Camina frenético, apretando contra su pecho el portafolios con el manuscrito. A mitad de cuadra mira temeroso hacia atrás y acelera la marcha. Veinte metros más adelante se detiene frente a una tienda de ropa de mujer y ve su reflejo en el vidrio. Parezco un viejo, piensa. Al llegar a la esquina, vuelve a mirar hacia atrás y elige la vereda de la sombra, cruzando la calle sin atender a la señal de detenerse que le marca el semáforo. No lo alcanzan, cree. Tal vez lo han perdido de vista.

Está seguro de que saben que ha terminado su novela y no le van a permitir la insensatez de llevarla hasta las oficinas del editor. Dos años. Más de setecientas noches de encierro en la pensión de mala muerte que ha elegido para hacer a escondidas su trabajo. Si bien ha cambiado los nombres al describirlos, todos los que conocen a los innombrables Gómez Perea los van a reconocer en los personajes. Siete capítulos. Cada uno dedicado a los siete pecados capitales de la familia. Había amasado cuidadosamente su venganza. Quiere la condena pública para ellos, el castigo del aislamiento social, el cuchicheo ignominioso a sus espaldas, el escarnio, porque en pueblo chico el infierno es grande. La Villa es como un pueblo, todos ahí se conocen. Algunos comparten círculos de trabajo en la ciudad.

Tomó la decisión de comenzar a escribir la noche que cumplió dieciocho años y su madre le negó la verdad por enésima vez. Le dijo que no era cierto, que todo era fruto de la imaginación delirante de esa pobre desposeída, escapada del hospital psiquiátrico que, alguna vez, en su juventud había trabajado como sirvienta en la casa, que él no era el bebé que le habían arrebatado, que en su delirio acusaba haber sido violada por el patrón y expulsada como un perro callejero después de tenerlo. Pero él le había creído a la mujer que se escondía para espiarlo cuando él jugaba en el patio, que lo abordaba cuando salía para la escuela, que se le cruzaba delante de la bicicleta cuando volvía del club. Le creía porque había descubierto con sus propios ojos lo que su padre hacía, encerrado en su escritorio con las empleadas. Y lo describió en su novela, en el capítulo sobre la lujuria. Te lo juro por Dios, le había dicho esa vez su madre, cuando cumplió los dieciocho, todos ustedes son mis hijos, vos, tus tres hermanos mayores, tu hermanita menor, todos parecidos, todos inteligentes, todos hermosos, todos sanos, todos buenos estudiantes…

―Señor, ¿tiene fuego? ―le pide uno de los rapazuelos perezosamente recostados contra el muro.

¿Tendrán diez, doce años? Fuman en la vereda cuando deberían estar en la escuela. ¿Qué futuro les espera? Chicos en la calle, chicos de la calle, chicos en peligro, chicos dañados, chicos sin límites, futuros delincuentes… Cuando comenzó a escribir su novela ya no era un chico, eligió el nombre lleno de furia. La caldera del diablo, pensó, como la serie en capítulos que veía su madre por televisión cuando era niño. Pero no. Cambió. Cuando decía caldera pensaba en la caldera a leña que estaba en el cuarto de herramientas al fondo de la casa y servía para alimentar el circuito de agua caliente y entibiar la vivienda familiar. Mejor el caldero del diablo, eso no deja lugar a dudas. El caldero donde el maligno cocina, donde vierte los ingredientes para sus menjunjes macabros, como las brujas siniestras, pero peor, porque es el mismísimo diablo. El caldero del diablo. Las primeras líneas las concibió en su cuarto, a escondidas, y guardó las hojas debajo del colchón. Como podrían descubrirlo al cambiar las sábanas de la cama fue variando los escondites. La novela había avanzado lento de esa forma porque su preocupación se centraba en esconderla. En hacerla invisible.

―Estoy exhausto ―se dice.

Necesita desayunar. Se acerca al pequeño bar, ubicado a la entrada de la galería y se sienta en una de las mesitas cuadradas de madera. Coloca el portafolios con la copia del libro sobre la silla que está a su lado. Se saca el abrigo y lo dobla encima para ocultarlo de la vista del mozo y de los otros parroquianos. Pide un café con leche con medialunas y espera. Se ha sentado de espaldas a la puerta de entrada, pero frente al espejo que le permite controlar quien entra o sale del local. Para completar su obra, se había inscripto en la facultad de ingeniería. No le resultó difícil convencer a su familia que convenía alquilar un cuarto para preparar sus exámenes con más tranquilidad, sin tener que viajar diariamente a la ciudad. Asistía a clases por las mañanas, dormía por las tardes, redactaba de noche, de lunes a jueves y regresaba los viernes a La Villa. Como se alimentaba poco y mal en la pensión, reponía fuerzas los fines de semana. Y los miraba. Observaba sus gestos y sus movimientos. Registraba los detalles en su mente.

― ¿Saladas o dulces, las medialunas? ―pregunta el mozo desde el mostrador mientras coloca sobre la bandeja la taza de café con leche. Con el gesto de alzar los hombros le indica que le resulta indistinto. El mozo lo mira, elije por él las dulces y se acerca para servirle el desayuno.

Todo el año anterior transcurrió sin sobresaltos, pero este año, sin haber rendido parciales ni finales, solamente pudo inscribirse en una materia de segundo. Deambula por los pasillos de la facultad, hace tiempo en la biblioteca, asiste sin ganas a algunas clases y las mañanas se le hacen eternas. En ocasiones, como la de hoy, camina por el centro y termina sentado en algún bar. Las medialunas quedan intactas en el plato. Bebe el café, abre el portafolios y palpa el sobre amarillo que contiene las cuatrocientas páginas de papel, trajinadas por más de dos años. Deja sobre la mesa un billete grande y, sin esperar que el mozo se acerque a cobrar y darle el vuelto, sale a la calle. Mira hacia ambos lados antes de sumarse a los apurados que intentan llegar temprano al banco. Vuelve en sentido contrario. A media cuadra de ahí están las dependencias del diario. Conoce de vista al director del suplemento cultural porque el viejo escritor y poeta, también crítico literario, vive con su familia en La Villa, a poca distancia de su casa.

― ¿Busca la sección de avisos clasificados? ―averigua el portero antes de darle paso. Asiente con la cabeza y sube los gastados tramos de la vieja escalera de mármol. Solamente quiere llegar. Ya en la planta alta pregunta y encuentra. Se anuncia con su apellido y la secretaria lo hace pasar a la sala de reuniones y biblioteca del diario. Coloca su portafolios sobre la antigua mesa de roble y se recuesta sobre el respaldo de la silla tapizada en cuero negro. La espera es breve.

― ¿Gómez Perea, verdad? ―dice a modo de saludo el hombre, tendiéndole la mano.

Saca el sobre amarillo del portafolios, se lo alcanza a través de la mesa y le pide que sea su primer lector. El viejo escritor y poeta saca del sobre las cuatrocientas páginas, cuatrocientas páginas totalmente en blanco. Sorprendido levanta la vista y mira al joven que espera, inquieto, su respuesta.

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