La venganza de los Pérez, Apéndice N°1 «Viajar en Shabat»

La venganza de los Pérez, Apéndice N°1 «Viajar en Shabat»

Apéndice N° 1

Viajar en Shabat

Los investigadores repetían una y otra vez el video con esas imágenes de la rubia ingresando al edificio. Repasaban metódicos el largo de sus piernas, el contorno sensual de sus caderas, el volumen frutal de sus senos y el naufragio inverosímil de los transeúntes colgados de sus insinuaciones de sexo que asomaban entre el blanco etéreo del vestido. Era una incógnita en clave femenina.

Su apariencia, aún oculto su rostro que cada uno imaginaba a su albedrío, era casi inofensiva. Nada hacía pensarla como un ser perverso, enfermo, extraviado, repulsivo. Para nada. Pequeñas carnes en debidas proporciones, curvas exactas que se desenvolvían en toda su humanidad con una cadencia que nacía en la curvatura de los hombros y alcanzaba la perfección de esos tobillos que parecían pintados, una humanidad entre luces y sombras como un mito perfecto de una noche porteña. ¿Acaso te llamabas? Todos se preguntaban y escuchaban el mismo eco con la misma emoción.

Pero un cadáver conservado en un freezer la ponía en escena como a un vulgar rufián. Y eso malhumoraba a todos porque no lograban congeniar deseos con observaciones. La verdad en ocasiones no sabe ser gentil con nuestros sentidos y su caprichoso modo de elevarse a la razón en nuestras mentes, desaloja sin titubeos la fantasía.

Verla entrar provista de la llave de la cerradura de la puerta de entrada, les decía que era la confianza la única explicación para que un hombre acostumbrado a lo que estaba acostumbrado, le diera a esa mujer la libertad para ingresar al edificio en donde vivía.

La confianza basada en el sexo suele ser liviana como el humo que provoca el fuego cuando quema unas hojas algo húmedas. Denso al principio elevándose en hebras, luego sutil y finalmente invisible a la simple vista. Solo quedaba al final de ese sexo, el olor de una apariencia de humo, que no era sino el olor de la piel de un cuerpo contra otro, el recuerdo del perfume apenas perceptible y tan provocativo de la transpiración, la sospecha de la fragancia del sonido breve del jadeo, perfume escaso y raramente maleable como una forma inasible pero satisfactoria. Solo el sexo le explicaba a los hombres ese comportamiento del oficial muerto, porque ninguno de ellos podía imaginar una sustancia amorosa, un amparo cariñoso de parte de ese hombre lo más parecido a un lobo que conocieron hasta entonces.

Volvían hacia atrás los cuadros de la filmación. Uno por uno. Hasta el momento en que la mujer llegó. Hasta que introdujo la llave en la cerradura. Hasta que entró. Y siempre evitando mirar a la cámara. Sin levantar ni una décima la cabeza. Impidiendo en todo momento que su semblante quedara filmado. Y el fastidio que causaba comprobar el preciso ángulo de inclinación del amplio sombrero que ocultó el reflejo del rostro en el vidrio de la puerta. Verla era un asunto no solo de la curiosidad. Se había vuelto un asunto de Estado.

Sobre el misterio de la mujercita aquella, “Pérez y Pérez” les exigía una respuesta sin ambigüedades. Cínico, patéticamente cínico, sabedor de todo. Cínico.

Exigía amenazante. No quería que le hablaran de esa silueta, del bamboleo de sus caderas o la frugalidad de sus senos. No. No. No.

No le interesaba su anatomía ni cómo su anatomía impregnaba falsamente el reducido paisaje urbano de una cámara de video instalada en la puerta del edificio. Sabía, cínico, mejor que nadie de sexos y estimulantes y de todos los que iban en manada a oler los imaginarios pliegues de un pubis angelical, un monte de venus y el halago de un vello ensortijado de un posible misterio esplendoroso. También sabía cuán equivocados estaban sobre López Huidobro y su conciencia del placer, sus maneras de orgasmos, un hombre que fue en algo humano y en algo animal, siempre con el sabor de la carne humana debajo de la lengua ardida, vociferando “las mujeres son una calamidad”.

La carne humana era el destino de cualquier jauría entrenada en la Agencia, no había en ello equívoco alguno. Y nadie como él sabía del músculo y de su precisa humedad, su elástica brevedad, su rigor fibroso, su limitada tolerancia al dolor, su rápida fatiga anegado de ácido láctico; ¡nadie como él!, un animoso caníbal adoctrinado en los largos conciliábulos de la Agencia. Sabía de la carne que se devoraba a bocados minúsculos para catar estimulado cada instante previo a la muerte ajena. Por eso nada de ese cuerpo con forma femenina le interesaba en lo más mínimo. Se anticipaba a su sabor y su textura como ninguno otro podía hacerlo. Y sabía de su destino sin atajos.

Repasando la historia, podía enumerar suceso por suceso, discusión por discusión, reproche por reproche, con ese rudo oficial enviciado y demasiado pagado de sí mismo. Nadie como él estaba al tanto de todo aquello y solo quería que sus subalternos cumplieran sin arrogancia lo que les pedía. Pero se preguntaba, con algo de razón, ¿para qué servían tantos investigadores nucleados en tantos grupos de tareas si no eran capaces de darle una respuesta satisfactoria a lo que parecía un misterio a pesar de que estaba muy lejos de serlo realmente? Quería algo de sustancia a tanta escenografía.

Su exigencia la hizo primero con cierta benevolencia, porque pasar por bondadoso era una forma de matar el tedio mientras organizaba nuevas venganzas y nuevas destrucciones. Jugaba con la bondad hacia sus subalternos como juega un niño con chiches y abalorios.

Con el tiempo, ese falso comportamiento bondadoso daría paso a su cinismo que lo entretenía mucho más que el trato halagüeño y paternal con los subordinados. Su cinismo era un modo edulcorado del ultraje, que, a su vez, era un procedimiento previo a los tormentos. Era una escala de valores que partía del trato cordial y el refrán adecuado, se elevaba a la condición del sarcasmo, a la procacidad de una maldad a cuentagotas, y acababa en el castigo suministrado en dosis adecuadas. La punición en dosis correctas podía ser un poderoso antídoto que inmunizara a la víctima, o una agonía lenta, prolongada, y finalmente mortífera.

Los subordinados conocían estos procedimientos que “Pérez y Pérez” usaba con método preciso y los angustiaba con sobradas razones. Así que mucho no los entretenía el trato ameno que el jefe les propiciaba por entonces. Sabían que, en el futuro cercano, en el horizonte próximo de las tretas burocráticas, estaba aguardándolos el reclamo airado y el desafío abierto. Entre el reclamo y el desafío se abriría paso la amonestación severa, siempre por escrito y en términos tan precisos como inexorables. La degradación estaba en el horizonte de todos ellos.

El hombre, como era su costumbre, afirmaría que repartir sanciones solo buscaba el estímulo del equipo que no resultaba todo lo eficaz y expeditivo que esperaba. Pero cuando un jefe se mostraba impaciente y por su impaciencia repartía amonestaciones, se volvía odioso a sus subordinados. Estos esperaban en jauría agazapados, hasta que les llegaba la oportunidad para hacerlo trastabillar. Y los conspiradores, con sus premeditados errores, lograban tener éxito en hacer fracasar ascensos y halagos y hostigar las úlceras que sabían adueñarse de las humanidades de los mandamases que precisaban el éxito como una irremplazable droga.

Pero con “Pérez y Pérez” nadie se atrevía. Nadie. Él era inmune a las úlceras, podía cultivarlas como si fueran rosas negras, coágulo a coágulo sus pétalos oscuros, sus filudas espinas con sus adorables rasgaduras desde el esófago al estómago como una ruta magnífica de heridas y cicatrices. Soportaba cualquier estrago contra su humanidad sin parpadear si quiera, y todos juraban que de cada desgracia salía fortalecido. Se ocupaba de que todos se dieran por enterados de su capacidad ante la adversidad y su indiferencia a cualquier sentimiento. Habría dicho con esa sonrisa imborrable entre los labios “lo que no mata fortalece”. Así que era inteligente meter el rabo entre las piernas y evitar la ira del mandón.

Para reforzar el carácter restrictivo de los movimientos de los investigadores y sólo por embromarlos, una circular por él redactada dejó establecido con claridad meridana que nada podía realizarse sin autorización previa de un reducido grupo de superiores, en especial la suya. Esto fue motivo de ríspidas disputas entre los subalternos y sus superiores, y entre los propios mandantes. Limitaba al extremo la iniciativa individual, perniciosa en todas las organizaciones que revisten un cierto carácter militar.

