrado explicación a ese vínculo siniestro y amoroso.
No había modo de seducir a “El Interrogador”. Si lo hubo alguna vez nadie lo sabía y él no lo recordaba. Su larga historia criminal lo había macerado en un tipo de indiferencia que supo cultivar y sacar provecho para sus asesinatos. Era un destilado que resultaba de muchos venenos que se habían acumulado en la intimidad de los tejidos y en el substrato de la conciencia. De esa amalgama tóxica estaba impregnado su carácter; su cortesía era efectiva, pero completamente falsa, y su embeleso solo la puerta de ingreso a su maldad. Evitaba la intimidad que propone el juego amatorio y el sexo, porque la intimidad era un modo de desguarnecerse, que no toleraba porque lo volvía vulnerable.
Comer, como fumar, para “El Interrogador” era un placer genial, sensual. Pero en el amor contradecía al tango, no era ni solícito ni galante, ni ansiaba sentir los labios con besos sabios, ni el devaneo de los deseos, de ojos atrevidos, sedientos de pasión.
Solo la muerte le sentaba bien.

24

Disfrutó la cena. Disfrutó el vino. Disfrutó el café. Anselma le obsequió un buen cigarro, pero le rogó que lo fumara fuera del salón comedor. Ella detestaba el tabaco. Lo hubiera retenido lo más posible, pero “El Interrogador”, que hubiera permanecido gustoso más tiempo protegido por su indiferencia de las insinuaciones amorosas de Anselma, debía cumplir con el pedido de Bernarda, leer a conciencia “Los Apuntes del Sr. Pervers”. Triste manera de pasar la solitaria noche.
Saludó con exagerada cortesía. Con malicia disfrutaba ese retorcido modo de alimentar ilusiones en la experta cocinera. Ella lo invitó para el mediodía siguiente y hasta le preguntó qué desearía almorzar. “Se lo prepararé con todo gusto”, le dijo. “Estoy en sus manos, Anselma”, le respondió con imperceptible cinismo. “Sorpréndame”, agregó.
La mujer se quedó mirándolo con ternura mientras él abandonaba el comedor muy lentamente.
Con el Carusito que Juan de Dios le prestó y él no devolvió, encendió el cigarro. No era el que acostumbraba fumar, pero estaba sabroso. Era un cigarro holandés. Un puro Guillermo Joaquín. Prefería el tabaco cubano, pero ese cigarro le dio placer. Tarareó “Fumando espero”. La sensualidad del recuerdo de ese tango, acentuó su estado de satisfacción. Pitó con fuerza varias veces y echó el humo en un filoso hilo blanco que contrastaba con el azul profundo de la noche.
La noche estaba despejada. Solo estrellas pendían de los árboles. El fresco del rocío era tolerable y sus leves gotitas lo devolvían a momentos de su infancia, mucho antes de los sucesos que lo marcaron para siempre. Varios murciélagos pequeños volaban dando vueltas a pocos metros de su cabeza. Chillaban socarronamente. Él les respondía con un silbidito casi inaudible para el oído humano. Era un diálogo en el que el rufián y los quirópteros se sentían a gusto. Caminó con lentitud seguido de ese curioso cortejo hasta el hotel.
Abrió la puerta del recibidor. La luz era tenue y el olor extraño. No había ruido. Ningún sonido. El silencio era espeso y la quietud exagerada. Una cierta parálisis invadió la sala del recibidor y en el pasillo que conducía a su habitación tuvo la misma sensación de letargo que reconoció al entrar al hotel. En la última habitación del pasillo dormían Juan de Dios y Bernarda.
Ingresó a su habitación. Notó algo extraño en ella. Tardó unos segundos en reconocer qué le provocaba esa extrañeza. Era el perfume en el ambiente, un perfume que no recordaba oler desde hacía mucho tiempo. El pequeño espejo a un lado de la cama devolvía distorsionada su imagen. Una luz apocada entraba por la ventana y se apoyaba en la mesa donde reposaban la pava y el mate.
Dejó “Los Apuntes…” sobre la mesa. Se quitó el saco y acondicionó la camisa. Acomodó una lámpara para la lectura. Se sentó a la mesa decidido a leer. Todo estaba como siempre, salvo ese perfume que no lo dejaba concentrar. Era un olor que aprendió de niño, muy niño, cuando no imaginaba su destino.

25

El perfume entraba por la rendija de la puerta. Invadía la habitación. Se apoderaba del microclima. Las doce lámparas de la araña calentaban el aroma hasta hacerlo gelatinoso.
“El Interrogador” parecía narcotizado, pero no lo estaba; lo embargaba un sentimiento desconocido hasta entonces. Sus cinco sentidos se habían agudizado mucho más que cuando estaba por cometer un asesinato. Su percepción de la realidad se había vuelto intensa y diferente.
Volvía por el recuerdo de ese olor de la infancia a la habitación que parecía la misma, pero no lo era. La lámpara de mesa se apagó, solo una esfera de luz reposaba sobre los brazos de bronce de la araña que pendía del techo.
Sentado a la pequeña mesa, abrió el libelo. Una porción del claroscuro de la habitación daba justo sobre “Los apuntes…” Pasó varias hojas apenas con la caricia de los dedos. Suavemente. Volvió a la primera hoja y se detuvo en las palabras iniciales. “En el?principio creó?Dios los cielos y la tierra.”
Dios era la quinta palabra.
Dios, palabra preferida de su madre. En nombre de Dios lo obligó a leer la Biblia.
A ese niño, las narraciones del Antiguo Testamento le resultaron fascinantes. Se deleitó con ese Dios cruel y vengativo. Frío asesino de niños en el antiguo Egipto. Admiró su brutalidad ataviada de divinidad. Los pecados capitales emboscados en rezos y alabanzas. De entre todos esos salmos surgía una daga blanca, una mordida brutal y un veneno sublime. Los ángeles de la muerte reducían a breves porciones de tejidos humanos a indefensos seres anónimos. Estatuas de sal miraban a través de los ojos disecados. Padres fanatizados entregaban al holocausto a sus hijos. Fuegos helados rajaban la piel al menor contacto. Perversiones y castigos se agolpaban en la infinitud de una torre de Babel donde nadie se oía, nadie se entendía y nadie se arrepentía.
Recordó que una noche helada, mientras leía la Biblia, llegó por detrás suyo ese olor único, diferente a todo, lo estampó contra el colchón del catre y lo aplastó hasta asfixiarlo. Era el mismo perfume que invadía la habitación, pero que en la noche rural adquiría sustancia y se hacía imagen. La alucinación, extraordinario espejismo que provocaba el antiguo aroma, era desafiante.
Comprendió que lectura y olfato se vinculaban entre sí, estaban unidos. Letras y perfumes. Palabras y aromas.
“El aroma de la lectura”, dijo para sí como si se tratara de un crucial descubrimiento. ¿A qué olía la lectura? A mortaja, a exudación de un muerto, a sueño sepultado y putrefacto. A pesadilla en la profundidad de una tumba donde no podía respirar y en la que reptaban los gusanos que devoraban sus breves carnes infantiles.
Se puso de pie, vacilante. En una hoja de una pequeña libreta de anotaciones escribió “lectura, mortaja, aroma, infancia, sueño”. Cinco palabras. Cinco, el número elegido por Pervers para su mensaje.
Luego escribió “Dios”, la quinta palabra de la primera hoja de “Los Apuntes…”
—Dios, ¿el principio de todo?
26

—¿Usted qué cree? –oyó que Bernarda le preguntó.
La voz de la anciana llegó a sus oídos desde un pliegue de los claroscuros de la habitación. No se preocupó en saber como esa voz apareció en medio de la noche.
—Dios no existe –respondió algo nervioso.
—No le preguntaba por su ateísmo, señor, no se agite. Soy una simple hotelera y Dios no me ha concedido ningún permiso para juzgar a nadie. Solo quiero preguntarle sobre las cinco palabras que escribió en la pequeña hoja de su libreta de anotaciones. De esas cinco palabras, ¿cuál es, para usted, la más importante?
“El Interrogador” releyó varias veces las cinco palabras. Luego dijo “sueño”.
—¿Está seguro?
—Por completo.
—¿Reconoce el sueño?
—Por supuesto.
—¿Cómo cree que su perseguidor pudo saber de él?
—No lo sé.
—¿Usted sabe latín? –la voz de Bernarda adquirió cierto tono mefistofélico.
A “El Interrogador” lo demoníaco le sentaba mejor que lo divino. Fijó su mirada en el libelo. Sonrió para liberar algo de su agitación.
—Ya le dije que ni una palabra.
—Me lo dijo, es cierto. Le pido disculpas. Soy vieja y olvido las cosas importantes.
—Bien, ¿y entonces?
—Si usted supiera latín, algunos de estos misterios se resolverían muy rápido. Creo que esto se lo dije en alguna oportunidad.
—Me lo dijo. No se equivoca. Pero estoy algo crecido para estudiar latín. Estoy viejo, si usted prefiere. ¿Por qué no me dice lo que sabe y resolvemos ese asunto de una buena vez?
No hubo respuesta. La voz de Bernarda desapareció y el claroscuro en la alcoba con ella. El perfume de la infancia, en cambio, persistía intenso en la habitación. Parecía aferrado a todos los muebles, también a su persona. Lo sentía en la ropa, en la piel, en el aliento.
“El Interrogador” exhaló el aire cargado del perfume con algo de resignación. Estaba muy cansado, agotado.
Descansaría sobre la mesa. Evitó la cama porque no quería un sueño profundo. Solo un descanso breve. Un tiempo de reposo le haría muy bien. Poco había leído de los “Apuntes…” pero lo poco que leyó lo llevó por senderos para los que no se había preparado. Para cualquier empresa él se preparaba, la improvisación estaba descartada por completo de sus hábitos. Esa noche, la lectura disparó pensamientos que se sucedieron a gran velocidad y ese trajín nervioso lo había cansado.
Descansar reclinado sobre la mesa no le resultaba extraño. Estaba habituado a ello. Noches enteras las pasó en esa posición, inmóvil, como una estatua magnífica, músculo y nervio, mármol vivo, esperando en la penumbra a su víctima. Cuando reconocía la presencia de su presa, recuperaba la más completa lucidez, sus cinco sentidos se agudizaban y estaba listo para culminar la faena. Nunca falló, nunca un estado alterado. Calmo, preciso, mortal.
Sobre la mesa, “Los apuntes del Sr. Pervers”, sobre el libelo, sus brazos, sobre los brazos reposó la cabeza.

27

La madrugada se abismó. Un entrelazamiento cuántico vinculaba la materia de dos estados alterados aparentemente distintos. Uno, el pasado del aroma de una lectura inocente durante la infancia, penetraba al otro, al sueño de ese adulto que creía estar a salvo a una distancia prudente del punto de partida de esa historia. No era el olvido, como creyó desde entonces, el estrecho pasadizo por el que podía huir de ese acontecimiento. La falsa memoria le hizo creer que así era. Pero en realidad era un legítimo vaso comunicante entre el pasado y el presente. El aroma de la palabra estaba en el hombre, el hombre en el aroma de la palabra.
El sueño arribaba desde la infancia. Lo reconocía perfectamente. Era aroma y palabra al mismo tiempo. Por eso habló del“aroma de la lectura”, y luego que “la lectura olía a mortaja, a exudación de un muerto, a sueño sepultado y putrefacto”.
Era un único olor; uno y brutal. Llegó por detrás suyo. Tal vez pasó por debajo de la puerta de la pequeña habitación de la casa materna, por el espacio que quedaba entre ella y el zócalo. O quizás tuvo la fuerza para abrirla, porque en las noches durante la infancia todo monstruo tiene la fuerza para abrir cualquier puerta. Se sabe que los monstruos no tienen corazón, solo apetencias.
El perfume adquirió sustancia y anatomía. Salió de la esfera de los olores e ingresó a la condición de la materia orgánica. Era hueso, músculo, piel, exudación de muerto, olor a podrido.
Recordó ese peso sobre él. Quizás que muriera asfixiado lo excitaba. La muerte puede ser un potente afrodisíaco.
No supo nunca cómo logró liberar su cuerpo del otro que lo aplastaba. Se incorporó, trastabilló y corrió sin detenerse. Atravesó el largo patio de la casa materna. A cada lado, incontables jaulas adornaban el patio, dentro de las cuales canarios muertos hedían ha podrido. Aves muertas, guano verde, alpiste negro, gusanos rojos. El agua era azul y burbujeaba.
Luego el vestíbulo. Oscuro refugio de todas las mariposas de la noche del tamaño de un puño. Golpeaban su cara y hasta la mordisqueaban.
Tras la puerta cancel, la escalera blanca, prosaica, interminable, y al final de ella, la que daba a la calle. Si podía atravesarla, huiría en dirección a una gran avenida atestada de automóviles. Así se alejaría para siempre del olor a mortaja, a exudación de muerto, a sueño sepultado y putrefacto.
Llegó a esa última puerta. La abrió de par en par. Pero no llegó a la calle. Volvió a la misma oscura habitación de la casa materna. Estaba el mismo libro de la lectura infantil, el mismo aroma de las letras, el pequeño catre, el roñoso colchón, la oscuridad que se le echó encima y ese peso insoportable que estampaba su rostro en el cotín amarillento. Lo asfixiaba, y mientras lo asfixiaba le dijo que podía amarlo muerto. Pero él no quería morir porque los muertos no aman, e intuía que los asesinos, tampoco.

