Anoche no pude llamarte;
se me cayeron los ojos.
El análisis de la autopsia
arrojó un resultado inapelable.
¡Cómo me hubiese disgustado
no haber tenido la oportunidad
de conocerte, antes
de que aquello sucediese!
Anoche no pude llamarte;
se me cayeron los ojos.
Todos tus datos personales
atestiguaron en las necrológicas.
¡Qué infame he sentirme
a partir de mañana, cuando sienta
que me falta tu presencia y que
carezco de facultades para continuar
disfrutando del correr de los años!
Anoche no pude llamarte;
se me cayeron los ojos.
Maldije a Dios, el universo
y a toda la humanidad.
Al revés de tu vanguardia positivista
lloré a mansalva la descuartizada imagen
de tus labios siempre humedecidos.
Anoche no pude llamarte;
se me cayeron los ojos.
La alfombra aún estaba mojada
cuando entraste por aquella puerta.
Me pregunté en qué lugar colocaría
todos tus deseos de que juntos
fuésemos felices para siempre.
Anoche no pude llamarte;
se me escapó tu sonrisa,
y, desde entonces,
quedaste muy seria.
Las luces se fueron apagando
y con ellas los latidos
de tu corazón.
Me sobraron los argumentos
para no contradecirte
y acepté maquillarte,
para que no te vieras pálida.
Anoche no pude llamarte;
se me escapó tu sonrisa
y arrecostaste tu mirada
como si una desilusión
profunda te hubiese
clavado sus garras.
Sangraste la pena,
por tus orificios nasales
y yo te supliqué
que me perdonaras,
por no saber cuidarte.
Pero me desgarré de dolor
al razonar que no fui capaz
de pedirte que te quedes,
más que pedirte que me perdones
(¿Acaso me importabas, en verdad?)
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