EN UNA NOCHE CUALQUIERA

Al caer la noche, el antiguo campanario de la parroquia, la Resurrección, proyecta su sombra sobre la loza fría. Dicho monumento, se mira resplandecer desde la planicie citadina. Su arquitectura lisa y simple la hace casi que imperceptible, salvo su atalaya de imitación colonial.

Belleza de mi gran ciudad. La “Atenas Suramericana.”

Lo más llamativo y que puebla mi mente de gratos recuerdos, es el atrio. En pasarela, uno a uno, actores desconocidos, ventilaron por lunas consecutivas, sus cualidades artísticas,

En la cima de aquella montaña, muy cerca de la capilla de aquel azaroso lugar, se hallaba él, tendido en el pavimento, envuelto en sangre y cubierto de hielo. “No me dejen morir” Vociferó deshilachando su último aliento.

Aquella trágica noche, el miedo aprisionó las vísceras y el frío intenso resquebrajó las mejillas. Son esos instantes que abrigan el extraño poder de atenazar el corazón y bifurcar el alma. Se siente, se presagia. Es todo y nada a la vez.

No muy lejos de ahí, un perro aúlla en cámara lenta. El cielo tachonado de luceros explaya su magia sideral, mientras en el orbe, el reloj marca la una de la madrugada.

Cinco horas después, la dama, de frondosa cabellera y delicada túnica, sale por la puerta grande de aquel hospital, arrastrando en sus arcas un triste lamento, y en el entrecejo la estrella del triunfo

*

¡Vestigios de sangre con olor a hielo!

¡Vestigios de hielo con olor a sangre!

*

Doce horas después, la puerta se cerró a nuestras espaldas, y un aire denso presagió horas eternas.

No entendía, pero estaba ahí, con los ojos cerrados, sin sangre en su rostro ni aire en los pulmones. ¡Pero qué va! No inspiraba miedo, era mi sangre y le conocía. La causa de este, se miraba a escasos metros, subiendo la escalera. Un ataúd color caoba cuya tapa no ajustaba, exhibía el rostro pálido de un hombre. La intermitente luz mortecina lo alumbraba de soslayo, haciendo del entorno un panorama aterrador. De pronto, la tapa de dicho sarcófago, caía lentamente hasta quedar herméticamente sellada. ¡El pánico se hizo evidente! Y un fuerte olor a flores invadió el recinto.

Las dos de la madrugada, me acerqué a la ventana y divisé en la calle una figura masculina. Tenis color negro, un saco de lana gris y las manos en los bolsillos. Un rostro de pocos amigos reflejó la luz del satélite que, a esa hora, expandía sobre el orbe su divino resplandor. Cerca de su corazón, se divisó igual, un arma blanca. Apague las luces, y con el cuarto en penumbra, me escondí tras el velo, en aras de ver y escuchar más allá de lo que alcanza la esfera humana.

Observo a lado y lado y espero. Tan absorta estaba que, olvide, me hallaba en medio de dos ataúdes con sus muertos dentro. Fue un halo de silencio y misterio profundo. De repente, a lo lejos, otra figura masculina venía por la carrera. Al lado de ese sujeto, caminaba lento un perro negro. Tan negro, como el misterio de aquella noche macabra y triste.

Al llegar a la esquina, sigiloso se acercó al sujeto que se veía ansioso. Parecía un encuentro afable. Viré adonde estaban los ataúdes y pensé: ¡Deambulo en este instante, entre el misterio de la muerte, el peligro de la vida y el agitar perenne del alma!

Las tres de la madrugada, hora del mal, dicen algunos. Hora del elixir, otros. Y yo ahí, vigilante y temerosa, viendo pasar los hilos del tiempo enredados entre mi corazón y las fibras angustiosas del dolor y el miedo. De pronto, escucho el sonido de un campanario. Oigo pasos bajar presurosos la escalera que está a mi espalda. Quise moverme y no pude. Mis manos y cuerpo temblaban. Sabía que, aparte de mi hermana que dormía como roca, no había nadie en dicha funeraria.

En la acera, el viento agitó con furia, y la basura que estaba a ras del piso subió en forma de espiral a un metro de altura. Se asimiló a una ráfaga candente. En ese momento, un hombre alto, sombrero negro y abrigo colgado a su espalda, y en su mano derecha un gran collar que movía con frenesí, ingresó a aquella escena misteriosa y profunda. Dicho artefacto brillaba con intensidad impresionante, emitiendo extraños y diminutos rayos fluorescentes de una luz amarillenta. Casi que olfateando sus pisadas, un rottweiler le seguía. El desenlace de aquella escena tan intensa estaba tan cerca de mis pupilas que sentía helar mi cuerpo entero. Al agitar la cadena una vez más, cayó ipso facto el escapulario de mis manos, deshaciéndose en pedazos.

LuzMarinaMéndezCarrillo/ 22/07/2022/ Derechos de autor reservados.

bra registrada en Cedro-España/ https://www.cedro.org/

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS