Una vez más la sangre se deslizaba desde el interior de su nariz hasta la comisura de su labio superior.
Recordó que la primera vez que había sangrado fue cuando llegó a casa, después de haber abordado a Clidia incitado por su belleza, en aquel ruin-pub de Budapest. Nada más verla había decidido que ella sería su siguiente desafío y había activado su plan perfecto de cinco tiempos.
La rapidez, como siempre, era esencial. Se trataba de aturdirla, anulando su capacidad de pensar, como esos conejos que, en el campo, quedaban deslumbrados por los faros de los coches en la noche oscura y eran arrollados.
Recordó que, ya en aquel entonces, y desde hacía bastante tiempo se notaba acelerado, inquieto. Buscaba encontrar emociones que le hicieran más llevadera una existencia vacía que no terminaba de aceptar, y dar caza a mujeres había empezado por divertirle, aunque, en cada nuevo lance, un nuevo poso de aburrimiento deslucía el éxito de la conquista. Le resultaba todo tan tediosamente fácil que para darle alguna emoción se retó a si mismo a conseguirlo en tiempo “exprés”. Fue entonces cuando sus amigos, con guasa, empezaron a llamarle “Speeder- la máquina de seducir.”
Y vió a Clidia, en el espectacular ruin-pub “Instant” de la calle Nagymező.
No le supuso esfuerzo alguno ejecutar la primera escena. Su actuación de hombre confusamente desconcertado y torpe ante las mujeres había sido perfecta. Ella había reaccionado según lo previsto, y él volvió a casa totalmente satisfecho, después de acompañarla al portal de su casa como un perfecto caballero.
El segundo acto era muy sencillo. Le envío al trabajo dos rosas azules, símbolo de amor sincero y eterno, con largos tallos entrelazados y rodeados de un lazo bermellón.
Tan rojo como la sangre que escapó de su nariz cuando, aquella tarde, el ocaso se vistió de sombras.
En el tercer acto, arropado por sus modales perfectos, la sorprendió esperándola a la salida del trabajo, argumentando su preocupación por la seguridad de la dama al tener que volver cada noche sola a casa, recorriendo callejones, algunos demasiado oscuros.
Y ella le correspondió, ofreciéndole un pañuelo de papel cuando sorpresivamente su nariz empezó a sangrar.
El cuarto acto era la apuesta más arriesgada. Podía decidir el triunfo. Volvió a buscarla al día siguiente al trabajo, y, esperando el momento idóneo, le confesó que no podía comprender que le estaba pasando con ella, que lo que había empezado como un juego había terminado quemándole en su propio fuego, y que se estaba descubriendo queriéndola. Y mucho. Le pidió una oportunidad para que pudiera conocerle y le invitó a comer el día siguiente.
Esa noche la sangre le sacó repentinamente de su sueño con una sensación de asfixia que le cubrió de un sudor frio. Fue cuando empezó a preocuparse por si algo en él no iba bien.
Pero el tiempo no se detenía y el quinto acto empezó sentados los dos en el restaurante. No tenía tiempo que perder y había que iniciar el contacto físico. Le confesó necesitar sentir su olor. Y le cogió la mano. Ella se dejaba hacer entre las bromas de él y se la veía feliz. Y él comprendiendo que había llegado el momento idóneo, y mientras ponía una cucharada del postre en su boca, le sugirió ir a un sitio más tranquilo, donde pudieran estar lejos del mundo y disfrutar de su primera vez juntos. Para su sorpresa ella se negó y enfadada le pidió que le llevara a casa. El intentó salvar la situación con su mejor apariencia de desinterés y decencia. Pero solo le quedó terminar su gran acto con un beso en los labios.
Con furia soterrada se despidió de ella. No volvería a saber de él. Hubiera jurado que las “estrechas” se habían extinguido en el siglo XX. Maldiciendo se dirigió a casa de un amigo, una copa le vendría bien. El denso y lento tráfico de Kopaszi-Gát le permitió relajarse mirando los efectos ópticos que producían las luces de las farolas y que le fueron trayendo algunos momentos a su memoria. Estaba cruzando el Puente de Rákóczi, con la brisa del Danubio entrando por las ventanillas de su B.M.W. blanco, cuando admitió que, a pesar de no haber logrado su objetivo, esos cinco días habían estado bien.
Y al día siguiente llegó el olvido y con él, el pasado.
No reparó en que la epistaxis remitió. Pocas veces más se repitió.
Esta vez, sin embargo, la hemorragia había sido tan rápida que no le dio tiempo a evitar que se adentrara en su boca y se deslizara por su garganta.
Acababa de entrar en su oficina y allí, clavado, en el panel de corcho, entre multas de tráfico pendientes de pago, vio el sobre color lila, con una gota de sangre seca de su nariz en el margen superior derecho, que contenía, aun cerrado, una carta que le había enviado Clidia. En el sobre pedía que no se abriera hasta el día 13 de septiembre, a las 18,30 horas. Y a él no le había costado esfuerzo alguno darle gusto, pues no tenía ninguna curiosidad por saber qué querría decirle aquella mujer. Recordó que al conocer a Clidia se había planteado si era posible que pudiera ser real una ingenuidad semejante, pero lo descartó. No en vano, él sabía mejor que nadie que la promiscuidad era esa ropa íntima y escondida de una sociedad que él disfrutaba haciéndola caer a los pies.
Volvió a mirar el sobre color lila. Hacía mucho que se había olvidado de Clidia. ¿Era la de las “zascas”?.
Miró el reloj. Quedaban apenas cincuenta minutos.
Decidió ordenar los papeles de su mesa, mientras esperaba la hora solicitada.
«Si has cumplido no abrir mi carta hasta hoy, (yo estoy creyendo que lo has hecho) decirte que te lo agradezco de corazón. Este es un momento difícil para mí, siento miedo y no quería estar sola. He intentado que el escenario sea relajante. He recordado lo que me enseñaste de como la iluminación crea los ambientes y he encendido velas de colores alrededor de la bañera. También unas barritas de incienso de rosas, y el agua está a 37 grados. Debería ser suficiente para partir en paz, pero sé que contigo será más fácil recorrer este trocito de camino. Estoy pensando que estás ahí, conmigo, y noto como mi respiración se va tranquilizando. Ya no puede quedar mucho. Gracias por este último favor. Solo me queda despedirme de ti pidiéndote que te cuides. “
Sorprendido y confuso, releyó el mensaje intentando comprender. Se preguntó si aquella loca estaba diciéndole lo que creía.
Y la hemorragia de su nariz no cesaba.

Fue entonces cuando sintió un dolor de cabeza repentino y muy intenso, que le dobló las rodillas y le hizo caer al suelo. Su visión se tornó borrosa y una brutal convulsión le hizo perder el conocimiento. No llegó a ser consciente de como su propia sangre invadía su garganta y le negaba el aire que necesitaba para vivir.

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