A la muerte de Juan de Dios

A la muerte de Juan de Dios

El final de la historia es que Juan de Dios ha muerto poco antes de las cinco de la mañana, una hora frecuente en nuestra residencia para dejarse ir. No ha sido de repente: él lo llevaba esperando más de una década y los demás residentes desde el día que entró por la puerta en su silla de ruedas blancas. Porque Juan de Dios, amortajado a la espera de un sobrino desconocido y de la funeraria, huele a dulce de convento saliendo del horno, a santidad de pasta flora y cabello de ángel. De hecho, a través de la ventana del ataúd parece mentira que se haya muerto así de lozano y atractivo, pues durante todo el tiempo que lo conocimos desprendió un olor entre dulzón y picante que acababas sintiendo en el rincón de los ojos y te obligaba a huir en busca de cualquier otra compañía. Algunos residentes poco imaginativos decían que nunca se había lavado los pies. Otros que ni los pies ni ninguna otra parte del cuerpo. Por supuesto, estas dos explicaciones eran falsas, porque las auxiliares de la residencia nos restriegan para que no quede ni un milímetro de roña entre una arruga y la siguiente. Especialmente popular fue una explicación metafísica de bastante más calidad que las anteriores: Juan de Dios había vivido más tiempo del que su cuerpo habría querido permitirle y la naturaleza no perdona esas cosas. Muchos aceptaban esta teoría solo porque siempre fue el más viejo de nuestro pequeño poblado de ancianos. Incluso la gobernanta solía contestar que él ya era muy mayor cuando alguien se quejaba de aquella peste de baja intensidad, pero tan obstinada.

Sin embargo, había un residente que tenía la clave: Pedro Arístides, enemigo suyo declarado y casi tan viejo como él. Arístides era un adversario deseable, de esos que respetan las reglas de la hospitalidad y el honor. De hecho, nunca hacía comentarios explícitos sobre el hedor de su contrario; es decir, no había hecho comentarios hasta el día que a mí me los hizo. Fue el único momento que pude tener una conversación con él más allá de un poco de cháchara sobre el clima y sus variaciones cíclicas. Por la gravedad de su confesión me obligó a prometer que guardaría el secreto para siempre. El caso es que no importaría mucho que lo contase, porque todos a los que concernía aquella historia ya están muertos y a mí no me haría falta más que toser un poco fuerte para unirme a ellos. El relato es uno de las más tremebundos que he oído en mi vida y creo que así se lo parecería incluso a cualquiera que no hubiera conocido a Pedro Arístides o a Juan de Dios, aun teniendo en cuenta que el motivo profundo de su enemistad era, en realidad, lo que estaba detrás del olor. No puedo contarlo, así que callaré esa parte, pero no que le contesté a Arístides que “eso” iba mucho más allá de lo que siempre había pensado de Juan de Dios y que buscaría pruebas de que se equivocaba. Encontraría la verdadera causa de ese olor subterráneo que condenaba a Juan de Dios a una soledad inmerecida. Arístides se rio mientras se alejaba repitiendo con una cierta musiquilla que no pude reconocer:

– Pues busque, busque, amigo mío, busque, busque…

Después de la confesión de Arístides, he observado a Juan de Dios durante cuatro años para encontrar algo que contradijera la historia que me hace temblar cada vez que la recuerdo. Cuatro años son una eternidad para todos los que convivimos aquí con nuestros fluidos y nuestro pasado. Demasiado tiempo para Pedro Arístides, que falleció al final del invierno siguiente. Imagino que Juan de Dios sintió alguna emoción retorcida cuando los deudos se lo llevaron para incinerarlo, lo cual fue una petición expresa de Pedro Arístides para ver si así dejaba de tener los pies fríos de una vez y para siempre. El caso es que sentí no tenerlo ya entre nosotros, pues, aunque él no me hacía el más mínimo caso, me habría gustado ir manteniéndole al tanto de los avances que yo creía ir acumulando, pero que en realidad fueron escasos y, al final, inútiles. Para recoger de forma sistemática toda la información que nunca descartó la explicación de Arístides, tuve que pasar mucho tiempo con Juan de Dios, tanto que llegamos a ser buenos compañeros de silencios y también frecuenté a su único amigo declarado, Carlos Iruña, un hombre de orejas grandes y nariz casi inexistente.