Los de menor rango, siempre proclives a la acción directa y poco reflexionada, consideraban esas disposiciones surgidas de los tupidos e inútiles vericuetos reglamentarios tan caros a la superioridad. Los atribuían a esa capa de burócratas que se perfeccionaba en producir legajos interminables para que nada se resolviese finalmente, o para que todo se zanjase de la peor manera. En todos esos mamotréticos expedientes, la verdad quedaba prisionera de beligerancias administrativas y convenientemente oculta para la inmensa mayoría de las personas.

La burocracia, como Jano, tiene dos caras. Su maraña de órdenes y contraordenes, puede resultar, en principio, una ordenadora eficaz que regula iniciativas y prerrogativas. Así se estabiliza un sistema verticalista, en el que los de abajo responden a sus superiores sin alternativas, aunque crean en sus capacidades y contribuciones. Eso se definió como obediencia debida.

Pero en su desarrollo, va configurando un sofisticado entramado de vasos comunicantes que se bifurcan de modo geométrico, y no conducen a ninguna parte, si quienes están en su cúspide así lo disponen. Son laberintos maestros, solo conocidos por la elite, creados para garantizar la sobrevida del Estado y su autoritarismo más o menos manifiesto. Lo que vale es la corporación y no sus individuos. En los períodos de ruptura del orden establecido, las revelaciones sobre eventos que afectaron de manera significativa a generaciones enteras, producen tal revuelo que solo la revoluciones logran apagar los fuegos de la indignación de tantas iniquidades cometidas contra el común de las personas, y limpiar las mugres de los encumbrados, mugres que intoxican al conjunto de la sociedad.

Esa burocracia así configurada, en cada oportunidad establecida, puede resultar la más aceitada maquinaria para alcanzar determinados fines, o el más inoperante instrumento para arribar a la verdad más elemental.

Frente a un asesinato como ese, había distintos prejuicios, intencionalidades, definiciones. A ninguno le resultaba indiferente cómo pudo ocurrir semejante anomalía y cómo se resolvería.

Por eso a cada tranco, cada jefe interponía un recurso en uno u otro sentido. Así las cosas, entraban en un marasmo de negaciones que parecían no conducir a ningún lado.

Los pesquisantes sabían que las más de las veces esos impedimentos se originaban en el deseo de que todo quedara reducido a un minúsculo grupo de personas que sabían, desde el inicio, los pormenores de un determinado asunto, un asesinato en el caso que les competía. O, más aún, de otro grupo tal vez más recudido aún, que entendía que el esclarecimiento de un crimen vinculado al poder siempre es inconveniente, porque solo revela otras porciones del poder que no pueden dejar en evidencia sus decisiones.

Cuando un asesinato se produce en los intersticios más íntimos del poder, menos prudente es su revelación púbica. Cuánto más cerca del poder, más lejos de la verdad. Y, sobre todo, de la verdad pública.

En los repliegues del Estado, donde se genera el poder real, se educaba a sus burócratas que la publicidad de los actos del gobierno real, quedaba reducida a vaguedades administrativas y nunca a asuntos realmente vinculados al poder. Ni siquiera a los simulacros del poder, como los asuntos legislativos o judiciales. La población, las más de las veces, no tiene ni idea de cómo se administran sus destinos. La organización social está dispuesta a los fines de la manipulación.

Esto era válido en todos los casos, pero, mucho más, cuando se trataba de la muerte de un hombre que integraba esos estratos del poder, aunque fuera un hombre vicioso. El conocimiento de los vicios ajenos, en especial de los hombres de influencia, distraen la atención de las personas que deberían, a través de la forma del fenómeno, de su apariencia, zambullirse en su esencia.

Las iridiscencias de los pecados capitales deslumbran con sus coloridos y obscenos artificios y se posesionan obsesos de las inquietudes de sus observadores. Aunque tales pecados revelan sustancias ocultas de sus protagonistas, no explican sus comportamientos últimos en las esferas del poder.

Las adicciones, la sexualidad, todos los vicios, todos, resultaban asuntos de menor cuantía frente a un asesinato planificado y ejecutado con desfachatada precisión, como se lo presentó. Su conocimiento resultaba útil al solo efecto de penetrar en la psiquis del muerto y desde ahí, recorrer con el espectro del cadáver a cuestas, el camino que conduce a sus posibles verdugos, con los que, necesariamente, había tenido una íntima relación. Se penetraba por sus vicios hacia el conocimiento de sus comportamientos y la de sus allegados que debían, inevitablemente, compartir aquellos; un modo nefasto de sociabilizar, pero eficaz para conocer costumbres y circunstancias.

  • Yo soy yo y mi circunstancia” –los ilustraba “Pérez y Pérez”–. Indaguen el “yo” y las circunstancias. Pero no lo divulguen. Y esto último era un orden y no una proposición.

El repaso de las miserias que desnudaban el verdadero rostro del individuo (y eso que los subalternos sólo se habían asomado a aspectos menores de la íntima perversidad de su superior), únicamente debía servir al fin de la captura de los supuestos homicidas.

Descubrir a los posibles responsables del crimen, lograr el castigo, y satisfacer la venganza, eran los objetivos. Fuera de ellos, los comentarios clandestinos de pasillo, los corrillos furtivos, se trataban de comidilla de chismosos, mentalidad de cotorras, espíritu de calumniadores, de agentes preocupados en considerar las humedades de las vaginas, la dilatación de los esfínteres, la inhalación de una droga, la inoculación de una alucinación, para regodearse. Para andar por los rincones del sistema ufanándose del conocimiento de los hábitos voluptuosos de jefes a los que en vida ni se hubieran atrevido a mirar a los ojos, era considerado una falta más que grave. La muerte no pertenecía a un evento privado, era una cuestión de Estado. Así debía ser considerada.

Sobre el misterio de la mujer aquella había muchas hipótesis. Desde las más sensatas a las más descabelladas.

Los investigadores acuciados por las exigencias, volvían una y otra vez sobre las filmaciones de la tarde-noche, cuando el ingreso de la muchachita al edificio. Revisaban cuadro por cuadro para su frustración, sin hallar ninguna imagen, ni reflejo, ni el recuerdo de una silueta estampada en las nostalgias del espejo del hall, que los orientara en la identidad real de esa sofisticada mujer.

No dejaron nada por examinar ni sombras ni luces, ni minúsculos reflejos en la filmación. Tampoco en el departamento, al menos eso creían. La esmerada dedicación en la pulcritud con que se encontraban en el reducido escenario del crimen, los llegó a exasperar. Los escasos metros cuadrados de la habitación en la que había ocurrido la muerte de López Huidobro, tenían que haber facilitado la extrema limpieza de los asesinos.

El cotín inmaculado del colchón de la cama de una plaza; las sábanas lavadas y planchadas; el lomo de la almohada alisado con esmero hasta hacerlo parecer una elipse suave deslizándose a un lado y otro con exacta simetría en el centro de la cama. El paisaje norteño definido con pequeños motivos geométricos del cubrecama de Jacquard, suspirando una tenue luz de puna desolada; el lustre del piso en el que se reflejaban los muebles sin una marca delatora; el ropero vacío, con su extraña inscripción pirograbada en el anverso de una de sus puertitas; el propio freezer donde había sido depositado el cadáver, todo, exquisitamente limpio.

Se buscó no una gota de semen, ni una de flujo vaginal o de saliva, sino la millonésima parte de una gota, aunque no fuera más que un átomo extraviado; el fragmento de un micrón de un cabello, la fracción de la limadura de una astilla de uña. No se encontró nada. Nada. Nunca antes la palabra “nada” los había dejado tan perplejos y tan vacíos.

A favor de los asesinos, se pensaba, pero no se decía, el tiempo transcurrido: una semana. La serenidad para operar, la soledad de aquella noche en la que hasta la vecina estaba ausente internada por razones de salud por su avanzada edad. Todo habría asistido en favor de los responsables del crimen y la dedicada y prolija limpieza de la escena. Pero López Huidobro no era un trozo de vidrio que se podía limpiar esquivando sus filosos bordes, ni las teclas de un piano a la que una sordina ahogaba sus sonidos hasta hacerlos casi inaudibles. La muerte del oficial superior sonaba con fuerza y vociferaba airada diciéndole a cada uno de los investigadores “¡apurate! ¿qué esperás?”, a lo que ellos no podían responder.