28

La lenta sucesión de golpes lo despertó.
Toc…
Toc…
Toc…
Toc…
El ritmo de los golpes era preciso y suave.
Estaba contracturado. Le dolía el cuello y la espalda. Trató de adquirir plena conciencia del momento, pero permanecía embotado, en ese estado arcaico en que algunos sueños sumergen a las personas como si no se tratara de ellos sino de otras. Padecía en carne propia la separación del pensamiento y los sentimientos.
Salió de la habitación vacilante. El pasillo permanecía en penumbras.
El perfume que flotaba en el ambiente no era el de su infancia. Había mutado. Era rancio, soez, de matarife. El lento y monótono toc… toc… toc… que escuchaba no lo producía alguien golpeando con sus nudillos la pared de ladrillos huecos como creyó cuando se despertó. Sonaba a timbal reseco, a árido golpe contra la condición maciza de una madera poderosa. Ruido de golpes contra una viga. Una de acacia, fuerte y densa, sonando a rojo pardo, sonido tan oscuro como fuerte, bien afinado veta a veta.
Toc…
Toc…
Toc…
Toc…
Provenía de un altillo que Juan de Dios y Bernarda usaban para guardar trastos viejos, cosas en desuso.
Llamó en voz alta a los viejos propietarios del hotel. Su voz sonó metálica pero serena. No obtuvo respuesta. Insistió.
—¡Juan de Dios! –gritó– ¡Juan de Dios! –insistió.
Esperó y llamó a la mujer.
—¡Bernarda! –llamó– ¡Doña Bernarda!
Tampoco hubo respuesta.
Exhaló con fuerza el aire de sus pulmones. Estaba sereno sabiendo con qué se iba a encontrar.
Comenzó a subir hacia el altillo. La escalera chillaba cuando “El Interrogador” descansaba el peso de su cuerpo en cada escalón. En cada uno se detenía. Trataba de escuchar los típicos sonidos de la muerte, pero el silencio era abrumador.
Alcanzó el último escalón. Se detuvo a la entrada del altillo. El primer cadáver que observó fue el del hombre. Más atrás, el de Bernarda se balanceaba y sus pequeños zapatitos de taco bajo chocaban con la viga que sostenía la estructura del techo a dos aguas.
Toc…
Toc…
Toc…
Toc…
Tal vez la brisa que se colaba por unas rendijas perpetuaba el movimiento del cadáver tocando con sus zapatos la madera.
A un metro del último escalón había un viejo celular. Comenzó a sonar.
Los cadáveres pendían de una gruesa soga amarrada a la viga maestra del techo. Estaban bien ataviados, con ropas limpias. A simple vista no presentaban heridas ni golpes. El rostro amoratado, los labios y los ojos hinchados. De la boca de cada uno la lengua cárdena se asomaba y los ojos, estirando los párpados como parches de piel humana, parecían a punto de reventar.
El celular no dejaba de sonar histérico. La vibración lo hacía reptar por el piso como si fuera un gracioso insecto negro y rectangular. No iba a atenderlo. Ese llamado no lo apremiaba. Él escogería el lugar y el momento del encuentro con su perseguidor. El Sr. Pervers debería esperar o desesperar. Él sabía lo que tenía que hacer.