A pesar de su buena dotación, a Iruña le gustaba más hablar que escuchar. No me costó esfuerzo que me contase que Juan de Dios había sido campesino, mendigo de ciudad, albañil fino, ladrón a tiempo parcial y ropavejero si no le quedaba otra alternativa; que había viajado por todo el país y parte del continente, que la gorra que se ponía los domingos la compró en una ciudad con puerto, en este país o en otro, y nunca tuvo hijos, solo un sobrino de un hermano egoísta; que permaneció soltero toda su vida porque se enamoró de quien no debía y le partieron la cara como cuatro veces hasta que una noche, respirando barro, pensó que se desangraba con la nariz rota, aunque luego se la arreglaron tan bien que solo se notaba si te fijabas mucho. Iruña afirmaba que, en una de esas palizas, a Juan de Dios se le había estropeado el olor y, con los años, eso le había traído esa desgracia nauseabunda, pero que eso no servía más que para destacar lo buena persona que era Juan de Dios, porque ni a pesar de ese olor perenne había dejado de tener buenos amigos. Allí estaba él, Carlos Iruña y Méndez, para demostrarlo a todos los que le quisieran escuchar.

Puedo decir sin faltar a mi promesa que nada de esto tenía que ver con lo que me había contado en su día Pedro Arístides. En absoluto. Además, Iruña tenía una cierta tendencia a cambiar su relato cada vez que yo intentaba indagar en algún detalle que no me había quedado claro. Yo utilizaba el ardid de parecer el anciano que soy y volvía una y otra vez sobre el tema, pero él parecía olvidar buena parte de lo que me había contado antes y, sin venir a cuento, me hablaba de cuando vio a Juan de Dios perder el uso de sus piernas y se vio obligado a usar pañales de adulto. En una ocasión, la parálisis se había debido a una indigestión de higos, en otra a un accidente de moto o a una paliza por un amor equivocado. Lo del amor equivocado lo repetía muchas veces y en contextos diferentes, así que, tal vez, allí había algo más que ancianidad o, quizás, Carlos Iruña era un romántico insalvable a pesar de su edad y de la experiencia de toda una vida como psicólogo industrial.

He de reconocer, a mi pesar, que en ningún momento he encontrado pruebas de que Pedro Arístides mintiera. Por eso, cuando hace unos días percibí que el rostro de Juan de Dios se afilaba y, acertadamente, me temí lo peor, le abordé sin miramientos al final de una corrida de toros retransmitida por un canal regional de cuyo nombre no puedo acordarme. Me levanté de mi sillón, me acerqué por detrás a su silla de ruedas y, sin taparme la nariz, le susurré al oído:

– Hace años, Pedro Arístides me contó “eso” sobre usted.

Él giró con una agilidad que nunca le había visto y me miró desde abajo como si fuera él quien estaba de pie:

– Arístides fue un gran amigo mío, pero él no lo merecía. Eso es todo.

Salió del comedor farfullando el nombre de Pedro Arístides, faltándole al respeto entre dientes de una manera ingeniosa, florida y pasada de moda. Si hubiera podido, lo habría grabado para poder revivir ese momento de creación verbal guiada por un odio ya sin objeto. Es más, estoy seguro de que Juan de Dios seguía profiriendo insultos en su cerebro conforme éste se apagaba en su lecho de muerte, purificando su odio hasta dejarlo vacío, preparado para ese olor de santidad que ­para mí quisiera el día en que me toque dejarme ir.

[Este cuento se publicó en el número de julio de 2019 del periódico Salamanca al Día (página 26): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_943544_20190703.pdf#_blank ]

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