Esperando un hallazgo milagroso, los investigadores pidieron a la autoridad permiso para una nueva requisa de la casa a pesar de que ya había sido realizada y con esmero. Había plena seguridad que los asesinos nunca traspasaron el ámbito de la habitación de servicio. El coto de caza se redujo a ese modesto y subalterno ámbito, a pesar de las sesudas explicaciones de los psiquiatras forenses.

Ningún jefe se opuso a un nuevo allanamiento sin dejar de señalar su inutilidad. “Pérez y Pérez” lo aprobó sólo por seguir el juego que él mismo estableció desde el principio.

Los rastrillajes no dieron ningún resultado. Todas las evidencias en los otros ambientes del departamento conducían a un único protagonista: Arancibia López Huidobro. Ni en el amplio living-comedor, su escritorio, las habitaciones o el baño, había rastro de material biológico que no perteneciera al coronel. Nadie había incursionado en ese lado de la casa.

Pero la propuesta de interrogar al vecindario fue rechazada de plano. Sólo se haría por los medios adecuados, con los informantes habituales. Alcahuetes confiables. Puesteros de vieja pertenencia y cartoneros adscriptos a la institución desde hacía ya bastante tiempo. Ojos escrutadores, entrenados, pero, sobre todo, conocedores del submundo del barrio de Once. Si en las orillas de la marginalidad estaba las respuestas, esos husmeadores los ayudarían a encontrarlas. Si no, quedarían en las reservas de los modernos rastreadores profesionales.

Poner en conocimiento de la chusma del barrio detalles de esos sucesos, se consideró contraproducente a los fines de la propia investigación, y en especial, al prestigio del coronel y de la Institución. Interrogar sobre una andrógina figura misteriosa, frívola, de andar sensual, sexuada, estimularía la imaginación del vulgo que se referenciaría en sus propias fantasías sexuales. ¿Cuánto tardaría en saberse en qué edificio, en qué departamento, con cuál hombre, esa persona había pasado la noche? El tiempo de un suspiro. Nada de escándalos, era la consigna. Nada que pudiera dejar en evidencias las impudicias. Ya bastante ruidosa fue la presencia policial, la morguera cargando un bulto envuelto en nailon negro como un feto gigante, los interrogatorios a los vecinos, los morbosos comentarios callejeros.

Paciencia. Mucha paciencia. “Quien quiere acertar, aguarda”, los ilustraba “Pérez y Pérez” para que persistieran en sus labores. Él estaba en conocimiento que se habían obtenido todas las filmaciones de las cámaras de la ciudad que estaban diseminadas en un radio de varias cuadras a la redonda y, que, de ser necesario, se obtendría incluso las que extendían sus dominios más alá del límite de la ciudad autónoma. Usando la herramienta del BAIS[1], y en especial, el perfeccionamiento de su software que ampliaba la capacidad de búsqueda biométrica a otras muy sofisticadas, más tarde o más temprano, él sabía, aunque ni lo mencionara a sus subordinados, que las pruebas empezarían a surgir, inexorablemente. Mientras tanto, esperaba que el plan siguiera su curso y cifraba esperanzas en que resultara exitoso.

2

Fueron tantos y tan airados los pedidos de la vecina de declarar sobre los asuntos de López Huidobro, que “Pérez y Pérez” accedió a autorizar al fiscal Dr. Iniustitiam a visitarla donde ella estaba internada. Como una travesura, los hechos adquirían su propia perspectiva y él sabía que oponerse a esos caprichos era absolutamente inútil.

Las verdades pueden emerger al margen de la voluntad de los hombres, incluso fuera de la voluntad sostenida en la maquinaria mortal del aparato del Estado. Así que aceptó que, si la anciana quería hablar, se la escuchara. ¿Por qué no resultaría agradable la dulce vocecita de una anciana judía declamando sus verdades a un apuesto y adorable fiscal escuchando su monserga con gesto de monaguillo? Una conversación judeocristiana para entretener a un auditorio cuyo único dios verdadero era el Estado.

Después de todo, frágil como el tallo de un crisantemo, la viejita no podía ser un inconveniente con el que la Agencia no pudiera lidiar. Ella era un entretenimiento que las circunstancias ponían en su camino.

El fiscal llegó a la habitación donde Sarita se hallaba internada mostrando la resolución de su Señoría el señor Juez quien solicitaba el comparendo de la vieja mujer. Médicos y enfermeros trataron de postergar el encuentro. Pero el poder del juramento hipocrático era tan modesto ante la pomposa cédula judicial, que, salvo algunas recomendaciones, debieron autorizar la presencia judicial para que su convaleciente anciana declarase como era su voluntad.

El doctor Iniustitiam entró a la habitación portando su mejor sonrisa, enfundado en un ameno traje gris y luciendo una bella corbata roja sobre su blanca camisa color marfil. La saludó con amabilidad y hasta besó sus mejillas, un beso en cada una, una costumbre muy española que el hombre había adquirido en su primera educación.

Sarita necesitaba hablar con el fiscal de muchos asuntos de los que había sido testigo, o al menos eso ella creía, de su vecino del departamento “B”. Pero ese fiscal le pareció tan joven como falso.

El hombrecito, luego de saludarla con gracia y amabilidad fingida, la tomó de la mano como si fuera el hijo pródigo que retornaba a la casa de la madre y por quien era justo carnear un gordo becerro para festejar al resucito, al perdido, como dice la Biblia en su parábola.

A Sarita, el jovencito le resultó falso a penas lo vio. Pero le pareció más falso a medida que gesticulaba o susurraba unas palabras. No podía alejar esa sensación que le producía cuando la miraba procurando dulzura en sus ojos, o cuando acariciaba su mano para transmitirle una protección que no tenía ni la menor intención de prodigar.

Falso. Absolutamente falso. No dudó ni un instante de su percepción. De todos modos, Sarita permitió que le tomara la mano como si fuera una abuela algo lela, adormecida por las drogas misteriosas que enfermeros y médicos les suministraban para sacarla de su insuficiencia cardíaca y otros achaques que se presentaban a su humanidad de uno en uno sin darle descanso ningún día.

Tal vez el fiscal le dijo “la escucho”, pero nunca estuvo demasiado segura si en verdad el hombre pronunció esas palabras. Y habló largamente sin que Iniustitiam la interrumpiera en momento alguno.

El monólogo de la mujer durante la entrevista, que no fue la única, sorprendió al fiscal. La posterior audiencia de éste con “Pérez y Pérez” para evaluar esas conversaciones –porque su versión nunca llegó a incorporarse al expediente–, fue decisiva y en ella se definió desechar de principio a fin (en verdad fue el jefe quien así lo decidió), la inconveniente versión de la anciana.

“Pérez y Pérez” consideró sin ambigüedades que se trataba de un testimonio que no debía figurar bajo ningún pretexto en la causa judicial, y quedar reservado para el sumario interno de carácter confidencial que la Agencia llevaba adelante sobre el supuesto asesinato. Ese sumario estaba bajo la directa responsabilidad de “Pérez y Pérez” y soló él y su superior Reinafé, a quien debía informar en detalle y al instante toda novedad, tenían acceso a la información en que volcaba en ese voluminoso legajo post mortem.

El fiscal federal aceptó hasta de buena gana la decisión de su superior. No había en su ánimo ni el más mínimo deseo de involucrarse en los vericuetos de los vicios del coronel López Huidobro, quien conservaba ese halo temerario que lo signara en vida.

Sarita, en esa primera oportunidad, le habló de la vida terrenal, del cielo y del infierno, palabras que matizaba con referencias al Viejo Testamento y a otros textos religiosos de los que el fiscal tenía muy poco conocimiento. Pero el doctor Iniustitiam sabía que, tratándose de López Huidobro, no podía haber en el cielo un lugar para el muerto. Y si lo había en algún otro lugar, era en el mismísimo infierno, donde nada de lo que hizo en su vida sería cuestionado, sino aplaudido.

Al fiscal estaba seguro que la anciana no tenía ni idea de las consecuencias de sus declaraciones. Si ella hubiera sabido quién era realmente su vecino, con seguridad no hubiera abierto la boca nunca.

De haber podido le hubiera dicho que su vecino no era el raspón de la suela de un zapato contra el cemento, ni una abúlica cepillada de dientes procurando no lastimar las encías. Era un perverso de manera estatal, lo que lo hacía mucho más perverso que cualquier otro personaje siniestro. Su enfermedad era imperceptible para el común de las personas que podían hasta confundirlo con un ángel protector. Sarita algo percibía, aunque no podía comprender plenamente de qué se trataba. Cada vez que el doctorcito hacía una referencia sobre su vecino, ella sufría un estremecimiento como no había sufrido en toda su larga vida.

