Cuando el portero le abrió esa mañana la puerta del edificio, Manuel se tocó el borde del sombrero y lo saludó con amabilidad mientras le alcanzaba las llaves del Buick para que se lo estacionara. El hombre, que trabajaba ahí desde que inauguraron el edificio en 1950, le devolvió el saludo con una sonrisa que indicaba cariño y a la vez respetuosa distancia. Mientras esperaba el ascensor verificó que el nudo de la corbata estuviera en su sitio. Las oficinas de Francisco García Montes & Hijo ocupaban la totalidad del tercer piso. Había aprendido a imponerse con un gesto, lo que le resultaba muy útil en la empresa porque le ahorraba tiempo y palabras, pero le hacía dura la integración en otras actividades. Cada vez se ocupaba menos del club o de las reuniones sociales. Su grupo de amigos se había ido estrechando hasta hacerse casi inexistente. Concentraba su pasión en las paredes de su despacho, las llamadas telefónicas, la lectura de informes, el análisis de cuadros estadísticos, las noticias nacionales e internacionales que podían afectar la importación de insumos o la soñada posibilidad de exportar.

Cuando entraste a trabajar, entre cuchicheos te contaron lo que sucedía con las empleadas nuevas. Sabías que tarde o temprano te tocaría enfrentarlo. La llamada por el teléfono interno te sorprendió, un estremecimiento te recorrió el cuerpo y se te instaló en la espalda. Lo imaginaste sonriente, reclinado en su sillón giratorio, perforarte con la mirada, casi lo viste ponerse de pie y cruzar el despacho para cortarte la salida. Ya habías sentido antes la carga de ser una mujer que despierta las pasiones oscuras en los hombres. Era hora de poner las cartas sobre la mesa. Cruzaste decidida la puerta, sin cerrarla a tus espaldas, le entregaste el informe escrito que pedía y te cruzaste de brazos. Tenía el poder que le daba el sillón que ocupaba, tenías la fuerza en tu mirada. El duelo duró segundos y supiste que, por esta vez, ganabas cuando bajó los ojos y comenzó a leer. Saliste altiva, firme. Estás sola Elisa. Sola. Deberás poner el límite, trazar la línea que no debe cruzar.

Terminaba una jornada difícil. Se sorprendió sonriendo mientras conducía su coche en esa tarde otoñal. Heredar la fábrica tras la muerte de su padre había transformado su vida de joven soltero de buena familia en la del joven y prometedor empresario. Con las nuevas responsabilidades llegó también el poder de tomar decisiones que afectaban a obreros y empleados, proveedores y clientes. Se acostumbró fácil a la nueva vida. Aprendió a conducir las riendas de la economía familiar y de la empresa con mano firme, sin confiar demasiado en sus colaboradores, sin delegar funciones, atento a la evolución de la producción y de las ventas, invirtiendo ganancias en nuevas máquinas y abriendo nuevos puntos de venta en Rosario y en Córdoba. Mañana era un día de grandes decisiones. Se detuvo en el semáforo y permitió un instante de descanso satisfecho, recostado en el asiento. Sin embargo, el recuerdo de una mirada desafiante lo perturbó.

Volvías cansada. Apoyaste la cabeza contra la ventanilla del colectivo mientras mirabas la ciudad preparándose para sumergirse en el crepúsculo otoñal. Las voces susurradas que venían del asiento anterior te sorprendieron. Los hombres hablaban bajo, pero pudiste oir.

– Apareció un sobreviviente.

– ¿Quién te dijo?

– Un periodista escribió…

– ¿Cómo fue?

Vagamente fuiste ligando las palabras con el hecho que te había conmovido unos días atrás.

– Quedó sepultado bajo la pila de cadáveres… el balazo le destrozó la mandíbula, pero no lo mató…

Te acercabas a tu parada. Te levantaste muy lento, querías seguir escuchando.

– …alcanzó a caminar unos doscientos metros cuando se fueron y se escondió en una cuneta … vió cuando volvían…

– ¡Hijos de puta!

Tiraste el cordel que hizo sonar la campanilla. El colectivo se detuvo y descendiste rápido. Sentías la necesidad de alejarte del colectivo, poner distancia con los dos hombres y la matanza. Llegaste agitada a tu pequeño departamento.

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