29
“El Auditor” llamó con fuerza a la puerta de entrada. Por una ventana lateral podía observar a “El Interrogador” sentado en uno de los mullidos sillones de la recepción.
—¡Está abierto! ¡Pase! –le ordenó en voz alta que entrara.
“El Auditor” abrió con desconfianza la puerta.
—¡Qué rápido se conocen las malas noticias!
—Siempre llegan primero. ¿Cómo está usted?
—Algo confundido.
—Lo imaginaba. El hombrecito quiere una entrevista.
—Arriba dejó su tarjeta de presentación.
—¿Están arriba los viejos?
—Pendiendo de la viga que sostiene el techo.
—Pervers quiere una entrevista.
—¿Cómo lo sabe?
—Se comunicó por un intermediario con el Sindicato. El mensajero dijo que Pervers trató de hablar con usted por un celular que le dejó. Como parece que usted no lo atendió, optó por tomar contacto con el Sindicato. Y aquí me tiene. Sospechamos que quiere ofrecer un trato para terminar con esta matanza.
—Yo no estoy dispuesto a pactar con ese tipo.
—Lo comprendo. ¿Es verdad que llamó durante horas?
—Sí.
—¿Usted no atendió el celular por…?
—Porque no. No acepto condiciones.
—Sería una entrevista vigilada por nosotros. Ahí nadie podría pasar.
—Nunca diga nunca, amigo. Pervers o “HD” saben bien a qué juegan. ¿”HD”?
—No sabemos nada. Solo de S. Pervers y le reitero que bastante poco.
—¿Debo aceptar el pedido?
—El Sindicato considera que sí, claro que lo deja a su consideración.
—Mi consideración qué calibre merece.
—Nunca uno pequeño. Sabemos que eso lo atemoriza.
—Cuándo la entrevista.
—Cuando usted lo disponga.
—¿Qué haremos con los dos cadáveres?
—Despreocúpese. De eso nos ocuparemos. ¿Algún deseo especial para el entierro?
—Ninguno. ¿Los Apuntes…? Apenas leí pocas páginas. Quienes podían ayudarme a descifrarlo están colgando en el altillo.
—Horrible. Pero todo lo concerniente a esos horribles “apuntes” tal vez lo pueda hablar en persona con su supuesto autor.
—Sabe sucesos de mi infancia que nadie más que yo conocía. Mi madre y yo, nadie más. Mi madre murió hace tiempo y los muertos no declaran.
—No sé de qué me habla. No conozco su biografía.
—Y todavía tengo pendiente la advertencia de Sam.
—Sam, pobre Sam.
—Me dijo que leyera con atención “el baile de los muertos”.
—El baile de los muertos –“El Auditor” pareció meditar–. Se refiere al asesinato de quien se hacía llamar Salomé.
—¿Cómo lo sabe?
—Informantes. Informantes. Usted sabe que el Sindicato construyó una vasta red de informantes. Siempre algo se sabe.
—¿Qué sabe de ese crimen?
—Preferiría lo hablé personalmente con el Sr. Pervers.
—¿Y de Eliel?
—Lugar equivocado, momento equivocado.
—Amor equivocado.
—También.
—¿Vino en automóvil?
—Si señor. Lo llevó a un lugar seguro, más bonito que este. Está al llegar una célula de limpieza. Debemos irnos.
—Empaco y partimos.
—Lo espero.

30

Los dos hombres abandonaron el hospedaje en el impecable Impala propiedad de “El Auditor”. La célula de limpieza ya había comenzado con su tarea.
—¿Qué harán con los cuerpos? –preguntó “El Interrogador”.
—Cremarlos.
El automóvil, por el camino a la ruta, avanzaba lentamente. El ripio golpeaba la carrocería y “El Auditor”, que era quien iba al volante, temía que el rebote de una piedra impactara en el parabrisas original. No toleraba ningún daño contra su automóvil al que cuidaba más que a su familia.
“El Interrogador”, en el asiento del acompañante, parecía distraído mirando por la ventanilla el montecito que se había vuelto más verde y tupido. La soja expandía su dominio a cada lado del camino, y los feedlots emergían como inocentes construcciones de chapa galvanizada, alrededor de las cuales las vacas peregrinaban con pasmosa lentitud.
Antes de partir, “El Interrogador”, fue hasta el hogar del hotel y se llevó el atizador. Lo ocultó entre sus ropas que estaban dobladas con maníaca prolijidad. El atizador no una artesanía que valiera la pena hurtar. Se trataba de un trozo de hierro con un extremo afilado como la punta de una flecha y en el otro, una manopla para sujetarlo con fuerza. Si “El Auditor” se lo reclamaba porque los limpiadores notaban que faltaba esa herramienta inventariada, diría que lo tomó solo por tener un recuerdo de los propietarios que lo habían hospedado con tanta hospitalidad, un recuerdo sin mayor valor, un souvenir que nadie hubiera escogido para recordarlos salvo él.
—No sé si servirá de alivio para usted saber que a los viejos los durmieron antes de colgarlos.
—Tenían nombre. Juan de Dios y Bernarda.
—Sí, lo siento. Le pido disculpas.
—¿Cree que fue el mismo Pervers?
—¡No! De ninguna manera. Está a muchos kilómetros de distancia. Se mantuvo al margen previendo este desenlace. Usted sabe que esta clase de trabajo no puede realizarla un solitario. Cargar los dos cuerpos de no menos de setenta quilos cada uno hasta el altillo, izarlos hasta donde fueron ahorcados, una tarea imposible para un solo hombre y menos uno de la talla de Pervers. Un pigmeo, tengo entendido.
Seguramente se trató de un equipo. Usted sabe de qué hablo. Uno asesino penetró sin ser advertido, anestesió a los abuelos y luego hizo entrar al resto del grupo. No menos de tres hombres, calculo. Sabían que usted no los escucharía.
—¿Cómo lo sabe?
—Por la comida.
—¿Mi comida?
—La cena. Anselma le suministró un potente alucinógeno de efecto retardado. Por eso no escuchó nada. Usted debió quedarse dormido y, es seguro, padeció alguna pesadilla. Esa droga tiene ese efecto.
—¿Y Anselma?
—Ahogada.
—Cocinaba muy bien.
—Qué desperdicio.
—Sus paellas, excelentes.
—No lo dudo.
—El grupo de tareas conmigo no se metió.
—De haberlo hecho hubieran cambiado las cosas. Por desgracia los abuelos eran contratados.
—Maldita tercerización.
—¡Todos hemos perdido nuestros derechos laborales!