La imagen del vecino que ella conocía era completamente diferente a la que se le presentaba a medida que hablaba con el fiscal. Cuando lo evocaba, no aparecía ese ser hosco y desagradable, de mirada hasta siniestra que casi ni le dirigía la palabra las pocas veces en que coincidían en el pasillo del primer piso. Por el contrario, surgía la estampa de un hombre de cabellos rubios, de rulos helicoidales bajando y bajando desde la curva perfecta de su helénica nuca. El rostro blanco y terso, afeitado al ras, la piel tersa y rosada. Entre verdes y celestes el color de sus pupilas, dependiendo de cómo les diera la luz del día. La nariz griega, perfecta, y debajo un delicado y nacarado bigotito rubio muy delgado y recortado con una perfección inigualable. Por encima de su erguida cabeza un sonido indescifrable que iba y venía de un lado al otro como si las aspas de una maquina inimaginable chocara contra el aire caliente, y que iba desde la luz a la sombra, de la mañana luminosa a la noche cetrina y se perdía en los horizontes que, hasta donde ella podía percibir en su sueño, eran de río o de mar, no lo sabía, porque la noche intensa no le permitía distinguir con acierto el color de las aguas y las formas de las olas que llegaba a la orilla de su visión. Sarita, sin embargo, lo olía como se huele al lodo gomoso del fondo del río, o a un pez muerto en avanzado descomposición.

¿No debía conservar silencio y mantener su pequeña boca de labios delicados, bien cerrada? ¿La prudencia no le susurraba nada al oído ese consejo? ¿No resultaba suficiente la insistencia de médicos y enfermeros para no hablara? Pero había algo de ineludible en todo aquello, como si una fuerza que no podía controlar la conminara a hablar y hablar. Tal vez se tratare de alguna razón religiosa, supuso, un portento metafísico, se dijo, o simple cansancio vital, pero no dejó de hablar con ese doctorcito que sonreía cada vez que ella le hacía referencia a lo inconveniente de viajar en shabat.

3

Sarita residió en el departamento “A” del primer piso del edificio desde su inauguración, hacía ya muchos años. Justo en frente del departamento “B”, en donde murió su vecino. De él no tenía ninguna referencia, ni la más mínima. No sabía de su profesión, de su historia, absolutamente nada. El trato entre ambos se reducía a un corto saludo las pocas veces que coincidían en el pasillo del piso. Ella se entretenía espiando los movimientos de su vecino y él en radicar denuncias en su contra en la comisaría de la zona, donde ese amigo comisario no sólo las aceptaba, sino que las amplificaba hasta el ridículo. López Huidobro sabía que la viejita lo controlaba, pero ella no tenía ni idea de que en realidad quien era controlada era ella.

Días antes de la muerte de López Huidobro, una leve desmejora obligó a la internación de Sarita, internación que se prolongó por diez días. Luego de ese lapso de tiempo regresó a su casa. A los pocos días de su retorno, falleció.

Durante su internación, los médicos diagnosticaron insuficiencia cardíaca, arritmia grave y cierta deshidratación que también podía resultar muy peligrosa para alguien de su avanzada edad. Estaba algo anémica y por eso dormía más de lo habitual.

Sarita supo de los acontecimientos mortuorios en el edificio por algunas visitas de los propios vecinos que se preocupaban de su condición. Todos eran vecinos de muchos años, más de treinta en algunos casos, y hasta cierto punto compartían afecciones e intercambiaban opiniones sobre tal o cual medicamento, sobre tal o cual prescripción médica. Todos eran bastante mayores, aunque ninguno llegaba a las nueve décadas como Sara.

Ella insistió a los vecinos y en especial a los médicos, para que se convocara a las autoridades judiciales al hospital, para poner en su conocimiento algunos asuntos que tal vez podrían arrojar luz a la investigación que estaban realizando por la muerte del vecino. Convencerla que sólo se trató de una muerte natural, resultó imposible. Nada de natural mostraba aquel hombre.

Repetía a quién quisiera oírla, que había visto entrar y salir a una misteriosa persona del departamento de López Huidobro no en una, sino en numerosas oportunidades. Y estaba dispuesta a declarar bajo juramento esa circunstancia. Además, sostenía, que tanto el propietario del departamento “B” del primer piso, su vecino, como su extraño visitante, estaban al tanto de su fisgoneo. Aseguraba que el visitante, incluso, le hacía señas, como indicándole sobre algún asunto que ella no lograba comprender. Parecían gestos de advertencia, incluso de angustia. Pero ella no se dejó llevar por esos ademanes. Las incursiones de Silverio en el departamento del muerto las comentó también, aunque nunca las vinculó a la muerte del vecino. Silverio ingresaba a todos los departamentos y cuidaba de todos los vecinos. Esa actividad, para ella, no merecía ningún reproche.

Del finado, nunca había recibido ninguna señal sobre su indiscreción. Aunque presumía que, hasta el más distraído de los mortales, debería haberse percatado en alguna oportunidad de su actividad escrutadora. En efecto, el coronel la odiaba por entrometida, pero actuaba como si nunca se hubiera advertido de la vigilancia de la anciana.

Ella ignoraba que sus suspicacias le habían valido ya innumerables denuncias que un solícito comisario de una seccional próxima engordaba a pedido del importante oficial con su prolífica pluma policial. Cuando el Juez se enteró del insistente reclamo de la anciana por declarar en la causa, hizo llegar a la autoridad policial un requerimiento para informarse si tenía algún antecedente, una medida acostumbrada en circunstancias similares. La policía informó con inusual diligencia al Juez quien derivó al fiscal actuante los informes recibidos. Las denuncias acumuladas contra Sarita eran tantas y de tal tenor, que su sola mención hubiese decidido a Su Señoría a querellar a la mujer por unas decenas de asuntos de los que ella no estaba ni remotamente enterada. Lo menos que hubiera ocurrido habría sido una orden de internación urgente en alguna institución psiquiátrica, dispuesta por mandato judicial extraordinario y urgente.

En consonancia con las denuncias acumuladas en el expediente de la seccional contra la anciana, su insistencia en presentarse como testigo, –se dejó trascender en el juzgado–, era una clara demostración del “rasgo obsesivo compulsivo, paranoico, psicótico”, que padecía y que, se afirmaba, se había diagnosticado. Era un trastorno producto de su declinación cognitiva que la aproximaba a un verdadero “estado de demencia senil”. Este diagnóstico, la demencia senil, no constaba en la historia clínica que se extravió convenientemente del hospital donde fue atendida antes de su muerte, pero de alguna manera poco precisa si quedó asentado en el expediente judicial y con ello se justificó la imposibilidad de requerir su indagatoria como testigo.

La supuesta definición médica era de tal rigor, tan contundente, que no le dejó al fiscal de la causa otro camino más que el de desestimar oportunamente todo el testimonio. La muerte abrupta de la anciana a pocos días de regresar a su casa luego de la internación, días después de sus largas conversaciones con el Dr. Iniustitiam, resolvió este asunto de manera incuestionable. Los muertos no pueden declarar bajo ninguna circunstancia.

El certificado de defunción estableció que la muerte se produjo por un infarto masivo. Nada extraño en quien venía de padecer una severa insuficiencia cardíaca, una persistente arritmia y una anemia perniciosa. A la edad de noventa años, su muerte se trataba de un acontecimiento esperable, absolutamente natural, dadas las fatigas que el músculo cardíaco había sobrellevado durante tantos años.

Fue Silverio, quien extrañado de que la anciana no requiriera de sus servicios por más de dos días, informó a su superior de la nueva. “Pérez y Pérez” le ordenó que pidiera la intervención del personal de la comisaría correspondiente a la zona del edificio donde residían. Así lo hizo sin pérdida de tiempo.

Médicos y enfermeros de emergencia y algunos policías se hicieron presentes e ingresaron al departamento usando la llave maestra que el encargado poseía y que le daba acceso a todas las unidades del edificio. Entraron con mucho cuidado, hablando en voz baja y precaviéndose de no dañar nada a su paso. La primera impresión que tuvieron fue que todo estaba en perfecto orden. Sin embargo, un silencio decidido anunciaba que la anciana o estaba muerta o, en su defecto, desmayada. Llamaron en reiteradas oportunidades y en voz muy alta a Sara por su nombre. Esta no respondió.

Al ingresar a su habitación no tuvieron duda de que la mujer había fallecido. Su color exangüe, a simple vista, indicaba eso. Cuando palparon el cadáver, el frío mortuorio ratificó la primera impresión. La simple observación rutinaria sugirió el tiempo trascurrido desde la muerte.

Duchos en ver a ancianos muertos en un santiamén, por un ataque al corazón, un accidente cerebro-vascular, una fatal caída por andar haciendo piruetas por limpiar una banderola, una lámpara de techo o un balcón-terraza, y considerando que el cadáver de la anciana no presentaba signos de violencia, acomodado ahí, sobre su antigua y amplia cama de dos plazas, dispuesta tal como si estuviera durmiendo con magnánima serenidad, con la cabeza cana apoyada sobre el par de gruesas almohadas enfundadas en delicadas sedas bordadas, acordaron completar el formulario correspondiente para los casos de fallecimiento (que debían girarse a diversas dependencias estatales), como “paro cardiorrespiratorio”. El orden en la vivienda, la ausencia de todo signo de un posible robo, la falta evidente de alguna herida, fueron argumentos de peso para finiquitar el asunto sin mayores contratiempos. Se evitó el engorroso trámite de una autopsia innecesaria para la que había que haber convocado a “El Morro”, algo que “Pérez y Pérez” no estaba dispuesto. “Muchas manos en un muerto hacen demasiado garabato”, dijo cínicamente. Por su indicación, el óbito lo firmaron los médicos de emergencias, y los forenses convocados el certificado de defunción. Silverio fue el testigo.

De inmediato, a pedido de “Pérez y Pérez” por intermedio del fiscal, el Juez autorizó la cremación del cuerpo en el cementerio municipal cuyas autoridades otorgaron un rápido turno para cumplir el mandato judicial. Sus cenizas fueron depositadas en el osario general, donde se mezclaron con todas las otras que se acumulaban desde añares en esa fosa común.

4

Cuando las entrevistas entre el fiscal y la anciana, “Pérez y Pérez”, convocó al Dr. Iniustitiam a su despacho para que le relatara en persona sus impresiones sobre las declaraciones de la mujer.

—Redacté mi informe, señor, de acuerdo a lo que se me indicó. –Se justificó el fiscal extrañado por la convocatoria y preocupado porque su trabajo no hubiera resultado satisfactorio.

—Lo sé, lo sé, lo leí. ¡Muy bueno! Usted es tan prolijo, tan preciso, que nadie tiene nada que temer cuando usted actúa. Pero yo quiero saber de sus impresiones, sus sensaciones cuando oyó a la anciana.

—¿Mis sensaciones, señor?

—Si, sí. Eso deseo conocer. ¿Cuáles fueron sus impresiones, sus sensaciones, cuando oyó el relato de la mujer?

Le pareció extraño al fiscal que un hombre tan apegado a la realidad objetiva como era su jefe, tuviera la inquietud de conocer las sensaciones que le produjeron las revelaciones de Sarita. El fiscal no pudo disimilar su sorpresa.

—Usted me debe tomar por un vulgar sensualista –se justificó “Pérez y Pérez” observando el gesto desconcertado del joven abogado–. ¡No soy un empirista ingenuo o un naturalista recién arribado a la filosofía, doctor! ¡No me piense como lo que no soy! ¡Por favor!

—No, señor, no abro ningún juicio sobre su pedido, solo que me sorprendió con él.

“Pérez y Pérez” era un hombre que prestaba atención al lenguaje corporal que, en muchas oportunidades, resultaba más revelador que las palabras. Atento a las expresiones físicas de su subordinado, le explicó didácticamente sobre su pedido.

—No debe extrañarse doctor que quiera saber sus sensaciones y no sus deducciones. En Étienne Bonnot de Condillac encontrará las razones por las que le pido no sus conclusiones, sino sus impresiones. Ellas se imprimen sin intermediación en su mente, como ocurre con el papel en blanco, donde se depositaban los tipos para dejar su dibujo y relieve en los libros antiguos. Por eso me interesan sus impresiones sobre la conversación con la anciana.

El tamiz de la razón, le explicó “Pérez y Pérez”, viene después y altera la percepción de modo definitivo. Los prejuicios, la educación, la experiencia, modificaban los registros de la memoria hasta hacerlos coincidir con todos los preconceptos aprendidos a lo largo de la vida, desde el nacimiento hasta aquella entrevista, inclusive.

—El trabajo en ámbitos de la Justicia –agregó–, suele inducir a ciertos prejuicios. La educación recibida como abogado está destinada, justamente, a ordenar esos prejuicios, y su larga experiencia tribunalicia, excelente trayectoria, ¡intachable! –exageró–, los debe haber consolidado fuertemente. Quiero que olvide sus prejuicios, que descarte su educación, que eluda su experiencia. Sólo hábleme sus verdaderas impresiones al escuchar el relato de la anciana. Son esas sensaciones las que deseo conocer, porque, como dice el refrán, “siempre la primera impresión es la que vale”.

Haber visto a la anciana, observado su postración, escuchado la cadencia de su voz, debió, necesariamente, haber impreso datos extraordinarios sin intermediación, hasta que la elucubración de las ideas deshizo esos signos asombrosos, los tamizó para acomodarlos a los preconceptos aprendidos, y organizó los sucesos para incorporarlos a un escrito burocrático, inodoro, incoloro, insípido, carente de vitalidad.

Por eso quería saber la primera impresión que el fiscal tuvo al escuchar las revelaciones de la anciana.

—¿Mi sensación? –respondió Iniustitiam con un interrogante–. ¿Sin informes policiales, sin consideraciones por quien era el muerto, sin todo lo que aprendí en la Agencia?

—Exacto. Sin prejuicios, sin educación, como un primerizo inexperto.

—Entonces debo decir señor, que creo que hablaba con la verdad.

“Pérez y Pérez” sonrió satisfecho. Nada más bello que una sincera confesión.

Luego dejó su amable sonrisa y volvió con su gesto doctoral.

—La “Verdad”. ¡Qué asunto, doctor! –exclamó–. ¿Leyó el “Elogio de la verdad” de Torgny Lindgren?

—No señor. No lo leí.

—La verdad, querido fiscal, dice la teología, es la auto revelación de Dios mismo. La verdad siempre debe ser definida en términos de Dios, porque Dios es la verdad misma.

—Nunca lo consideré desde el punto de vista teológico. Soy abogado. Los abogados siempre marchamos en el sentido contrario a Dios, es decir, a la Verdad. Yo debería referenciarme en los términos de un “elogio de la mentira”, si existiera.

—¡Existe doctor! Hay varias obras que llevan ese extraordinario título. La mentira ahonda en nuestra psicología y es una curiosidad por la que se ha embarcado más de un pensador. Después de todo, nosotros, –y al decir “nosotros” “Pérez y Pérez” describió un amplio círculo con el dedo índice de su mano derecha– todos nosotros, somos la manifestación viva de la teoría de la mentira. Somos una elaborada, ¡sofisticada! organización de la materia para expresar en complicada biología, el más extraordinario elogio de la mentira. Somos la mentira expresada en política de Estado. No hay nada ni nadie que se nos parezca.

—Qué interesante punto de vista. Pero como abogado, me alejo de esas definiciones como me alejo de la verdad a la velocidad de la luz. Los hombres de leyes estamos para establecer como verdades, las mentiras. De ahí que bien podríamos consagrar nuestras vidas al elogio de la mentira. Lo que hacemos tiene un sólo fin, emboscar los males para que parezcan bondades. No se escribió ningún código de leyes, desde el mismo Hammurabi, que no haya sido redactado para justificar los males, no para extirparlos; establecer el triunfo de la mentira y codificar para siempre el fracaso de la verdad. Si trabajáramos por el bien, si abjuráramos de la mentira y nos abocásemos a establecer la verdad, no seríamos abogados. Tal vez seríamos médicos.

—Salvo que sea “El Morro”. –Dijo “Pérez y Pérez” al tiempo que estalló en una sonora carcajada. El fiscal comprendió la humorada.

—Volvamos a lo de la anciana, que es más mundano.

—¿Y lo de Silverio?

—Sin importancia. Yo le aseguro que López Huidobro permitió que Silverio ingresara a su domicilio por razones de su seguridad.

Mintió con total descaro, pero el doctor Iniustitiam jamás hubiera hecho ni el menor comentario sobre ese asunto. “Pérez y Pérez” se arrellenó en su sillón. Cómodo, cálido, acompañaba con exactitud la curva perfecta de su columna vertebral. Invitaba a la charla. Se había preocupado disponer de café a voluntad, masitas secas y agua mineral con y sin gas para que nadie interrumpiera la conversación. Estaba realmente decidido a escuchar la versión de las entrevistas de boca de quien las había realizado. El expediente, que leyó minuciosamente, ya lo había destinado al archivo

—No voy a negar que dudo de que mis sensaciones de la conversación con la anciana le sean realmente útiles.

—¡No sabe cuánto, doctor! –exclamó exultante “Pérez y Pérez”–. En ellas basaré alguna de mis decisiones.

—Entonces espero ser fiel a lo que sentí entonces.

—Lo será doctor. Nadie como usted sabe cómo hacer el camino para el bien de toda la Agencia.

El doctor comenzó su relato tratando de respetar las palabras de la mujer.

***

La anciana, de nombre Sarita y apellido judío lleno de consonantes que lo hacían impronunciable, le confesó al fiscal que tenía el hábito de espiar por la mirilla cada vez que sentía el ruido de la puerta del departamento “B”, o cuando el encargado pasaba limpiando los pasillos, las escaleras, o dejando correspondencia. No era un control, era un divertimento, aunque luego se fue volviendo una especie de obsesión.

Veía salir, como veía entrar a su casa al huraño vecino. No era un ejercicio de espionaje, para nada. Solo husmeaba porque así pasaba el rato, tan aburrida que estaba, solitaria, sin amistades, a las que había sobrevivido; los pocos parientes que aún integraban su familia, todos de segundo grado, tenían tantas afecciones y dolencias, que casi nunca podían visitarse. Si no era el reuma, era el resfrío, si no era la diabetes, era la taquicardia.

Los jóvenes descendientes en cambio, ni sospechaban que tenían una pariente anciana que vivía en el barrio de Once y que serían los herederos de la propiedad a su muerte. Así que ellos nunca la visitaban. Los jóvenes, decía, son desagradecidos por naturaleza. Una perversión de la modernidad contemporánea.

La mujer era de contextura pequeña, y no alcanzaba el metro sesenta. Con los años se había reducido aún más, curvada hacia abajo por una pronunciada escoliosis que le impedía erguirse.

El fiscal, quien había estado en el departamento del coronel y recordaba la altura de la mirilla de la puerta, dudó cuando declaró sobre su espionaje doméstico, porque la estatura de la anciana no era suficiente como para poder espiar a través de la rejilla de bronce. Sarita, o Rita, como le decían sus vecinos, despejó sus dudas cuando le contó que usaba para alcanzar la altura la ventanilla de la puerta, una especie de tarima sólida, ancha, de unos veinte centímetros de alto.

Confesó que se la encargó a Silverio, a quien creyó engañar diciéndole que la precisaba para llegar sin riesgos las alacenas de la cocina. Silverio no disimulaba su risa cuando escuchaba abrirse la mirilla para espiarlo. Para facilitar la requisa visual, siempre, con elegancia, se colocaba de espaldas a la mirada indiscreta. Facilitaba el ejercicio de la comadre, que podía complacerse de su supuesta discreción.

Para construir la tarima el hombre usó las maderas de unos pallets que amigos de un negocio vecino le facilitaron.

El fiscal, en una conversación informal con Silverio, le preguntó al respecto. Le confirmó lo que Rita le había contado al funcionario judicial en su cama en el hospital. Agregó que, cuando terminó la tarima, la llevó hasta el departamento de la anciana y la dejó justo detrás de la puerta de entrada, como se lo había indicado. Y agregó que le manifestó lo inadecuado del lugar en donde dejaba estacionada la tarima, si la propuesta era alcanzar las alacenas sin mayores inconvenientes. La insistencia de la abuela lo hizo desistir de cuestionar el lugar donde se le ordenó depositar el rústico mueble. A él, de todos modos, no le molestaba que lo espiaran.

En cambio, a López Huidobro, sí. ¡Y cómo!

Desde entonces, Rita, se subía a la tarima y gracias a ella, podía espiar a su vecino, la actividad más inquietante que encontraba para realizar encerrada en su apartamento la mayor parte del día.

Confesó que estaba segura de que el hombre advirtió que lo observaba, aunque nunca le hizo un gesto, un ademán que corroborara su intuición. Equivocadamente, consideraba que a su vecino eso no lo inquietaba. En verdad, no lo inquietaba. No había razón para ello. El sentimiento que le producía era de fastidio. Y la acumulación del fastidio en ese oficial de inteligencia, devenía en un sentimiento que empezaba por el disgusto y se desarrollaba hasta la ira. Para colmo, era propenso a la ira. Se burlaba socarrón de los Romanos. Nada de que “si es posible, en cuanto de vosotros dependa, estad en paz con todos los hombres.” ¿En paz con todos los hombres? Mascullaba. “Con los negros de mierda, nunca”. Remataba. Y aquello de que “nunca os venguéis vosotros mismos, sino dad lugar a la ira de Dios”, le sonaba directamente ridículo. ¿Por qué habría de dejarle a Dios lo que le pertenecía por prepotencia? La ira era su patrimonio; esmerado cultivo de la rabia. Por ello repetía cuanta vez podía: “Mía es la venganza. Mía. ¡Mía!” Y se satisfacía en la sola idea de amontonar carbones encendidos sobre las cabezas de sus condenados. Lo dijo la Biblia. ¿Quién objetaría el texto sagrado? Venganza y carbones encendidos. Sublime. Martillos para deshacer mujeres, carbones encendidos para incinerar enemigos. Ira. Rabia. Furia. Cólera.

El ejercicio puntilloso de distintas formas de violencia que podían ir de la ironía cruel, la palabra soez, el contacto rudo y el acecho violento, derivaba siempre en un ataque de ira. Más allá de lo cotidiano, es decir, cuando los acontecimientos salían de los asuntos domésticos, mundanos e iban en dirección a sus obligaciones funcionales, las cosas adquirían una intensidad criminal, a veces insospechada. La ira se organizaba de modo profesional, impidiendo que pudiera obstaculizar las obligaciones. En esos casos, su iracundia se volvía cruel.

Como jefe de un grupo de tareas, no le cabía ni la duda ni la cavilación. Era hacer y hacer con precisión guiada por su devoción. Ya se lo había explicado a AC, aquella noche en el vuelo de la muerte. Profesionalidad sin determinación, sin amor a la causa, era inútil.

Su determinación en la acción encomendada, fuera para alcanzar un conocimiento o para, simplemente, quitar descartar una persona, era tal, que siempre había movido a sus superiores al elogio. Eso le había valido ascensos ininterrumpidos, hasta los desgraciados sucesos de “La Reliquia”, el único pero significativo fracaso en su foja de servicio.

La pobre Sarita creía en su anciana incredulidad, que a su vecino no lo molestaba en lo más mínimo su poco sigiloso fisgoneo. Incluso, llegó a imaginar que, en cierta oportunidad, el huraño y más que cincuentón vecino, alzó una mano haciendo un ademán de saludo, que tomó con alegría infantil. Nada más lejos de la verdad objetiva.

Le recordó al fiscal las circunstancias aquellas del imaginario saludo, porque asombrada de tal gentileza, su sorpresa la impulsó hacía atrás y, carente de toda flexibilidad en las articulaciones, al retroceder, por el peso de su cuerpo, casi la hizo caer de la tarima, golpeando con alguna violencia contra la pared más próxima.

Pero ese fisgoneo de Rita no era tan inocente, como le confesaría al fiscal luego de un largo rodeo que incluyó aspectos de sus creencias religiosas, las herencias judías de padre y madre, y sus propias elaboraciones de esas herencias judías que habían determinado muchas de sus conductas a lo largo de su longeva vida.

Si había alguien que sabía cuál era la verdadera expectativa de la mujer, era justamente López Huidobro, de ahí su permanente indiferencia, y la trama de denuncias que iba urdiendo para complicar a la vieja en algún asunto gravoso, cuando se presentara la oportunidad correcta. El hombre sabía armarse de paciencia cuando estaba predispuesto a realizar un mal realmente irreparable.

En otras circunstancias, hasta podría haberle causado gracia el chismoseo de la anciana. Pero no en esas. Él comprendía que la vieja curioseaba el significado de su sexualidad y eso lo exasperaba de manera exponencial. No toleraba que nadie, y menos una vieja, procurara inmiscuirse en algunos de los misterios que con tanto esmero él procuraba mantener en la más estricta reserva.

Rita, al poner la lupa sobre ciertos comportamientos, a veces sólo en minúsculos detalles, imperceptibles para la mayoría de las personas pero que la vejez le permitía descifrar en sus verdaderos contenidos y propósitos, exponía con su curiosidad una doble situación que no alcanzaba a comprender plenamente por su candidez. Por un lado, la condición de lobo del hombre de su desaprensivo vecino. Este, tiempo atrás, en otras circunstancias, hubiese finiquitado el asunto de manera terminante. Bastaría una perfecta dentellada suya para arrancar de cuajo la vida improductiva de la anciana. Pero no era lo prudente.

Los tiempos de la muerte abierta estaban a recaudo de porvenires que no se le presentaban tan lejanos. Y, por otro lado, la impertinencia de la anciana de revisar con la mirada de un único ojo, la entrepierna del hombre y de su visitante, procurando develar el enigma de los sexos, la encrucijada de esas sexualidades, una potestad a la que se asomaba atribulada desde los relatos en boca de su padre de la Torá y el viejo Testamento.

Rita le confesó al fiscal que recordaba perfectamente la primera noche, en sus detalles evidentes, “por supuesto” dijo confidente, porque ella no había estado entre las sábanas de esos dos personajes tan “ambiguos”.

  • ¿Ambiguos Rita? –preguntó el fiscal imitando la expresión del rostro de la anciana.
  • Ambiguos, absolutamente ambiguos. –Ratificó Sarita el adjetivo.

Fue también un viernes, cálido, creía Rita. No recordaba si se trató de un viernes de verano o de otoño. Esos otoños porteños en los que se estira perezoso el final del verano.

—Porque a mí, todas las cosas importantes me lo enseñaron cuando era una niña pequeña. Y como yo las aprendí, o creo que las aprendí, no las olvidé jamás. No sé si aprendí todo correctamente, pero así me guíe toda la vida. No hubiera podido. Me las enseñaron los mayores, mi padre, mi madre, los abuelos, todos ellos. Papá era quien leía los libros sagrados. Mamá lo atendía en las enseñanzas y repetía mientras caminaba de aquí para allá las palabras de papá.

Cada vez que, en aquella infancia de un lejano tiempo pasado, se olvidaba alguna enseñanza, Rebeca, la madre, por orden del padre, le refrescaba la memoria con un coscorrón oportuno, siempre vigoroso, que restablecía el porvenir.

El problema, explicaba al fiscal, siempre eran las acciones. No las palabras. No los pensamientos y si los pensamientos eran malos, entonces se hacía tshuba, por las buenas o por las malas, pero se hacía.

Sarita no equiparaba deseos, aspiraciones y pensamientos a la acción. De ninguna manera. El quid de la cuestión era cómo se actuaba, no cómo se pensaba ni qué se decía.

—Por ejemplo –didáctica manifestaba Sarita–, yo podía hablar de robar. Incluso ahora misma yo le podría decir a usted, doctor, que yo desearía robar. Podría ante usted elucubrar los robos más magníficos y soñar con las riquezas más exuberantes, producto de esos delitos deliciosos que haría para ser rica entre ricos. Pero mientras estuviera reducido el robo a la palabra, al pensamiento, a los deseos, a las aspiraciones de gran ladrona, es sólo un asunto entre Dios y yo. Nadie, ni usted, tendría posibilidad de intervenir. Es más, no tendría ninguna razón para intervenir.

“Dios, para mí, es así”, se justificaba. Dios sabe conversar con cualquier persona si ella decide hablarle; él la escucha, le tiene paciencia, y hasta le da sosiego. No le importa su condición. Tampoco sus tendencias.

Pero si se sale de la amable tertulia divina y se pasa a la acción sin atender sus razones, ahí el castigo es el único salvoconducto para que el alma se aparte de los caminos del pecado. Dios actúa entonces, sin dejar lugar a dudas.

¿No fue así con Adán y Eva? ¿No debieron ellos limitar sus debilidades a hablar de la fruta tentadora que el reptil-diablo le ofrecía meliflua? El problema no fueron sus palabras o sus pensamientos. Su problema fue que comieron el fruto prohibido. No se limitó a que fueron tentados, sino que practicaron el pecado. La palabra era “practicaron”. Entonces, Dios los expulsó del Edén. Sarita con ese ejemplo, establecía la distancia entre la palabra y la acción, que es, en definitiva, lo que se debía tener en cuenta para elaborar un juicio.

—No importa, doctor, si una persona es homosexual –explicó Sarita con un tono un tanto sibilino y una miraba delatora. Y repitió didáctica:

—No importaba si una persona es homosexual en las palabras. Aunque en este caso las palabras bien podrían ser inadecuadas.

Inesperados caminos de pecado, suponía Sarita. Para ese caso, la anciana excluía las palabras porque había reflexionado mucho acerca de que, en determinadas condiciones, las palabras, en efecto, eran el vehículo imprevisto por el cual el pecado dejaba el estadio del mero decir y se transformaba en el del puro hacer.

En el pensamiento, en el deseo, en las aspiraciones, una persona podía manifestar tendencias homosexuales. Pero lo que Dios no toleraba era la práctica homosexual. Ni en hombres ni en mujeres. ¡Eso sí que no! ¿Para qué vinimos al mundo? A procrearnos. Esa es nuestra misión. Y solo las mujeres con los hombres pueden cumplir este designio de Dios.

Hombres y mujeres hasta entonces célibes, se aparean unos con otras en condición de monogamia y garantizan para la eternidad la continuidad de la creación de Dios hasta el fin de los tiempos.

Pero la práctica homosexual está prohibida por ese mismo Dios. Está penada. Y eso es lo que ocurrió. Dios se cansó de tanta aberración. Y entonces la muerte se hizo cargo de esa desviación no permitida.

Cuando Dios reestablezca la naturaleza de las cosas, y el Rey Mashíaj gobierne para todos los pueblos y todos los hombres y todas las mujeres, los que marcharán hacia él ansiosos de su sabiduría y justicia, se establecerá la unión de toda la humanidad para servir a Dios y ya no habrá ninguna práctica malsana, que lo ofenda. Quienes quebraron los principios, no serán redimidos. Sarita en estos términos, se mostraba poseedora de una seguridad imperturbable.

El fiscal, a esa altura del relato de la anciana, estaba francamente sorprendido. Así se lo manifestó a “Pérez y Pérez”, durante su largo relato. Explicó que evitaba incorporar la sucesión de explicaciones entre teológicas y mundanas a los sucesos de la muerte de López Huidobro. El jefe solo le dijo “lo bien que hace”.

Y agregó Iniustitiam que entonces le reclamó a la anciana mayores precisiones.

—No es que yo tenga prejuicios, doctor –dijo justificándose–, pero papá me inculcó el respeto a las verdades de Dios. Y en especial, me repitió las veces que se le presentó, los mandamientos que Moisés legó a la humanidad. ¿Usted practica los mandamientos divinos?

—Intento.

—Esfuércese más mi hijo. Esfuércese más para ganarse la paz eterna.

—Lo intentaré Sarita, me esforzaré –se comprometió el fiscal con escepticismo.

—No importa lo que alguien piensa que es. Lo que interesa es lo que hace. Importan sus actos, ¿sabe?

—Comprendo.

—Papá me decía que no está prohibido querer viajar en shabat. Está prohibido hacerlo. Y me preguntaba mirándome a los ojos ¿entendés nena o no entendés? Y me daba un coscorrón en la cabeza. Así que había que entender. ¿Me comprende?

—Con claridad.

—Y no se refería sólo a viajar en shabat. A muchas otras cosas. De la mayoría no sabía entonces su significado. Algunas las entendí ya adulta. Y otras, muchas, de vieja.

Ahora que soy muy vieja, muy vieja, casi nada me asombra. Papá me lo predijo, cuando pase el tiempo vas a ver cosas que te van a asombrar, pero cuando seas vieja, vieja, ya nada te podrá sorprender. Pero nunca viajes en shabat. No enojes a Dios.

Y no lo hice. Porque si uno enoja a Dios, Dios se enoja con uno. Pero él es Dios y nosotros no, somos simples mortales. Eso le da una gran ventaja. Y cuando Dios se enoja, hace cosas incomprensibles, por lo menos para mí. Le dijo a Lot delante de su esposa y de sus hijas “no mires tras de ti, ni pares en toda la llanura.” ¿Y qué hizo la mujer de Lot? Miró para atrás. Se convirtió en estatua de sal por desobedecer el mandato dado a Lot pero que todos escucharon. Cono usted comprende señor fiscal, también la gente hace cosas incomprensibles. Así que yo nunca hice enojar a Dios. Eso creo. De lo contrario no hubiera llegado a vieja, tan vieja. Me hubiese vuelto una estatua de sal. ¿No lo cree usted?

—Probablemente, Sarita.

—Bien. Y además quiero decirle señor fiscal que yo aceptó a cada uno como es, no me importa para nada sus tendencias, aunque me llevó mucho tiempo entender que quería decir mi mamá con eso de aceptar de cada uno sus tendencias. Pero, yo puedo tener tendencia a viajar en shabat. Pero lo que no puedo hacer, es viajar en shabat. Como creo que ya le dije. ¿Se lo dije, ¿verdad?

—Si Sarita.

—Qué bueno.

—Mientras no viajemos en shabat, todos seremos considerados miembros plenos del pueblo judío, y, más aún, todos disfrutaremos los mismos derechos en plenitud. Pero eso no quiere decir que pueda hacer lo que se me antoje. Puedo pensar en lo que se me antoje, pero no puedo hacer lo que se me antoje. ¿Me entiende, doctor?

—Sarita, creo que sí. Pero lo que no entiendo es qué me quiere decir. Usted no insistió tanto en declarar para contarme qué le decía su papá, ¿verdad?

—No claro. Yo le digo esto porque, mire, señor fiscal, usted puede tener tendencia a que le gusten los hombres. Total, hoy por hoy, sobre gustos no hay nada escrito. ¿No es verdad?

—Pero a mí no me gustan sexualmente los hombres.

—A usted no, y me alegro mucho. Pero a otros hombres sí. Y aunque a usted le parezca extraño a algunas mujeres no les gustan los hombres, les gustan las mujeres. Y eso no es ni bueno ni malo. Ni lindo ni feo. A usted le puede gustar viajar en shabat. Pero mientras no viaje, todo estará conforme Dios lo ordena. La Torá prohíbe expresamente dar expresión física a deseos homosexuales, tanto para hombres como para mujeres. No lo digo por usted, que ya me dijo que no le gusta los hombres, ni lo digo por mí, que no me gustan las mujeres. ¿Usted tiene hijos, doctor?

—No Sarita.

—Yo tampoco. Pero mi esposo y yo hicimos todo lo posible por tener hijos. Muchas veces lo intentamos. Pero no vinieron. Dios no quiso. Y no iba a ir por el mundo robando niños. Quería niños. Pero no me iba a robar niños de otras madres por el hecho de que yo deseaba tener un hijo. Robar es inconveniente. Dios no sólo no propone el robo, sino que lo condena. ¿Leyó los mandamientos doctor?

—Si, Sarita.

—¿Qué ordena Dios en sus mandamientos?

—No robarás.

—Eso mismo. Pero el hombre y la mujer vinieron al mundo para reproducirse. Si se aman, mejor. Pero si tienen hijos, pero no se aman, no hay problema. Dios se pondrá contento porque cumpliste con su mandato. El amor de Dos es tan inmenso que hasta puede aceptar que un matrimonio no se ame ni un poco y sólo se tolere con la gracia del Señor y de paso se reproduzca como Él manda.

Pero a Dios no le gusta que los hombres estén con hombres y las mujeres con mujeres. “Estén”…, “estén”…, es una manera de decir. ¿Me comprende, doctor? Porque no me refiero a “estar” de acompañarse. Me refiero a otra cosa. ¿Me comprende?

—Absolutamente.

—Lo considera una abominación. “No te acostarás con varón como los que se acuestan con mujer”; es una abominación. Levítico 18:22. No sé si lo recuerda.

—No voy a mentirle, Sarita, ya que puso esta conversación bajo la advocación de los Diez mandamientos. Yo no leí el Levítico.

—¡Qué pena! Pero papá me decía, que una persona tenga una tendencia no quiere decir que esa es la opción que tiene. No, para nada. Que uno nazca con determinada tendencia no lo transforma en una alternativa de vida aceptable, para nada.

Eso sí, tendrás un desafío y una misión especial. Es bueno tener un desafío y una misión especial. ¿No le parece doctor? ¿Usted no tiene desafíos, doctor?

—A veces los tengo.

—¿Y una misión especial?

—También a veces.

—Los preceptos religiosos definen cuáles tendencias son válidas y cuáles no, sabe doctor. El hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza. ¿Usted se imagina a Dios teniendo relaciones con otro hombre? No, claro que no. El Hombre fue creado con el poder procreativo con el objetivo de usarlo para poblar la tierra. Ese es su deber. Usar ese poder sólo para el placer personal atenta contra la naturaleza y ni hablar que va en contra del diseño Divino.

—Sarita, por favor. Su conversación es muy instructiva, interesante. Pero ¿por qué no me aclara a qué se está refiriendo con exactitud?

—Doctor, por favor, ¿no he sido clara? ¿No se entiende lo que le quiero decir hace un rato largo?

—Pero yo necesito una declaración directa, no puedo ilustrar el expediente con mis suposiciones, o sus maravillosas citas maternas.

—Doctor. Usted me obliga. Yo no quiero hablar mal de la gente. Menos de mi vecino. No era amable, pero a mí nunca me hizo daño. No gritaba, no fumaba, escuchaba música. Pero viaja en shabat.

—¿Viajaba en shabat?

—En sentido figurado.

—Pero su vecino no era judío, así que él, de acuerdo a lo que usted me dice, no violó ninguna ley. Él podía viajar en shabat.

—Pero no se trata de viajar-viajar. ¿Me comprende doctor?

—No del todo, pero quédese tranquila. Dejaré constancia que el señor Arancibia López Huidobro viajaba en shabat.

—De acuerdo. Pero ponga que viajaba en shabat cada tanto, con un hombre disfrazado de mujer.

—No le entiendo, Sarita.

—¡Hay hombre! ¿Tendré que explicarle todo?

—En la medida de lo posible.

—Repito entonces: viajaba en shabat con un hombre disfrazado de mujer.

—¿Un travesti?

—¿Qué dije yo?

—Un travesti.

—Entonces escriba “travesti”. ¿vio qué fácil es?

El fiscal se tomó su tiempo. Sin dejar de mirar a los ojos de Rita trató de reproducir en su mente la imagen del reconocido coronel teniendo relaciones sexuales con un travesti. Y encontró modo de imaginarlos. Las imágenes que llegaban a su mente le resultaban todas grotescas.

Volvió sobre el testimonio de la anciana.

—Sarita –dijo y tosió dos veces para aclarar su garganta–. ¿Usted afirma que la persona que estuvo ese viernes en que murió el señor Arancibia era un hombre vestido de mujer?

—No. Ese viernes no. De ese viernes yo no sé nada, estaba internada. Pero de otros viernes sí le puedo hablar. Y también de muchos sábados. Y no era el primer hombre que se disfrazaba de mujer y lo visitaba. Aunque este, debo decir, era realmente lindo, no como otros que eran grotescos. Este hasta parecía una verdadera mujer, ¡era muy lindo! Pero a mí no logró engañarme. Soy vieja, muy vieja, y además soy judía, muy judía y las judías como yo no se las puede engañar. Era muy amable. Siempre me saludaba cuando yo la espiaba por la mirilla. Y nunca se quejó de mí. Era un buen hombre. Pero se vestía de mujer.

—¿Y qué le hace pensar que se trataba de un hombre vestido como mujer?

—Ya se lo expliqué, doctor. Porque veo lo que otros no ven. Oigo lo que otros no oyen. Aunque Silverio siempre me dice que yo oigo lo que me conviene. Pero doctor, yo huelo lo que nadie huele.

—Usted viene a tener como un sexto sentido.

—No. No. Para nada. Apenas tengo cinco y bastante pobres a esta altura. Sólo es que soy vieja y judía y no se me puede engañar fácilmente.

—Entiendo. Usted sostiene que pudo descubrir solo por sus años de vida y por su condición de judía, que la rubia, alta, sensual y sugestiva mujer que visitaba al coronel en distintas oportunidades, no era una mujer sino un travesti.

—Yo no le deseo el mal a nadie, se lo juro, doctor. La primera ley que me enseñó mi papá fue la ley de la alegría. Alegría, sincera alegría, rezar con emoción y cantar con entusiasmo, y luego aprender los mandatos de Dios. Yo no le deseo el mal a nadie, doctor. Y a usted, le deseo lo mejor. Pero para mí, doctor, a ese hombre Dios lo castigó. Porque violó su ley muchas veces. Como le dije, Dios no quiere que viajemos en shabat. ¿Me comprende doctor?

—Sí, Sarita.

—Me alegro. Ahora que pude decir mis verdades, voy a vivir más tranquila. Sin esta angustia que me acongojaba el alma. No me quedan muchos años más de vida, pero algunos más me agradarían. Tal vez Dios me tenga reservada una sorpresa.

—Es bastante probable que sea así, Sarita. Espero que esa sorpresa sea motivo de alegría y no de pena.

—Lo será, seguramente. Gracias doctor, y que Dios lo bendiga.


[1] Biometric and Anthropomorphic Identification System

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