Cae la tarde, o cayó. No lo sé. George ha dicho que la lluvia es algo que, indudablemente, sucede en el pasado. Pienso que las lluvias son todas iguales,
y que no me producen un alto en el camino. Pero la tarde que cae en mi patio siempre es diferente. Pocas veces me detengo a mirarla, porque siempre estoy apurado.
En aquellas ocasiones, es decir, cuando no estoy apurado y siento los rincones de mi casa vacíos de iluminación, salgo a mirar mi patio.
Lo hago como quien se preocupa por ver qué estará haciendo su hijo, en medio de tanto silencio. Y es entonces cuando lo encuentro apacible y misterioso,
abstraído de los sonidos externos y de mis propias pisadas.
La caída del sol sobre mi patio siempre tiene algo de místico y sorprendente. Qué pena que siempre estoy apurado, como para sentarme a admirarlo.
Hubo un tiempo en que me gustaba pensar que ese espacio era ideal para compartirlo con alguien, mate de por medio. Pero lo que nunca me imaginé fue que ese patio siempre soñó con estar conmigo, todas las tardes, mientras cae el sol.
Los sueños son, sin duda alguna, los destellos de un naufragio emocional; en donde la marea ha arrastrado hasta los pies del caminante nocturno las ilusiones de un nuevo amanecer. No hay ilustración alguna, mucho menos sentido lógico, en ese desear despertar de una ilusión fantasmagórica y no poder hacerlo. Es decir, ser la reencarnación involuntaria, de un despojado deseo exterior.
Es la vida misma un sueño ajeno, recreado en la mente de un ser, que ha tomado a un semejante como rehén y no lo deja despertar de aquel espectral destino; que tiene como único fin la concatenada reiteración de caminos encasillados o sin retorno. En otras palabras, un laberinto.
El despertar de un sueño es comprender que nunca se es dueño de un destino.
Porque siempre se vive dentro del pensamiento de otro, la ambición inalcanzable de otro, la esperanza podrida de una lúgubre tentación clandestina. George ha dicho que el hombre que sueña, en realidad, es un hombre que ha sido soñado por otro hombre; quien soñaba que un hombre dormía y tenía sueños. Nada más estremecedor que despertar y sentir que no hay más sueños por soñar; sino que hay que esperar a que alguien vuelva a soñar, que un hombre que duerme tiene sueños dentro de un laberinto de cristal
En el interior del espejo la realidad se ve transgredida, y ese revés de ilusiones nos advierte que no siempre se debe leer de izquierda a derecha. La posibilidad de hacerlo con los ojos en blanco, y con la yema de las extremidades, nos traslada a la entrada de un laberinto. Símil circunstancia será; entonces, sentirnos desorientados por no dar con el final del camino, con sentirnos incapaces de tener que cambiar el lenguaje visual; por el táctil. George ha dicho que el espejo multiplica a la humanidad, e incrementa la posibilidad de que exista más de un universo. Eso nos confunde aún más, porque no sabemos si el laberinto nos ha encerrado a nosotros, o ha sido el hilo de Ariadna quien nos ha estafado. La lógica presupone que somos, los que estamos de este lado, los originales. Pero la duda me asalta al pensar sí, quizás, somos nosotros los reflejos de otros que se han mirado en el espejo. Y no sólo eso, sino que además hayan escrito un código o una señal, en un lenguaje extraño. Algo así como un jeroglífico.
Me temo que esté escrito de izquierda a derecha, y por ello no puedo leerlo
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