Son las diez de la noche. Probablemente, es muy tarde para hacer cualquier otra cosa; pero no para esperar a Alan. A veces, se demora algo más de lo habitual. Esa incertidumbre de no saber en qué instante sonará el timbre de la puerta siempre me mantiene en vilo, y pasan por mi mente infinitas posibilidades de cuál podría ser el motivo de su retraso. No obstante, en cuanto me abraza, todos mis pensamientos negativos se esfuman como si nunca hubieran existido. Alan ha sido muy amable conmigo desde el principio, incluso cuando no éramos nada; solo dos desconocidos.

Él había venido a mi casa a realizar algunos trabajos en algunas ocasiones, se dedicaba a la fontanería y a la electricidad. Ya, en un primer momento, me fijé en él. Había de reconocer que era un hombre muy atractivo. Su mono, extremadamente abierto, que ofrecía la visión de gran parte de su marcado torso, me hacía sentir incómoda; no es que me desagradara, pero no podía dejar de mirar hacia ese lugar, y temía que él se diera cuenta. Siempre me han gustado los hombres atléticos, aunque, entonces, era muy recatada. No como ahora. Me costó mucho confiar en él, pero me demostró que era lo más importante de su vida. Sentía que me daba lo que tanto necesitaba: amor incondicional. Durante las noches posteriores a nuestro primer encuentro, en mis sueños veía cómo esos fornidos brazos rodeaban mi cuerpo con ternura y, al despertar, sentía un vacío que necesitaba llenar. Esa ha sido la historia de mi existencia, desde que mis padres me abandonaron en una destartalada gasolinera de una carretera comarcal. Siempre con la necesidad de alimentarme emocionalmente de los demás. Por fortuna, después de tantos hombres autoritarios y manipuladores que formaron parte de mi lamentable biografía, ahora he encontrado el amor verdadero. Sí… Me río. El amor verdadero… Como si en realidad existiera tal cosa. Eso creía, fervientemente, antes de hoy, pero no pasa nada. No he permanecido dos años en un sanatorio mental en balde. Controlo perfectamente todo lo que hago, o, por lo menos, eso creo. En fin, en cuanto llegue le tengo preparada una sorpresa. Quiero que conozca lo buena persona que soy.

Primero, lo ataré con unas esposas al cabecero de la cama; él siempre está dispuesto a participar en los juegos sexuales que le ofrezco. Segundo, le enseñaré su anillo de bodas; ese que esconde en su casa, en un cajón de la mesita de noche, en las ocasiones que viene a mi encuentro. Justo después de mentir a su esposa, al decir que tiene que ir a la oficina a acabar un trabajo. Aunque ella no es tonta; oí cómo le exigía que a partir de ahora estuviera más en casa. Con esto, sabrá que he descubierto que está casado. Tercero, le enseñaré el peluche que tienen sobre la cuna vacía, en la futura habitación del bebé; así veré la cara que pone cuando sepa que estoy al corriente de que su mujer está embarazada. Y, por último, cuando esté tan cabreado que empiece a insultarme, ya tendré un motivo para hacerle daño. No porque me haya molestado su comportamiento, ni para vengarme, porque ahora ya no siento nada por él. Solo lo haré para que entienda lo que se siente cuando alguien te causa un dolor injustificado. Cogeré alguna cosa bien afilada, y le haré algunos cortes en las piernas que cambien un poco el color de las sábanas, con la única intención de asustarlo; eso sí, siempre que haga lo que le pido.

¡Ya está aquí el manitas de la casa!

―¡Hola cariño! Estoy en la habitación… esperándote.

―¡Mi amor, estaba deseando verte!

―Tengo preparado algo para ti. Desnúdate, y échate en la cama.

―…

El sol se filtraba entre el estor y el quicio inferior de la ventana, en una profusión lumínica que representaba, sin lugar a dudas, la libertad etérea. La luz dejaba ver las magulladuras en la cara y las incisiones infectadas del resto del cuerpo del hombre que yacía en aquella cama teñida de muerte. Alan no sabía cuántas noches ni cuantos días habían pasado ya, desde que el amor se había convertido en prisión. Solo deseaba acabar con todo aquel sufrimiento lo antes posible. Apenas, podía abrir los ojos, a causa del brillo deslumbrante del exterior. Escuchó, con alerta, el sonido de la puerta al abrirse, y supo que aquella tortura sin sentido continuaría.

―¡Mira quién viene a visitarte, cariño! ―anunció con ironía su desquiciada amante.

El electricista observó, sin dar crédito, el rostro impresionado de su esposa.

Betsy cogió su apreciado cúter y lo acercó al miembro encogido de su príncipe azul venido a menos.

―¡Venga Alan! Cuéntale qué hemos hecho en esta cama durante las noches de estos últimos meses.

―¡Por favor, Carla, avisa a la policía! ―gritó con desesperación el hombre a su cónyuge.

―¡Vamos cariño! Dile quien soy ―ordenó la despechada rozando ya la piel de su órgano viril con la fría cuchilla.

―¡Vale, vale! Cómo decirte esto… Ella y yo hemos hecho el amor alguna vez, pero no significa nada, y, cariño, ya se acabó. No ocurrirá nunca más.

―¡No! ¡Dile la verdad! Que follamos como animales en esta cama casi todas las noches, y que solo conmigo disfrutas de verdad. Explícale todas las veces que me has dicho que me amas como nunca has amado a nadie, y que harías cualquier cosa por mí. ¡Vamos! ¡Cuéntaselo! ―gritaba Betsy mientras se limpiaba las lágrimas que brotaban sin contención alguna.

Carla no pudo disimular la decepción en su rostro, y sus ojos reflejaron una profunda irritación.

Inesperadamente, Alan golpeó con el pie a Betsy en la cara, y, en aquel instante, Carla aprovechó para abalanzarse sobre la trastornada joven. Forcejearon, y la embarazada arrebató el arma a aquella infame. La demente cerró los ojos ante el inminente ataque, y no pudo ver cómo el brazo amenazante de su contrincante giraba, inexplicablemente, unos grados hacia su izquierda, para degollar a su propio marido sin ningún tipo de miramientos.

―¡Seguro que no volverás a hacerlo! ―espetó Carla lanzando con rabia el cúter al suelo de aquella deprimente habitación.

Después de bajar las escaleras, Carla se derrumbó en el vestíbulo, y comenzó a mecer su cuerpo en un vaivén de lamentos y sollozos. Miró sus manos enguantadas e impregnadas de los fluidos vitales del padre de su hijo, se deshizo de los guantes, cogió su móvil y, a pesar de haber dicho, hacía unos segundos, que no lo haría, realizó una llamada a la policía. No había ninguna prueba evidente de que ella hubiera cometido tal atrocidad, así que no tenía nada que temer.

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