Mi abuelo Abdala, allá, en su lejana Siria, fumaba a escondidas y le convidaba pitadas a su camello. Dejó el vicio en Argentina, ya cuarentón, porque se puso el pucho detrás de la oreja mientras atendía a sus clientes. Se quemó; no era el bolígrafo que dejó en el mostrador. Despistado, el pobre.

Ya en el noreste santafesino tenía un perro llamado Dogo que le hacía de alarma. Cubría unas manzanas a la redonda y le advertía de la presencia de extraños, además de seguir los pasos de sus hijos más jóvenes. Sin GPS, Abdalla pegaba un silbido y el can ladraba para ubicarlo exactamente en el lugar en que estaban sus últimos descendientes.

A veces la geografía cambia a las personas, aunque el abuelo mantenía algunos rituales no sólo en las comidas. Se sentaba con la silla al revés y leía un diario con caracteres raros de derecha a izquierda.

Veía yo, a veces, los paquetes tirados de cigarrillos Camel y suponía que era el bicho que pitaba con el abuelo. Un día me explicó que no, que los yanquis eran muy brutos y la figura de la caja era, en verdad, un dromedario. Esta afirmación suya me acompañó de por vida e, incluso, a veces se me ocurre pensar en que el mundo es propiedad de los brutos. Bueno, digamos que, por carácter transitivo, aquí se le dice camello o mula a otra cosa. Los que había en Siria eran de una empresa de transportes de mi bisabuelo.

En navidad, Abdalla tiraba tiros al aire, costumbre bárbara para sus civilizadas hijas argentinas que nos metían a todos adentro. Era el único encargado de liquidar a los animales que comíamos en las fiestas, porque las mujeres no podían matar —bueno, entiéndase, con armas. Hay muchas formas de hacerlo sin dejar huellas y, como existe suficiente bibliografía no voy a instruirlas sobre el tema —menos ahora, que la gente está tan sensible y no sería raro que me acusaran de instigación al delito o esas carátulas que los abogados lucen en los medios.

Dicen que una noche no volvía de mis convulsiones y me llevó llorando en brazos al médico, pidiendo a Alá que no muriese. No imagino esa escena porque lo recuerdo vigoroso y declarándose un león, un mes antes de su muerte. Ahora me doy cuenta de que no pude descifrar nunca su silencio y aislamiento, después de los almuerzos, aún rodeado por su numerosa familia. Sólo salía de esa especie de autismo cuando encontraba algún interlocutor para hablar de la crisis en Medio Oriente o de Nasser y Perón.

No le conocí melancolías. Creo que logró mestizarse. Nunca lo escuché hablar mal de la Argentina con el desprecio que algunos connacionales dicen “Este país…”. Me dijo que no estudiara abogacía porque era una profesión de aves negras y finalmente me dediqué a la literatura, cosa que lo complacía.

Sé que de joven fue un hombre bravo pero me sería difícil imaginarlo. A veces quiero figurarme al joven temerario que conocieron otros pero se cruzan, como en una película, los peones correntinos entrando a la tienda y contándole, en una mezcla de guaraní y castellano, que la Compañía Forestal les pagaba con bonos y les vendía la mercadería tres veces más cara que Usted, Don Abdalla. Y entonces, aparecían su generosidad y su bronca bajo los bigotes.

Con su guitarra componía canciones para mí, hasta que el castellano se le resistía en los finales de verso y me pedía ayuda.

Sé que, cuando llegó a mi país, le cambiaron la b de su apellido por una p, aunque quiso explicarles que a la letra le faltaba una pancita abajo. Tal vez, ese error lo hizo sentirse, a pesar del enojo, un hombre nuevo, refugiado de sus áridos odios en este clima cálido y lluvioso.

Viene también a mi mente aquella vez en que lo visitó el Jure con su atuendo de cura ortodoxo que parecía un disfraz para estos lares. Quería pedir la mano de una de mis tías para un sirio casadero, como era la usanza. No imagino la cara de espanto de su hija, amante de Alain Delón, al ver la foto de su pretendiente árabe. Sin temor a ofenderlo, Abdalla le dijo que ahora estaba en la Argentina y que los novios se los conseguiría la joven por sí sola. Así fue y, tras décadas de pretenciones, mi tía reconoció al amor de su vida. El Jure no podía entender esas cuestiones del amor, ni otros códigos de estas tierras salvajes; bendijo la casa y a cada uno de nosotros con su manto que olía a incienso y unos salmos que nunca pude descifrar —aunque es sabido que Alá entiende todos los idiomas. A nosotros, pobres mortales, aquel viejo sacerdote pudo habernos maldecido tranquilamente sin que nos diéramos cuenta, con la cara de santo que ponía. A pesar de que era un enero caliente y furioso, no sudaba. Rezó antes de comer sin que su apetito mostrara el mal gusto que le había causado el rechazo de tan grande oferta y miraba a mi tía, ya pelirroja, como si fuera una aparición demoníaca. Partió luego con su báculo de ébano, rengueando más por coquetería que por discapacidad.

A veces los recuerdos vienen por cualquier parte, entran por ventanas ridículas e impensadas. Hoy leí sobre una insólita denuncia de un joven contra su camello, en el sentido drogón del término. Le reclamaba haberle vendido perejil por marihuana durante 4 años.

La siguiente noticia hablaba de otro bombardeo en Siria. 450 muertos en los últimos meses. Ahí me parece verlo al yette y su animal de carga purificando, con su inocente fumata chiquilina, el vaho de un infierno ensordecido. ¿Qué transportaría con sus bestias fumadoras? ¿Qué habrá traído en la giba, que no vimos? ¿Qué le revelaron los cielos del sur, con su cruz de estrellas desconocidas? ¿Quién puede hablar hoy de tierras prometidas si acá ya no hay más ni lugar donde exiliarse?

Allahu akbar, tal vez exclamara el abuelo. Yo cerré el diario y me salió añá membuí.

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