31

“El Auditor” lo acompañó hasta el departamento en el que esperaría la reunión con Pervers.
—Verá que es cómodo.
—No es lo que me preocupa.
—Entiendo.
—De la reunión con Pervers me voy a Córdoba.
—¿A Córdoba?
—A Salsipuedes.
—Es bueno saberlo. –“El Auditor” sonrió complacido.
—Se lo informo para que el Sindicato no malgaste sus recursos espiándome.
—Usted siempre atendiendo al bien general.
—Para eso estamos.
—¿Tiene el libelo?
—Seguro.
—¿Seguirá leyéndolo?
—No. Con Juan de Dios y Bernarda era otro asunto. Ahora solo sería un suplicio. Si me permite le diría que quiero hacer con este libro…
—¡Por favor! ¿Cómo me va a pedir permiso para expresar sus opiniones?
—Quisiera metérselo por el culo a ese desgraciado.
—No siempre querer es poder. Dijo Shakespeare que “la ira es un veneno que te tomas tú esperando que muera el otro”.
—¡El amigo Shakespeare! Del libelo solo me interesa algo de lo que me habló Sam.
—¿Sam Dimas, nuestro querido ladronzuelo?
—Si señor. El mismo.
—¿De qué le habló?
—Del baile de los muertos.
—Asunto en el que estaban involucrados Salomé y Eliel.
—Exacto.
—Lamento decepcionarlo, pero en “Los Apuntes…” no hay ninguna referencia al baile de los muertos.
“El Interrogador” permaneció en silencio mirando directo a los ojos de “El Auditor”.
—¿Por qué lo dice?
—Micrófonos.
—¿Qué escucharon?
—Cuando Pervers le daba esa indicación a Sam. Le pagó muy bien. No fue por altruismo que no le cobró su trabajo. Fue para ocultar sus “treinta monedas de plata”. No se puede confiar en casi nadie.
—¿Ahora me lo dice?
“El Auditor” no respondió.
—¿Por qué Pervers lo mató?
“El Auditor” sonrió extrañado.
—Cuando Genghis Khan estaba por conquistar China, un séquito de generales del imperio se hizo presente en su tienda para ofrecerle sus servicios, estaban dispuestos a traicionar a su emperador.
Genghis, ayudado por esos generales, conquistó China. Culminada la conquista, lo primero que hizo fue ajusticiar a esos traidores. Cuando estaban por decapitarlos, uno de los generales condenados le preguntó a Genghis por qué los mataba si ellos lo habían ayudado a completar su victoria. El Gran Kan les respondió “si ustedes fueron capaces de traicionar a su nación y a su Emperador, qué no serán capaces de hacer en mi contra”. Roma no paga traidores.
Colgarlo del árbol que da justo al frente de la casa de su madre fue solo una perversión. Además, le robó el dinero que pagó por traicionarlo a usted.
—¿Para qué le hizo hablarme del baile de los muertos?
—El Sindicato no lo sabe. Si lo supiera, usted sería el primero en enterarse.
—¿A qué hora es la reunión?
—“El que va demasiado aprisa llega tan tarde como el que va muy despacio”2. Todo a su tiempo, que descanse.

1William Shakespeare.

______________________________

1 Yo asesino, tú asesinas, él asesina, nosotros asesinamos siempre… a todos

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS