El baile de los muertos

I

Eliel apoyó sobre la mesa los últimos diez pesos que tenía. Esperaba, como con los panes y los peces Jesús, multiplicar su dinero milagro mediante. Ese billetito no alcanzaba ni para un café. Tenía hambre y hacía frío. Pero no hubo milagro.
—Otra vez me dio la espalda –dijo y resopló resignado, maldiciendo al modesto crucifijo que pendía de la estantería detrás de la barra.
Había recorrido las calles del pueblo, incluso las cinco esquinas con sus cinco vientos, en busca de una changa, pero no consiguió nada. Los vecinos estaban empobrecidos como él y ninguno tenía dinero para contratarlo para algún servicio.
La pobreza hizo perder al villorrio su aspecto habitual. Estaba gris y un vaho verdoso impregnaba las paredes que sudaban una tinta verde que se filtraba a la tierra por las hendeduras que separaban exageradamente a las baldosas unas de otras.
La tinta verdosa no llegaba a las calles. Los adoquines permanecían rojos como siempre, incluso luego del crepúsculo. La sangre del hombre que murió de un escopetazo en la cabeza agregó matices a ese rojo de la piedra. Y no había podido ser limpiada. La sangre es persistente cuando quiere. Delatora eximia de cuánto crimen haya ocurrido, no precisa del luminol para alcahuetear un asesinato. Vuelve siempre desde sus minúsculas células que subsisten escondidas en lugares inverosímiles. Alguna esquirla de hueso también permanecía escondida entre las junturas de los adoquines. Era el testimonio óseo del asesinato.
El verde de las paredes y el rojo de los adoquines y de la sangre coagulada hacían un contraste poderoso. Los demás colores del pueblo se desvanecían ante sus potentes iridiscencias. Tal vez una lluvia torrencial podría limpiar el pueblo. Pero no llovía desde hacía meses.
Algunos vecinos prejuiciosos reclamaron limpiar la sangre de los adoquines. Para ellos, la pátina coagulada del rojo intenso de la hemorragia y la licuación de los tejidos, arruinaba el paisaje del villorrio.
“No llueve hace meses, no hay como limpiar esa mugre roja” –les respondieron los más escépticos.
Argumentaron entonces que lo que no se obtendría por la lluvia, se podría lograr con una buena cepillada.
La propuesta fue rechazada.
Eliel fue quien más se opuso a ella. Sostenía que la sangre estampada en la piedra sería una poderosa advertencia para cualquier desgraciado que quisiera alterar al villorrio. “El Intermediario”, como se conocía al muerto, un insolente y desfachatado individuo, solo había recibido un merecido castigo. Que quedara su muerte como advertencia.
Los castigos, afirmaba Eliel, no debían ser nunca disimulados. Por el contrario, debían ser exaltados para aviso.
Un hombrecito muy vanidoso, de quien Eliel no conocía el nombre, cuestionó su razonamiento. Ese forastero despotricaba contra el asesinato cometido por “El Interrogador”. Para él, la muerte de “El intermediario” solo sirvió para obligar a “Blacrrod” a pactar con la Banda de los Comisarios. Sostenía que ese crimen tuvo un único cometido, favorecerlos. Su ejecutor, “El Interrogador”. De él decía que se trataba de un “miserable y asqueroso sirviente de los policías”.

2

Para Eliel, decir que “El Interrogador” era apenas un “miserable y asqueroso sirviente de los policías” no era ni siquiera un insulto. Era una estupidez en la boca de un estúpido. Aunque siempre tenía presente aquello que le decía su abuelita, “los estúpidos siempre son de los más peligrosos”. ¿Sería este el caso?
Para evitar discutir sobre ese suceso, respondía“tal vez, tal vez”, cuando el hombrecito escupía su furia contra “El Interrogador”.
“Tal vez”. Dos breves palabras que no se prestaban para una discusión.
“El intermediario” podría haber sido su amigo o hasta su amante. El amor entre hombres ya no se disimulaba como antes y el brillo de sus ojos, cuando lo nombraba, hacía pensar que se trataba de su enamorado muerto. En el amor más ciego, nace el odio más puro.
Luego de cada ginebra –bebía varias al hilo a fondo blanco–, llegaba su queja. Beber a fondo blanco liberaba su lengua.
—Era solo un intermediario, un hombre bueno. ¡Maldito hijo de puta!
Agregaba:
—“El Interrogador” exageró el asunto. Bastaba una golpiza, matarlo fue innecesario. ¿Desde cuándo se asesina al mensajero? Lo dice bien la sentencia “no matar al mensajero”. ¡Nunca!
Luego preguntaba amenazante:
—¿Está claro?
Eliel repetía “tal vez”, y se desentendía de la discusión.
El hombrecito sentenciaba:
— Creo que el crimen fue pagado por la banda de “Los Comisarios”. Se trató de un crimen miserable y algo habrá que hacer al respecto.
“Algo habrá que hacer al respecto”, Eliel repetía para sí esas palabras convencido que se trataba de una amenaza contra “El Interrogador”.
Pero Eliel creía que el tipo estaba bien muerto. Había visto el video de cómo empalaron a “Ladilla”. Ese sí que era un crimen miserable.
Sabía que “El Intermediario” servía a los intereses de un degenerado conocido con el apodo de “Blacrrod”1 que vivía en las orillas del Camino Negro. Recordaba que fue “Blacrrod” quien pactó con los Comisarios y no “El Interrogador” que era un cuentapropista de la muerte y evitaba pactos que terminaran subordinándolo al mando de otros. “Blacrrod” quiso servirse de “El Interrogador” y fracasó. Con un hombre como ese es imprudente jugar cualquier juego.
Fue “Blacrrod” quien pactó una tregua con “Los Comisarios” para garantizar el flujo de la droga, que era la base de todo su negocio, y quien entregó a su amante como moneda de cambio por el acuerdo. Regateó con la droga y el dinero, pero a ella la entregó sin discusión.
“Blacrrod” la entregó sabiendo qué le esperaba a manos de esos desquiciados. Eso llenaba de odio a Eliel, quien no conoció ni por fotos a la mujer y solo supo de ella cuando se difundió la historia de su desgracia. La mujer tenía un extraño nombre que Eliel no podía recordar.
Él sentía un odio extraordinario por esa cobardía, odio que extendía a “El Intermediario”. Quien sirve a una rata nacida de la mugre del Camino Negro, no puede ser sino otra rata igual.

3

Una noche las cosas adquirieron una dimensión absolutamente diferente. El vanidoso hombrecito estaba más atrevido que de costumbre. Buscaba pelea, sin duda, pero no había nadie dispuesto a aceptarla.
Eliel jugaba con su billetito esperando el milagro de la reproducción. Miraba al Cristo. Le hablaba esperando qué la escultura en madera le diera una respuesta a su desconsuelo.
—Nunca me responde –dijo resignado. Mantuvo su mirada en ese pequeño crucifijo que pendía detrás de la barra, en la estantería llena de licores multicolores donde resultaba un adorno extraño.
El hombrecito exigía saber dónde se había recluido “El Interrogador”. Su voz sonó más cavernosa que de costumbre. Patética y oscura, con la aspereza del coágulo de una piedra pómez rojinegra.
Demandó en voz alta que algún parroquiano le diera esa información. Repitió varias veces que deseaba vengar la muerte de “El Intermediario”. Solo con la muerte de “El Interrogador” su odio encontraría satisfacción.
Ofreció dinero, atento a que cuando la pobreza entra por la puerta, la fidelidad huye por la ventana.
Se trataba de una buena suma de dinero. No hubiera alcanzado para sacar de pobre a alguno de los vecinos, pero habría bastado para calmar el hambre al menos durante unas semanas. Con cierta economía, hasta por un mes. Cuando el hambre campea, un mes puede parecer una verdadera eternidad.
Pero todos preferían no hablar de ese ni de ningún otro asunto asociado a esos sucesos. Nadie quería entrometerse con los muertos y menos con sus asesinos. No era superchería, era prudencia. Mejor olvidar todo aquello. O al menos simular el olvido. Los muertos no pueden volver de sus tumbas, pero los crueles sicarios sí pueden regresar para ajustar cuentas con los soplones. Todos enmudecieron al mismo tiempo, como imbuidos de la más extraordinaria cobardía que les paralizó las cuerdas vocales, la lengua y la boca.
Cuanto más insistía el hombrecito, más callaba la gente. Él se los recriminaba cada vez con mayor vehemencia y los parroquianos permanecían en el más absoluto silencio. Miraban hacia el fondo de los vasos vacíos o a donde las sombras se arrellanaban por los rincones menos fríos del boliche.
—¿Son sordos ustedes? Les pregunto por última vez y quiero una respuesta. ¿Dónde se esconde ese cobarde de “El Interrogador”? Es mejor que hablen cuando todavía pueden. Después no lloren como maricones.
Todos ignoraron esas palabras. Eso enfureció al hombrecito. Fue entonces que se abrió la puerta del boliche. Una joven mujer entró al salón. Era Salomé. Así se hacía llamar.
Todos voltearon para mirarla menos el hombrecito que permanecía obnubilado por su odio.
Salomé avanzó hacia la barra. Su erótico modo de caminar sustrajo a los lugareños del entredicho. Ella no era una extraña en el pueblo. Todos la conocían. No pertenecía a ninguna familia del lugar. Llegó una tarde, nadie la esperaba, invocando el nombre de “El Interrogador”. Esa fue su carta de presentación.
Era joven y bella. Los hombres no se animaban a desearla y las mujeres a odiarla debidamente.

4

Con Salomé llegó el silencio. A medida que avanzaba por el salón buscó las miradas de los parroquianos. Los hombres la esquivaron respetuosamente.
Preguntó en voz alta qué los alteraba de ese modo. Nadie respondió.
No estaban solo acobardados, estaban confundidos.
Entonces el hombrecito dirigió su mirada a Salomé. La observó de arriba a abajo con una expresión de desprecio. Volvió la vista al fondo vacío de su vaso de ginebra. La expectación creció.
—Quiero saber dónde se esconde el hijo de puta de “El Interrogador” –dijo sin apartar la vista de su vaso.
A Salomé se le dibujó una sonrisa.
—La pregunta que hace este “pequeño hombre” –así lo llamó– es muy sencilla y fácil de responder.
Cuando escuchó que esa desconocida lo llamó desdeñosamente “pequeño hombre” fue que volvió su mirada sobre ella para observarla odioso.
Conteniendo su deseo de golpearla, le preguntó en voz alta, casi a los gritos:
—¿Y vos quién carajo sos? –Impostó su voz para que además de oscura sonara como la de un hombre de mayor talla.
Salomé lo ignoró por completo. El hombrecito pareció fuera de sí.
Eliel, que advirtió el estado de ánimo del forastero, tomó el atizador del hogar para golpearlo si se ponía pesado. Estaba decidido a romperle la cabeza con el hierro. Solo lamentaba que la sangre ensuciaría el delicado y lustroso parquet del boliche, pero eso sería un daño aceptable si el hombrecito continuaba con sus provocaciones. Se colocó justo detrás del tipo y esperó los acontecimientos.
Salomé permaneció indiferente. El “pequeño hombre” pareció serenarse y se refugió en el fondo de una sombra que reposaba en un rincón del boliche.
—Aquí nadie sabe dónde vive “El Interrogador” –dijo Salomé.
El hombrecito la escuchó con claridad. Escupió una pastita espesa y negra y miró a la muchacha entrecerrando los ojos. Luego de dibujar una sardónica sonrisa, le dijo pausadamente:
—Nena, todavía estás a tiempo de rajar de aquí y seguir con vida. Tomátelas.
Salomé sonrió. Eliel mantuvo el atizador bien aferrado. El hombrecito volteó para observarlo directo a los ojos.
—Pendejo, vas a tener que ser muy rápido y muy preciso con ese fierro, de lo contrario te lo voy a meterte por la boca y sacar por el culo.
Eliel no se acobardó y no esquivó la odiosa mirada de su contrincante. “Veremos” dijo desafiante.
Salomé siguió la discusión con absoluta tranquilidad. Sonrió nuevamente y preguntó:
—¿Querés que me vaya a otra parte? Aquí estoy muy cómoda, muy conforme, pequeño y despreciable hombre.
Lo desafió con sus palabras y su mirada. Aproximó su rostro al de él y le murmuró silabeando:
—Sos un ser insignificante.
El hombrecito se mantuvo impasible.
—¿Yo soy un ser insignificante? Puede ser. No distingo a ninguna celebridad entre ustedes. Díganme dónde encontrar a “El Interrogador” y me marcharé para siempre. Solo quiero hacer mi trabajo de la mejor manera. Es lo que a ustedes más le conviene. Hablen cuando todavía pueden hacerlo.

5

Salomé se encogió de hombros.
—Hablaremos de lo que se nos dé las ganas –dijo la muchacha mientras giraba sobre sus pies danzando. Su manera cadenciosa de hablar y de moverse parecía siempre ponerla a salvo de cualquier amenaza.
—Ustedes pueden elegir qué hablar y con qué sufrir. Eso está en su voluntad.
El hombrecito suspiró con cierto aire melancólico. No disfrutaba matar mujeres. Menos jóvenes. Había hecho un exigente ejercicio para escindirse en dos “hombrecitos” muy diferentes uno del otro. Lo había logrado con base en un exagerado sacrificio. Al décimo femicidio ya no padeció ningún sentimiento. Ninguno. Ni bueno ni malo. Absolutamente indiferente. Tal como si se tratara de aserrar un trozo de madera o seccionar una porción de tejido cualquiera. La diferencia entra la vida y la muerte, para él, era minúscula. Todo se trataba de estar del lado correcto de cada una. Un asunto de oportunidad.
Del negocio de los niños era un tema del que prefería no hablar en ninguna oportunidad.
—No somos buchones –dijo Salomé–. No tenemos interés en ayudar a que cumplas tus maquinaciones. ¿Sos la muerte? ¿Sos el silencio?
—No más que vos. No más que tu amigo.
—¿Yo? –Salomé trató de pasar por sorprendida. Llevó una mano al pecho y miró al auditorio que estaba pasmado por las palabras del hombrecito.
—¿Mi amigo? ¿Quién es mi amigo?
El hombrecito frotó lentamente sus labios con la lengua. Pareció carnosa y de un color oscuro, de un tanino castaño ferroso.
—Sí, vos y tu amigo –dijo arrastrando sus palabras–. Tus vecinos deberían saber bien quién sos y a quién servís. Eso les ahorraría sufrimientos. O al menos le daría la oportunidad de decidir por qué quieren sufrir.
Eliel abandonó su actitud amenazante contra el extraño y aun sosteniendo el atizador con el que pensaba arremeter contra el intruso, pareció incapaz de alguna violencia en ese instante. Trató de fijar su mirada en Salomé, pero no pudo. Una extraña sensación lo invadió por completo y se sintió paralizado.
—¿Y quién soy yo? – Salomé preguntó provocativa al hombrecito.
Pero el hombre volvió al fondo de su vaso vacío. Chasqueó los dedos para llamar la atención del que atendía la barra.
—Otra ginebra –dijo, pero sin gritar, como era su costumbre.
—Sí, señor –fue todo lo que es escuchó en ese instante.
Salomé no dejaba de balancearse. Ese extraño baile solía repetirlo con o sin música. Como si ella llevara la música dentro suyo y fuera suficiente para danzar con gracia.
—Solo decime dónde se esconde “El Interrogador” y podrás seguir engañando a esta pobre gente. Yo me iré, y en poco tiempo nadie se acordará de mí ni tratará de averiguar tu verdadera identidad.
Salomé dejó de danzar. Abrió sus brazos contemplando a todos los parroquianos.
—Quien quiere hablar, que hable. No tengo ningún poder para impedir que quien quiera hablarte lo haga. –Tapó con sus blancas manos, sus dos pequeñas orejas.

6

Apenas Salomé cubrió los pabellones de sus orejas con las manos, el silencio se escuchó en todo el pueblo. Se apropió de él con soberanía. Nadie, en ningún hogar grande o pequeño, rico o pobre, o en aquellos lugares a donde habían escapado algunos en dirección al monte en busca del sexo furtivo, dejaron de sentirlo. Silencio poderoso y omnipresente.
Ese era un fenómeno extraño. En el villorrio el silencio solo se hacía presente en todo su esplendor en el perfume de una música que representaba la majestad de la Muerte.
No cualquier muerte tenía ese poder de convocatoria. Cuando los forasteros morían, como ocurrió con “El Intermediario”, no había silencio, ni perfume, ni música encantadora. Solo roncos ruidos de muerte. Se escuchan huesos romperse o detonaciones que arrancaban la carne. De los forasteros, después, solo quedaba el color de su sangre estampado en los adoquines rojos.
En cambio, para los que los lugareños, la muerte se presentaba precedida de un perfume misterioso. Luego de su aroma inconfundible, una lánguida música salía de un mefistofélico violín que un discípulo de Saint-Saëns ejecutaba. Entonces la Muerte surgía entre dos espacios del tiempo y danzaba hasta que el condenado moría al ritmo de su baile.
Era un instante de póstumo sosiego, en el que todos permanecían suspensos en el tiempo y el espacio y sonaba esa música nacida justamente del seno mismo del silencio. Era una experiencia perturbadora y al mismo tiempo gratificante.
Mientras el desgraciado moría, la voz de Jean Lahor salida de un pequeño agujero en ese espacio del tiempo, repetía a los gritos:
—»Zig y zig y zig», la cadenciosa muerte llama, con el talón de su pie, a una tumba. La muerte, a media noche, baila, «Zig y zig y zag», sobre su violín.
Pronunciadas estas palabras (que nadie sabía recordar), cesaba la música del violín infernal, el alumno de Saint-Saëns se devolvía a su sombra y la Muerte desaparecía luego de un échappé sobre las puntas por ese espacio abierto en el tiempo. Por último se desvanecía el perfume. Quedaba un olor extraño pero imposible de describir. Era el olor de los muertos que se evaporaban como una neblina mustia.
Salomé le pidió a Eliel que devolviera el atizador al lugar de donde lo había retirado. Él la obedeció sin resistencia.
Luego se dirigió al matón y le dijo:
—Antes de que tus huesos crujan o tu carne arda con el plomo ardiente, agarrá tus cosas y andate. Aquí los forasteros duraban menos que la puesta de sol.
El hombrecito dejó el vaso sobre la barra, pagó su cuenta y se incorporó sin dejar de mirar a Salomé a los ojos. Penetró muy profundo en esos ellos. Cuando toco el fondo, farfulló en voz muy baja para que ella sola lo escuchara:
—¿Así que la muerte baila su danza en este pueblo de mala muerte?
—Exacto.
—Tal vez los dos bailemos el vals de tu muerte.
Luego se marchó sin mirar atrás.

7

Dicen que fue la propia Salomé la que puso al tanto de los acontecimientos a “El Interrogador”. Pero no fue así. En el villorrio no podían asegurar cómo él se enteró de la presencia de aquel hombrecito petulante y de sus amenazas a Salomé y Eliel.
“El Interrogador” fumaba su puro junto a Dixi, quien no dejaba de disfrutar de su compañía.
Estaba los dos sentados en el amplio salón donde solían jugar sus partidas de ajedrez. Sin mirar el tablero, el sicario pronunció dos letras y un número con tono delicado.
—Cf3 –dijo y exhaló el humo con lentitud.
—¿Querés que hable con Salomé? –Dixi le preguntó–. También puedo hacer contacto con el muchacho.
Sus palabras atravesaron las hebras de humo del cigarro cubano. Agregó reflexivo:
—Cf6.
“El Interrogador” guardó silencio unos minutos. Luego habló como quien recuerda un asunto importante.
—No. Ella tiene cosas más importantes de qué ocuparse. El muchacho es demasiado impulsivo, reflexiona poco sobre el peligro que lo amenaza. Es poco discreto. ¿Para qué se armó del atizador? ¿Creería realmente que podía acabar con ese tipo con solo un fierro? El hombrecito lo hubiera liquidado en un segundo. Si lo contactamos se va a alterar. No lo veo conveniente. Tal vez tenga que regresar a poner orden a todos mis asuntos pendientes.
Miró al cielorraso que se llenaba de rulos de humo.
—C4 –dijo y volvió a pitar el cigarro.
—G6 –respondió Dixi–. Ese hombrecito fanfarrón es un asunto menor. Lo que importa está en el Camino Negro. Tu problema no ese “alfeñique de cuarenta y cinco quilos” sino el mismísimo Black Road.
—Cc3 –respondió “El Interrogador”–. Puede que tengás razón. Pero el pequeño preguntón traerá problemas. Estoy seguro de ello. Es como un sabañón… un grano infectado. Hay que poner remedio a ese dolor.
—Ag7 –dijo Dixi–. Estás afuera del Sindicato, no tenés cobertura para poner en orden tus asuntos pendientes ni extirpar ningún grano infectado. Ellos no solo no te van a avalar, sino que pueden tomar represalias contra vos. Lo sabés muy bien.
—D4. Volveré a la clandestinidad, a las fuentes.
—¡Por favor! –exclamó Dixi– juego 0-0. El Sindicato no te lo permitirá. Desde que el crimen se institucionalizó no existe lugar para la clandestinidad. Eso sería tu final.
—Veremos. Af4. Veremos. ¿Cuento con vos?
—d5. ¿Alguna duda?
“El Interrogador” rio satisfecho.
—Ninguna.
Dixi se sorprendió.
—Una variante de la defensa Grunfeld.
—Db3…
—Db3 –repitió mecánico Dixi–.
—¿Qué vamos a cenar esta noche?
—Niños envueltos. Es el turno de tu movimiento.
—dxc4… ¿Warak dawali?
—Warak dawali.
—Con niños envueltos a la usanza criolla me conformo.
—No, de ningún modo. c6 –respondió Dixi–. Warak dawali.
—Como quieras. –“El Interrogador” se puso de pie–. Voy a revisar mi cargamento. Suspendamos aquí.
—Todas están lubricadas y bien guardadas. Ya sabés dónde.
—Gracias. Nos vemos en la cena.

8

“El Interrogador” dudaba si había sido correcto aceptar la decisión de Dixi de involucrar a Salomé y a Eliel en sus asuntos. Pero estaba hecho. “Tarde piaste” le hubiera dicho “Ladilla”. El hombrecito ya habría tomado nota de a quién respondían esos dos jóvenes que subestimaban por completo en qué se estaban involucrando.
Salomé era quien más lo preocupaba. “Es apenas una nena” le dijo a Dixi el día que le habló de ella.
Dixi lo llamó “viejo” y “prejuicioso”. Los jóvenes vivían la vida a una velocidad y con una intensidad que a ellos, cincuentones largos, se les hacía imposible comprender.
Tal vez tuviera algo de razón. Desde hacía un tiempo sentía que su vital naturaleza mermaba y que cierta forma de melancolía lo invadía.
Preguntó sobre algunas cualidades de la muchacha solo por aproximarse a su psicología.
Dixi le dijo que Salomé amaba las palabras. Grandes, pequeñas, largas, cortas, gordas, flacas, que fluían libremente. Palabras y palabras. Muchas palabras dichas con la voz clara o impostada. No importaba. Conversaciones lanzadas al aire como aves. Eso amaba Salomé.
Y también amaba la música. La que surgía del violín mefistofélico del discípulo de Saint-Saëns. También la de los silencios que, como diría el poeta, es de donde realmente nace la música. A veces la melodía del violinista se imponía a las palabras, Salomé, entonces, bailaba sin reparar en donde estaba. La gente no solo se había acostumbrado a sus danzas, sino que las esperaba para combatir su aburrimiento.
Salomé era un ser alegre. Eso era todo. Buena informante. Precisa.
“El Interrogador” quedó más preocupado. El crimen por encargo no se puede asociar a la alegría ni a la felicidad. Esos sentimientos solo desnudan los lados vulnerables de las personas. El hombrecito ya habría captado esas debilidades y definido qué hacer con ella.
Tenía razón “El Interrogador”, el hombrecito detestaba a Salomé, la evaluaba tonta y frágil. Detestaba su manera de comportarse. A Eliel también lo detestaba, pero algo menos que a Salomé. Cuando pensaba en ella pensaba en una ramera. Cuando pensaba en Eliel pensaba en un asno. Tendrían los dos su merecida muerte. Ya lo había decidido y calculado.
Todavía no había resuelto la oportunidad para realizar su trabajo. Intuía que en breve “El Interrogador” se haría presente. Estaba seguro de que ya le debería haber llegado el chisme de su presencia en el pueblo. Por eso insistió con el asunto de la venganza por la muerte de “El Intermediario”.
Conocedor de la psicología de “El Interrogador”, suponía que ya habría descifrado que los próximos en morir serían los dos jóvenes. Dudaba si ese sería motivo suficiente para sacar de su cueva a su enemigo. Pero no le quedaba otra posibilidad más que intentarlo. “El Interrogador” y el hombrecito eran dos instrumentos de la muerte que se enfrentaban sin conocerse. Mientras “El Interrogador” actuaba en defensa propia, el hombrecito lo hacía para satisfacer al deseo de venganza de un desconocido cliente. Él era el instrumento de una venganza.

9

La venganza es una invitación imposible de resistir, néctar sabroso que fusiona un manjar impostergable.
La lujuria llama a la venganza porque ella en sí misma es un acto de lujuria.
La ira es el big bang de la venganza.
El vengativo apela a la soberbia para justificarse. “Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo el pie de ellos resbalará, porque el día de su calamidad está cerca, ya se apresura lo que les está preparado”2.
La envidia es un odio profundo que invita al vengador a saciar su desvelo con la muerte del envidiado.
El avaro venga su falta de fortuna en la muerte del afortunado.
El perezoso atenta contra el que le priva de su pereza y por pereza mata si precisa. Ya lo dijo el poeta: “¡Salve, oh pereza! En tu macizo templo / ya tendido a lo largo me acomodo”.3
La gula es la venganza del hambriento.
La venganza es el más primitivo sistema de justicia que reguló las relaciones entre los hombres. La venganza y la codicia. El nexo fundacional de ambos, el dinero, que es el poder constante y sonante. El dinero en todas sus formas engendra la codicia y la codicia el crimen.
Ese era el veneno que circulaba por las venas del pequeño hombrecito. “Mía es la venganza” y a ella había sido convocado.
Lo preocupaba que la posible sanción del Sindicato contra “El Interrogador” hiciera fracasar sus planes, que fuera el poderoso motivo para que, finalmente, no lo buscara en el villorrio. Los sicarios no solían infringir las sanciones que el Sindicato les imponía. ¿Se atrevería “El Interrogador” a ignorar la prohibición que pesaba contra él? “Veremos”, dijo para sí. “Veremos”. Repitió.
Tal vez debiera tomar decisiones rápidas. ¿A quién eliminar primero? ¿A la “ramera” o al “asno”? Estaba convencido de que si “El Interrogador” sabía de la muerte de alguno de esos dos no le quedaría más opción que intervenir. Luego reflexionó sobre el modo de cumplir su trabajo. Tal vez no fuera la muerte la invitación a su enemigo, sino el flagelo. La muerte en cuotas. El tormento. “… Y andarás a tientas a mediodía como el ciego anda a tientas en la oscuridad, y no serás prosperado en tus caminos; más bien serás oprimido y robado continuamente, sin que nadie te salve.”4
Tenía que ser muy violento. Un simple asesinato tal vez no fuera lo suficientemente estimulante como para sacar al enemigo de su reducto. La vida tranquila, el ajedrez sublime, el amigo sabihondo podían haber actuado como un dulce narcótico. La modorra del retiro podía haber afectado el ánimo del sicario.
Tenía que ser extremadamente cruel. La crueldad como todo arte se ejercita. El ejercicio del odio. Solo el odio que se cultiva es potente. Solo la crueldad que se cultiva es efectiva y satisfactoria.
“Que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino”.5
La “ramera”, como la llamaba, bien podía ser la primera. Debía ser cruel hasta el extremo.
Si amaba la danza le amputaría los pies y luego disfrutaría su invalidez.
Si ejecutaba un instrumento musical le cortaría los dedos. O la dejaría sorda.
Si recitaba poemas, le arrancaría la lengua.
Si por sus ojos percibía la belleza, la dejaría ciega.
O le otorgaría la muerte en cuotas. Sentido por sentido. Los ojos y la visión, primero. Luego los oídos y el placer de oír. Después, la nariz y el olfato; la lengua y el gusto, la palabra, el beso. Por último, la piel, el tacto, las caricias.
Al asno lo despostaría. Un animal faenado se reparte cómodamente por un villorrio tan pequeño. Y la cabeza la expondría en una pica justo donde las cinco esquinas de los cinco vientos. Un emblema brutal, una lección inolvidable.
¿Cómo decidir a quién primero? Sería un hombre justo, no sería él quien decidiera el orden de los crímenes. A cara o cruz, lanzando al aire su moneda de la suerte, con el símbolo del Espíritu Santo en una de sus caras, una rareza acuñada en Viterbo, durante el Cónclave que duró desde 1.268 a 1.271.
La moneda giró en el aire. En su giro dejaba ver en una de sus caras el símbolo del Espíritu Santo y en la otra los ornamentos papales. La dejaría caer al piso, no interrumpiría su trayectoria porque eso le daba una sensación de mayor imparcialidad.
Si quedaba expuesta la cara con la imagen del Espíritu Santo, la primera en ser castigada sería Salomé, la “ramera”. Si la de los ornamentos papales, el “asno”.
El ruido de la moneda contra la baldosa fue extraño. Sonó sin vitalidad, apocado, como buscando el modo de esquivar la venganza del pequeño hombrecito. Pero la ley de gravedad derrotó a la moneda sin mayores esfuerzos. Él se inclinó para observarla mientras aún rebotaba. Finalmente se detuvo.
La imagen del Espíritu Santo brilló con una luz que nunca antes había percibido.
Dijo mientras recogía la moneda del piso:
—“Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin.”6
Dónde completaría su trabajo ya lo había decidido.
Un recatado reducto en un pequeño monte a prudente distancia del villorrio. En medio de un descampado donde alguien sembró un montecito que lucía como una incrustación caprichosa de la naturaleza. Imposible de ver a la distancia, escondido tras la espesura, resultaba el lugar ideal para sus crímenes.
En el soto predominaban las jarillas y hacia su interior árboles que formaban un círculo perfecto, describiendo una empalizada. Dentro del círculo formado por los árboles, se alzaba esa especie de tapera. El aspecto de sus paredes exteriores sugería un largo tiempo de abandono, pero sus puertas y ventanas eran sólidas y difíciles de penetrar. El lugar reunía las condiciones ideales, difícil de encontrar, difícil de acceder.
Nunca se interesó en quién había sido el arquitecto de esa tapera. No era un asunto en el que debiera involucrarse. El que menos averigua es quien vive más años.

10

El hombrecito se alojaba en “Las Tres Tabernas”, el hotel y restaurante del pueblo.
Nadie sabía por qué Pablo, su propietario, le había impuesto el nombre “Las Tres Tabernas” al boliche, porque en el villorrio no hubo nunca tres tabernas. La suya siempre fue la única.
Era el refugio de los viajantes de comercio. Todos los vendedores ambulantes allí reparaban sus fatigas y luego seguían rumbo al norte, a vender baratijas electrónicas y falsos menjunjes milagrosos.
Allí también se podía comer algunas minutas que el propio Pablo preparaba (era un hombre viudo y sin descendencia), beber hasta emborracharse sin provocar peleas (no eran toleradas), jugar a las cartas (al truco o al chorizo, los juegos preferidos), al dominó, y en ocasiones a la quiniela por algunas monedas. Las apuestas estaban prohibidas como la pornografía. Esa era la vida social de los paisanos.
La presencia de Salomé, su juventud, erótico andar y excitante danza, no alcanzaron para alterar la serena rutina pueblerina. La aceptaron como a una incógnita que nadie tenía mucho interés de develar. Los hombres al verla solo suspiraban melancólicos y las mujeres decidieron ahorrarse sus intrigas y envidias. No valía la pena en ese pueblo gastar energía en pequeñas maldiciones.
Hasta la llegada del hombrecito el ambiente era calmoso y agradable.
Pablo necesitaba saber de dónde había salido ese “pequeño hombre” que le parecía un elfo rabioso y vengativo. Para él, ese era un dato que le resultaría de utilidad a “El Interrogador”. Pero estaba equivocado. A “El Interrogador”, quién era ese pequeño matón a sueldo, no le preocupaba, sino quien era su contratista, su mentor. Prefería actuar contra el inspirador y no contra el ejecutor, salvo que no quedara otra opción. “Siempre es mejor resolver los problemas de raíz”, decía al respecto.
El hombrecito, durante su breve estancia, solía desaparecer cada tanto sin dejar rastros. Así como desaparecía, aparecía sin ser visto ni oído. Entonces, oculto en alguna oscuridad ocasional del salón, solía quedarse observando a los parroquianos que empezaban a sudar acobardados.
Luego de su discusión con Salomé, cuando Eliel se agazapó con el atizador listo para romperle el cráneo al forastero, todos los lugareños empezaron a temer de verdad la presencia de ese extranjero. Él no se había acobardado a pesar de que estaba rodeado de personas que tanto le temían como aborrecían. Desafió a Eliel que blandía el atizador de manera amenazante, despreció a Salomé, a quien, antes de retirarse, amenazó diciéndole “tal vez los dos bailemos el vals de la muerte”. Eso lo sabían porque ella misma lo comentó en varias oportunidades.
Pablo trató de espiarlo por una rendija que una mujer hizo años atrás para espiar a su esposo mientras reposaba en la habitación contigua. Ese extraño matrimonio, recordaba, terminó sus días en una de sus habitaciones. Los dos consumieron un potente veneno. Se suicidaron abatidos por el aburrimiento. Así lo dejaron establecido en una pequeña esquela que todo el pueblo leyó con morbosa atención.
Pero el hombrecito taponó la hendija con papel de diario; Pablo se vio privado de fisgonear al intruso y saber algo más sobre lo que lo traía al villorrio y lo que tramaba.
Eliel le dijo que el forastero llegó de la ciudad. Olía a asfalto, eso era seguro. Olía a hollín. Ese olor era probable que Pablo no lo percibiera porque su nariz estaba saturada de olores. A Pablo, cierta pérdida del olfato producto de sus interminables fumatas de cigarros berretas no lo preocupaba, pero a veces, como en ese caso, le impedía percibir ese perfume delator como es el olor penetrante del asfalto y su resaca de petróleo espeso.
Eliel no solo le dijo que el hombrecito llegó de la ciudad, sino que lo hizo cargando una pesada valija de mano.
—¿Armas? –preguntó Pablo angustiado.
—Seguro. Vino a matar. Quiere matar a “El Interrogador”, lo dijo a los gritos.
—No entiendo, “El Interrogador” no vive aquí, no viene hace tiempo, nadie sabe dónde está ni puede comunicarse con él. El hombrecito debería saber esto. Después de que ejecutó a ese fulano con un disparo de su 12.70, no regresó más. Hasta donde yo sé, nadie puede ubicarlo. ¿No es así?
—Tal vez –dijo Eliel intrigante, tratando de pasar por despreocupado.
—¿Tal vez? ¿Alguien sabe dónde está “El Interrogador”? ¿Alguien puede comunicarse con él?
—Tal vez.
—Si alguien puede comunicarse con él, debería declararlo ya mismo. ¡No queremos problemas! ¡Los sicarios siempre traen problemas!
—Mortales…
—¡Por supuesto! –Pablo tomó aire para seguir hablando–. ¿No serás vos quién puede comunicarse con ese tipo?
—¿Yo? –abrió sus brazos como si fuera implorar– ¿Yo? –volvió a preguntar.
—Sí, vos.
—No. Yo no tengo manera de comunicarme con “El Interrogador”. Dudo que en este villorrio haya alguien que pueda hacerlo.
Pablo quedó aliviado por la confesión de Eliel. Se convenció de que solo él le enviaba mensajes a “El Interrogador” quien así se mantenía al tanto de todos los sucesos del villorrio. Él ignoraba la relación que unía a Salomé con Dixi y a este con Eliel, y, por supuesto, la condición de informantes de los dos jóvenes.
Frunció el ceño, como si realmente estuviera agobiado por todo lo que ocurría. Luego balbuceó a media voz:
—No lo sé, no lo sé. Todo esto me trae muy mala espina.
—Debería haberle hundido el cráneo con el atizador. Muerto no podría provocar disturbios.
Pablo carcajeó desenfrenado.
—¿Matarlo? Es pecado mortal. ¡No matarás! ¡No matarás!
Señalando al Cristo del crucifijo que pendía de un clavo, agregó:
—Este Cristo te está escuchando.
—Es solo un trozo de madera, Pablo.
—Qué blasfemo. De todos modos no te veo matando enanos.
—¿Por qué? Es casi la mitad de un hombre. Con la mitad de un golpe debería aniquilarlo.
—¡Qué estupidez!
—Muerto, no jode más.
El hombre no quiso seguir discutiendo con Eliel. Medio hombre, medio golpe, medio muerto, medio infierno. Todo medio estúpido pero muy peligroso.

11

—¿Por qué los padres les imponen nombres bíblicos a sus hijos? –“El Interrogador” le preguntó a Dixi mientras este preparaba la cena.
—¿Tu equipaje listo?
—Todo. En realidad no es gran cosa. Una pequeña valija y un bolso de mano.
—¿Lo decís por el muchacho o por la muchacha?
—Por los dos. Eliel y el señor es mi dios… Salomé y su danza de la muerte.
—Mientras no pida nuestras cabezas.
—Dixi, ni vos ni yo somos San Juan Bautista.
—Por suerte. Tampoco el señor es nuestro Dios.
—Tampoco. –“El Interrogador” pareció reflexivo.
—No entiendo a los padres –dijo–. Esa obstinación por nombrar a sus hijos de una manera extravagante, hasta ridícula. Mi único consuelo es que no dejaré descendencia.
—Los padres siempre quieren de algún modo perpetuarse a través de los hijos. Siempre. Quieren que se les parezcan, que se note que son su descendencia. Si pudieran estampar en su frente “este es mi hijo”, lo harían sin vacilaciones. Y los hijos siempre detestan esa obstinación de sus progenitores de hacerlos sus apéndices. Cosas de padres e hijos que vos ni yo podremos comprender realmente.
—Podrían haberlos llamado Juana y Juan. Menos rebuscado, menos “litúrgico”. Al final yo soy el menos fundamentalista de todos.
—Vos sos un fundamentalista de la muerte.
—Solo un profesional. Lo mío carece de fundamentos religiosos.
—De los mejores profesionales. ¿Vino? –Dixi preguntó sediento.
—¡Por supuesto!
—¿Tomamos un Cabernet?
—No. Syrah. Hoy syrah. Hoy prefiero un malva-syrah.
—En la bodega hay de todo. Ya sabés dónde queda. Traé el que quieras.
—¿Los que quiera?
—Los que quieras. Mezquinar el vino merece el infierno.
“El Interrogador” se dirigió a la bodega. Se tomó su tiempo para elegir el vino que más le apetecía en esa noche. Regresó con dos botellas.
—Taberner 2005, muy buena elección.
—El hombre sabe elegir.
—¿Ya elegiste qué camino tomar al pueblo? –preguntó curioso Dixi.
—No. Primero el buen vino y luego el buen camino. ¡Celebremos que no somos padres!
— Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy. / Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna / y bebe pensando en que mañana / quizá la luna te busque inútilmente.7
—Mañana, amigo, estaré de vuelta.
—En sentido figurado.
—En sentido figurado, por supuesto.
Los hombres alzaron sus copas y brindaron.
—“¡No, no, el vino, el vino! ¡Ah, mi buen Hamlet! / ¡El vino, el vino! ¡Me ha envenenado!” Shakespeare. Hamlet.
“El Interrogador” se quedó observando a Dixi hasta con alegría.
—Me gusta más la acción directa. Nunca usé veneno. Soy un hacedor de la muerte. Mi profesión es la muerte. Debo cultivarla, comprometer mis manos en el asunto. Si no no lo hiciere así, ¿qué podría ella pensar de mí?
—Solo fue una ocurrencia. ¿Cenamos?

12

El hombrecito se apellidaba Pervers. Su nombre no se pronunció nunca.
Llegó de la ciudad, como dijo Eliel, pero no era citadino. Odiaba la vulgaridad de la ciudad y la pereza de los que atravesaban la vida sin perspectiva. Era un asesino, pero no trabajaba a sueldo, tenía un único amo y quien servía.
Llegó de noche, caminando desde una ruta alejada hasta donde habría llegado en automóvil. De esa ruta al pueblo había que caminar diez kilómetros atravesando un monte en el que se alzaban eucaliptos que se mecían acariciados el viento.
Pervers era de talla pequeña. Su rostro contradecía su aspecto frágil. Sus manos eran grandes para sus brazos y parecían las de un hombrón y no de uno de su tamaño.
La voz lijada, parecía salir de un lugar ajeno a su persona. Ese tono cavernoso con el que hablaba intimidaba a las personas.
Pervers era insensible a todos los perfumes. No podía distinguir el olor de una flor del hediondo de la basura. El único perfume que sí podía percibir era el del odio.
El olor del odio le resultaba tan potente que alteraba por completo su razonamiento. Lo predisponía a una violencia exagerada. Solía explicar que ese olor tan específico hacía surgir en él un potente sentimiento de supervivencia. Con la violencia de un animal amenazada de muerte. Así actuaba.
Ese perfume lo había aprendido a reconocer luego de algunas muertes. Sospechaba que lo emanaban los cadáveres. Un tufillo atávico que pocos estaban en condiciones de percibir.
Pervers era completamente indiferente a los sonidos. Su indiferencia no se limitaba a un simple sentimiento de apatía. Era corrosiva como un potente ácido.
Le pareció patética la explicación sobre la aparición de la Muerte en el villorrio precedida de ese misterioso perfume y de la música del mefistofélico violín que un desconocido discípulo de Saint-Saëns ejecutaba. Como aquello de que la Muerte surgía entre dos espacios del tiempo y danzaba hasta que un fulano moría al ritmo de su baile. Todo eso, para él, era propio de la superchería de los pueblos desperdigados por la llanura. Charlatanería de hombres embrutecidos.
La muerte, sabía, solía llegar de las maneras más inverosímiles. Cuando él era su portador, lo hacía en un calibre adecuado a la distancia correcta. Pólvora, plomo, carne chamuscada, sangre. Nada más mefistofélico que un disparo a quemarropa.
Llegó al villorrio para matar a “El Interrogador”. El camino hacia ese asesinato pasaba por Eliel y Salomé. Echó a la suerte el orden. Primera Salomé, el canto y la danza. ¿Eliel? El arrogante con el atizador asido para golpearlo. Su infantil masculinidad lo movía a risa.
Salomé y Eliel. Ese era el orden de la muerte. Dos homicidios que le dieran a “El Interrogador” la certeza de que no tenía escapatoria.
“Porque yo sé los planes que tengo para vosotros”, fue su último recado para Eliel y Salomé. Nunca se interesó en saber si sus víctimas habían comprendido el significado de esas palabras extraídas de la Biblia.

13

Amanecía en el villorrio. Pablo despertó sobresaltado. Todo estaba en completo silencio. Las aves esa mañana no cantaron.
El canto de los pájaros era su despertador. No importaba la estación del año que fuera, dormía con la ventana abierta de par en par para que ese canto lo despertara. Pero esa mañana los pájaros no cantaron.
Trató de recordar cómo era el canto de las aves. No pudo recordar ninguna de sus melodías. Atribuyó a su propia decadencia la incapacidad de recordar el trino de las aves. Era un hombre mayor aunque no un anciano. Pero nadie sabe cuando la decrepitud toma dominio de su persona. Tal vez eso le estaba ocurriendo.
—Puto Alzheimer –dijo.
Sin embargo, no se trataba solo de la ausencia del canto de las aves. Percibió en el ambiente un silencio cruel, extraído de una dimensión inusual del tiempo, tal vez proveniente del mismo espacio del que surgía la Muerte para su danza macabra.
A todos los parroquianos de “Las Tres Tabernas” les pasó lo mismo.
Sin dudar, llevado por una premonición, Pablo se dirigió a la habitación que ocupaba el hombrecito. Llamó a su puerta repetidas veces. No hubo respuesta.
Jaló la manija; la puerta no tenía echada la llave. Abrió con cuidado temiendo la respuesta del forastero. Luego la abrió completamente. El hombrecito no estaba, tampoco su equipaje. La habitación estaba vacía.
—Hijo de puta –puteó.
Algunos parroquianos que escucharon el insulto, comprendieron.
—¿Se rajó? –preguntaron a los gritos.
—El hijo de puta se fue sin pagar –respondió.
¿Pero era esa pequeña estafa lo que realmente lo angustiaba? Vivillos que huían si pagar sus gastos conoció a muchos. Eran estafadores, tipos que parecían grandes señores y otros con aspecto de miserables roedores que reían mientras lamían los platos ajenos para comer sin gastar un centavo.
Lo que le preocupaba a Pablo no fue esa pequeña estafa, sino justamente la huida clandestina. La fuga del hombrecito no podía ser explicada por la mera ventajita de ahorrarse unos pesos por no pagar la habitación y algunos consumos. Eso no podía explicar el comportamiento del hombrecito.
Él no se pareció a ningún otro de los muchos forasteros que llegaron al villorrio en otras oportunidades. Ni a los más cabrones ni a los más amables. Ni a los ladrones de poca monta, ni a los asesinos a sueldo en camino a un asesinato.
Años después alguien le preguntó cómo lo hubiera descrito de haber podido hacerlo en ese momento. Hubiera respondido:
—Un agujero entre la vida y la muerte. Un camino negro. Una presencia densa y rabiosa.
Por eso Dixi alguna vez creyó que se trataba del mismísimo Blacrrod. Pero Dixi no sabía cuál era su aspecto. Le preguntó a “El Interrogador” cómo era Blacrrod.
—Un hijo de puta –le respondió–. Un tremendo hijo de puta.
—No me refiero a sus encantos, pregunto por su aspecto.
“El Interrogador” miró a Dixi a los ojos. Dixi de inmediato captó la duda de su amigo.
El hombre no podía responder esa pregunta.
Recordaba que estuvo reunido con Blacrrod, no por un trabajo. Negoció para que el mafioso del Camino Negro permitiera el paso de un grupo de sicarios que debían cumplir un encargo.
Habían pasado muchos años del encuentro. Le costaba recordar el aspecto de ese hombre.
—Cuando traté con él me pareció un tipo común. Era algo… cómo explicarlo.
—¿Denso? –preguntó Dixi.
—Podría ser. Podría describírselo así, denso.
—Dijiste que Pablo lo describió como “denso, rabioso”.
—Tal vez fuera así.
—¿Estás seguro de que era Black Road?
“El Interrogador” levantó la vista al cielorraso. No estaba seguro de que fue con Blacrrod con quien negoció. Negoció con alguien que se presentó con ese nombre. Pudo haber sido él o alguien que se hizo pasar por él.
—A todos los que interrogué sobre el aspecto de Black Road no supieron responderme –dijo Dixi–. No supieron o no quisieron. Pensé que vos sí podrías decírmelo.
Dixi le recordó a su amigo parte de la historia del mafioso.
—Todos hablan de Black Road, el “Camino Negro”, el “Camino de la muerte”. Hizo su propio reino, idólatra de San la Muerte. Dicen que le hizo construir un altar enchapado en oro.
—Bolazos –dijo “El Interrogador”.
—Puede ser. Dicen que está totalmente desquiciado, que en una reunión de sus seguidores gritó: “¿Soy una mierda salida de la reseca del Camino Negro?” A lo que sus seguidores respondieron: “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!”
—¿Entonces?
—Entonces proclamó:
—“Somos hijos de la mugre. Somos hijo de la mierda, la mugre es nuestra única madre. La mugre no respeta clases sociales, ni jerarquías, ni conocimientos, ni leyes escritas. Hagamos nuestra propia ley, nuestro propio reino de la mugre. ¡Viva la mugre! ¡Viva la muerte! ¡Viva el Camino Negro!”
Él habría escrito los “Diez mandamientos de los hijos de la mugre” que los hizo grabar en un granito rojo. Sobre esa piedra todos sus sicarios y acólitos hacen el juramente de fidelidad.
“El Interrogador” permaneció en silencio. Recordaba la leyenda.
—Espeluznante –dijo con cinismo– ¡espeluznante!
— Esa historia es conocida por todos –continuo Dixi–, pero cuando uno pregunta a cualquiera de los que dicen conocer a Black Road cómo es él físicamente, no pueden describirlo. Vos tampoco pudiste.
“El Interrogador” pasó su mano por la cara quitándose una modorra viciosa.
—e4 –dijo.
—¿e4? –preguntó confundido Dixi. Se sorprendió que “El Interrogador” retomara en ese instante la partida de ajedrez pendiente.
Respondió sin salir de su asombro:
—Cbd7.
“El Interrogador” habló como si todo eso no fuera sino un asunto mucho menor.
—No hay nada peor que tratar con alguien de quien uno no tiene ni la más remota idea de quién es realmente. Luego dijo como al pasar:
—Td1.
—Cb6 –Dixi jugó sin dejar de observar el rostro de “El Interrogador”.
Luego preguntó:
—Entonces, ¿quién era realmente ese despreciable hombrecito?

14

Pablo comprendió de inmediato el significado de la ausencia del hombrecito. Mandó preguntar dónde estaba Eliel y Salomé. Algunos parroquianos salieron en su busca. No los encontraron.
La ausencia del canto de las aves le dio la pista. Era un hecho inusual que las aves no cantaran.
Otro hecho inusual se produjo a la tarde de ese día. Monego, Julio Monego murió sin advertencia alguna. Viejo vecino del villorrio, gran bebedor de cerveza e incansable trabajador del campo, murió sin que se oliera el misterioso perfume que precedía a la Muerte, ni se escuchara ni una sola nota del mefistofélico violín del desconocido discípulo de Saint-Saëns.
Julio fue a la muerte totalmente desprevenido. Cayó de bruces, dijo su esposa, como un saco lleno de batatas podridas. ¡Pum! Y ahí quedó inmóvil en medio del silencio. La Muerte no lució su danza, como debía ocurrir.
¿Las ausencias de Salomé y Eliel estaban vinculadas a la triste muerte de Julio Monego? Pablo no sabía qué pensar. Consideró con acierto que era el momento de hacerle llegar las noticias a “El Interrogador”. Él era quien siempre mantuvo comunicación con el sicario. Nadie estaba en conocimiento de esos contactos.
Tenía sus maneras de comunicarle cualquier novedad. Fue él quien le avisó, en su momento, de la llegada de Salomé al villorrio y lo hizo porque la joven, una total extraña en esas geografías, llegó invocando su nombre. Mejor dicho, llegó preguntando por “El Interrogador” a quien dijo que conoció en un período de su vida del que poco recordaba. Él, en cambio, negó enfáticamente conocer a la muchacha. Pero Dixi, el oráculo personal del sicario, le dijo que, aunque él no lo recordara, hubo una jovencita que se cruzó en su camino llegada desde un lugar imposible de especificar.
Le dijo:
— La jovencita se cruzó en tu camino en la encrucijada de dos realidades diferentes, la tuya y la de ella. Lo que pudo ocurrir y por eso no lo recordás, es que, en ciertas oportunidades, dos realidades diferentes no son perceptibles, sino de manera aleatoria, casi accidental. Por lo visto, ella te recuerda, porque te percibió desde su realidad, y vos no desde la tuya. Es algo así como dos universos paralelos que no pueden aproximarse si no es por un tercer elemento, un ducto, un camino negro. Un agujero en el tiempo entre dos universos.
“El Interrogador” no supo cómo tomar las palabras de Dixi. Ni siquiera lo miró. Permaneció en silencio.
Dixi, luego afirmó:
—Ella no miente cuando afirma que estuvo con vos, de eso no tengo dudas.
Sin embargo, la explicación no convenció a “El Interrogador”. Sonrió con alevosía. Sin dejar de mirar a Dixi a los ojos, solo exclamó:
—¡Bla, bla, bla! –y rio desfachatado.
—¿Bla, bla, bla? ¿Es todo lo que tenés para decir?
“El Interrogador” repitió sibilino:
—Bla, bla, bla –y lanzó una risotada.
—Como gustes –Dixi, ofendido, fue todo lo que pudo decir en respuesta al escepticismo del sicario.

15

“El Interrogador” estaba completamente convencido que el secuestro y casi seguro asesinato de la muchacha era una trampa que alguien le estaba tendiendo. ¿Eliel? No le preocupaba en lo más mínimo la suerte del muchacho. Entendía que el hombrecito sabía que la muerte del muchacho no significaría nada para él. Era un crimen más, solo eso. Innecesario, tal vez. ¡Tantos sucesos innecesarios ocurrían en el mundo! Pero para un homicida consumado no cabía perder la oportunidad de un doble crimen. Podría decirse que Eliel estaba en el lugar y en el momento equivocado. Cosas que ocurren. Imprevistos.
La explicación de Dixi sobre la muchacha, él y los universos paralelos no solo le pareció ridícula. Para un escéptico por naturaleza como él, esas extravagancias metafísicas le sonaban estúpidas. Eso era lo que pensaba, aunque no hizo ningún comentario al respecto. Se ahorró de ofender más a su amigo.
Sospechaba que la joven estaría muerta o lo estaría muy pronto. ¿Las razones para cometer el homicidio? “Simple”, dijo para sí. Provocar a su informante, quien fuera, a comunicarse con él. Y un doble crimen, reconocía, podría provocar una reacción descuidada de parte del correveidile. Ese era el juego del hombrecito, usar a su informante como el lazarillo que lo condujera a su objetivo.
Pero nunca un hombre solitario secuestra y asesina a dos jóvenes. Solo es imposible. El hombrecito era una pieza de una maquinaria mayor. ¿Blacrrod? ¿La Banda de los Comisarios? ¿Quién? Esa respuesta no la tenía y era la que realmente importaba. Si tenía que actuar conminado por las circunstancias, lo haría contra quienes planearon su asesinato, no contra un homicida de poca monta como era ese despreciable hombrecito.
Sus certezas no eran muchas pero eran sólidas.
El hombrecito anunció a los gritos que quería asesinarlo en venganza por la ejecución, algo irregular, de “El Intermediario”.
“El Intermediario” era un alcahuete de «Blacrrod».
Cuando mató a “El Intermediario” sabía que atacaba a Blacrrod.
El hombrecito fue al villorrio, lo anunció a viva voz, hizo que todos supieran la razón de su visita.
El hombrecito esperaba que él creyese que era un enviado de Blacrrod.
Luego, secuestró a Salomé y también a Eliel. Los iba a asesinar si ya no lo había hecho. Esperaba que esos crímenes provocaran la reacción del informante quien, descuidado, enviaría urgente el mensaje sobre las muertes. El hombrecito solo necesitaba rastrear el destinatario. Ergo: daba con su morada. Llegaba por sorpresa y acababa el trabajo para el que había sido contratado.
Así de simple es la muerte por encargo en todos lados. Sin universos paralelos, sin explicaciones metafísicas. “Crimen y castigo”, pobre versión del drama de Dostoievski. Pero ni él era la miserable anciana usurera Aliona o su hermana Lizaveta (otra que estuvo en el lugar y el momento equivocado), ni el hombrecito era ese joven Rodión que se adjudicaba el derecho de asesinar por el bienestar general de una sociedad a la que le importaba un comino todo.
Solo se trataba de rufianes.

16

Dixi lo hubiera corregido. Salomé y Eliel no eran rufianes. Verdad. Pero alguien los introdujo en un ámbito de rufianes. Los hizo participar de sucesos que no podían comprender. Ese era un asunto del que se ocuparía en su momento. Pero el hombrecito sí era un rufián.
Todo era muy extraño. Nada tenía sentido. Recorrer medio país para llegar a un villorrio perdido para vengar la muerte de un intermediario. Blacrrod no actuaba de ese modo “intelectual”. Fuera quien fuera, era un sanguinario simple y directo. Nada muy elaborado.
Además, el crimen de “El Intermediario” pertenecía al pasado. Todos sabían que por esa ejecución él había sido castigado con el retiro forzoso por el Sindicato. Desde entonces era un eslabón perdido del crimen por encargo. Un sicario que fue, pero ya no lo era.
Todo era muy extraño. Aunque reconocía que hubo cosas más extrañas que conoció tiempo atrás, como el famoso Yoyo, el sicario ciego muerto de un tiro en la nuca. Yoyo y su Fulana estaban en su especial universo. Salomé, Eliel en otro, para él, extraño. El hombrecito no pertenecía a ninguno de ellos. Tendría el suyo, pero a él lo le interesaba conocerlo.
A donde estaba parando, el caserón de Dixi, llegó una esquela a nombre de “El Interrogador”. Dixi dudó en recibirla. En medio de sus vacilaciones oyó que su amigo le ordenó aceptarla.
Era una esquela manuscrita, en la que el informante decía que los jóvenes habían desaparecido como el hombrecito. Atribuía esas desapariciones a alguna fechoría del forastero. Finalizaba mencionando el asunto del silencio de las aves.
“El Interrogador” dobló con sumo cuidado varias veces el papel donde estaba escrita la nota. Llenó sus pulmones del aire que conservaba cierto perfume del tabaco cubano. Exhaló con fuerza.
Dixi lo observaba.
—¿Puedo saber de qué se trata? –preguntó.
—Están muertos –fue todo lo que dijo. Dixi quedó pasmado.
—¿Quiénes?
—Esos dos chicos.
—¿Muertos?
—Muertos.
—¿Seguro?
—Completamente.
—¿La nota dice eso?
—No. Dicen que desaparecieron.
—¿Entonces?
—Entonces están muertos.
Dixi parecía completamente desconcertado.
—Pero… pero… –balbuceó.
—No sé decir las cosas de otro modo. Buenas noticias, malas noticias, son solo noticias. Soy quien soy, ¡Shakespeare murió hace tanto! Están muertos. Los mató tanto para provocarme como para entretenerse. No puedo definir las proporciones. Cincuenta y cincuenta, si es un tipo equilibrado. A la chica la torturó delante del pibe, luego mató al chico y por último la asesinó a ella. Estoy seguro, yo lo hubiera hecho de ese modo. Si es que me conoce, esa fue su secuencia.
—¿Estás seguro?
—Reconozco su lógica.
—¿Tu informante dice que los muchachos están muertos?
—No. Es muy cobarde.
—¿Cobarde?
—Quizás cobarde no es la palabra correcta. “Sentimental”, eso quise decir, “sentimental”.
—¿Sentimental?
—Sentimental. Aunque no estoy seguro de hablar con propiedad. En este momento pienso en otros detalles.
—¿Puedo leer la nota?
—Seguro.

17

“El Interrogador” le entregó el mensaje prolijamente doblado. Origami siniestro.
Dixi leyó con atención para no equivocar el sentido de cada palabra.
Luego dijo:
—Relaciona la desaparición de Salomé y Eliel a la ausencia del hombrecito.
—Eso es correcto, tienen la misma explicación.
—Y habla de una señal, pero no entiendo a qué se refiere.
—Carece de importancia.
—Estás enigmático.
—Él no puede comprender que el silencio del que habla no es solo la señal de las ausencias, sino principalmente de la presencia del odio. Ausencia y presencia están unidas. El tema es qué las une. Simple: odio. En estado puro. Ese hombre no está cumpliendo un encargo. No tiene sentido. La venganza es contra mí, no contra dos muchachitos. No es un encargo. No actúa por encargo. Actúa por odio que es otra dimensión del asesinato. Cuando se asesina por odio se entra en otra dimensión de la que no se puede salir.
Dixi estaba ensimismado. Quedó suspendido entre el recado del informante y las palabras de “El Interrogador”:
—¿Mataste por odio?
—Jamás. Soy un profesional.
Luego discurseó:
—El odio lo dice todo de una persona, de una comunidad, de un pueblo, de una nación. La capacidad de odiar no tiene límite. Yo tengo mis límites: el dinero. Matar es trabajo, no placer. Además, está el Sindicato, la autoridad. No cuestiono la autoridad. No mezclo los sentimientos con el trabajo. El odio perturba al buen sicario. El odio conduce a la pasión, a la desobediencia. La desobediencia y el odio son la antesala del fracaso.
El modo en que un hombre o una comunidad ejercen su odio lo dice todo de ellos. Odian no solo pensando en el pasado o por lo que ocurrió en el pasado. Odian para crear un presente que se proyecte al futuro. Sin odio, muchas personas no podrían trascender. Buscan en el pasado qué los justifique, ejercen el odio en el presente y sientan las bases del futuro en ese odio. Odio y dinero, es la alquimia que gobierna al mundo. Donde hay dinero se propaga el odio. Es una relación simbiótica. El capitalismo es la simbiosis del odio y el dinero. O si se prefiere, del dinero que engendra el odio. La riqueza como pretexto, el odio como instrumento.
Yo soy solo un buen sicario. Soy una mercancía, pero en un sentido algo más primitivo. Tal vez ya sea una antigüedad, un suceso del pasado que no puede acabar de extinguirse. Elijo quién me contrata, me paga, hago mi trabajo. ¿Mato? Sí, y lo hago muy bien. Salvo aquel exceso de la ginebra nunca me extralimité con nadie. No hay sentimientos. No tengo sentimientos. Nada para mí es sentimental. Por eso puedo afirmar que este tipo no trabaja por encargo, ejerce una venganza.
—¿Y entonces? –preguntó Dixi algo furioso–. ¿No podés hacer nada por ellos?
—No. Están muertos.
—¿Seguro?
—Completamente.
—¿No podés intentarlo?
—No puedo resucitar muertos.

18

Dixi estaba crispado. Disimuló como pudo su enojo. “El Interrogador” sabía que ese esfuerzo no merecía ser repudiado. Era su amigo, tal vez el único, muerta “Ladilla”.
Lo comprendía. Poesía, música, ajedrez, ablandan al hombre con sus caricias. Una cosa es hablar de la muerte y otra ser su instrumento. Dixi no tenía ni idea de cómo era esa simbiosis entre muerte y sicario. Alquimia elaborada en los nueve círculos de los infiernos del Dante. Allí se forjó su naturaleza.
Dixi era el oráculo de muchos sinvergüenzas. Como él, recurrían a sus conocimientos para planificar atrocidades.
Era un artista, ante todo. Poeta, narrador, novelista, músico, pintor, ajedrecista, chef. Algo aristotélico, enciclopédico. Quien quisiera consultarlo, podía hacerlo. Sabía de cosas de las que casi nadie tenía la menor idea. No era un sabio, pero hubiera pasado por tal.
Dixi y “El Interrogador” se necesitaban mutuamente. Si hubiesen sido uno (dos personas diferentes y un solo ser verdadero) se habría llamado Dorian Gray. Uno, la belleza de lo sabio, el otro, lo inevitable de la muerte. El arte sin la muerte sería insoportable. La muerte sin el arte, un estropicio.
“El Interrogador” pensaba que la humanidad necesita a líricos como Dixi para poder soportar a los sicarios que a sueldo rondaban emboscados los suburbios de las miserias humanas.
—¿Preparaste tus armas? –preguntó Dixi.
—No. Las devolví donde las guardaste.
—Creí que ibas a usarlas. ¿Cambiaste de opinión?
—No puedo usarlas. El Sindicato me lo prohibió.
—El sindicato… el Sindicato…
—Solo se trataba de nostalgia. Nostalgia de un pasado. En ellas veo lo que fui y ya no seré nunca más.
—Así qué nostalgia.
—Sí, nostalgia.
—¿Vas a empezar a cantar?
—¿A cantar? –“El Interrogador” preguntó algo confundido.
—Nostalgias, el tango.
—¡Soy horrible cantando! No sé la letra. Mis nostalgias no se parecen a esas.
Dixi lo miró directo a los ojos. Nunca antes se había atrevido a mirar el fondo de esos ojos donde se acumulaban las imágenes de los últimos instantes de sus muchas víctimas.
Con voz dura y en tono burlón dijo:
—Bla, bla, bla.
“El Interrogador” miró asombrado a Dixi.
—¿Bla, bla, bla? –preguntó.
Dixi alzó los hombros e ignoró la pregunta. Nunca se le había atrevido.
—Bla, bla, bla –insistió.
—Estoy retirado, no puedo hacer nada. No jodás.
Dixi murmuró “bla, bla, bla”.
—El Sindicato no me permitirá volver a la profesión.
—No te ampares en el Sindicato –le reprochó Dixi.
—No lo hago. Cumplo su orden. Vos me dijiste que era una estupidez pensar en la clandestinidad para ajustar cuentas con ese desgraciado.
—Cambié de opinión.
—No voy a violar la ley del Sindicato. Está decidido. De esa agua no he de beber.
—Nunca digas de esta agua, no he de beber –replicó Dixi.
—Yo agua no bebo. Whisky, ginebra, champaña, licor, sí. Agua, jamás. ¿Capisco?
Dixi abandonó la sala realmente ofuscado.

19

Pervers, quien no regresó al villorrio, se ocupó de hacer distribuir por el pueblo relatos sobre el asesinato de Eliel y Salomé. Eran repugnantes. Los vecinos acabaron por reconocer por su aspecto los siniestros mensajes y dejaron de leerlos. Solo Pablo los coleccionaba y con absoluto cuidado los hacía llegar a “El Interrogador”. Dixi nunca tuvo noticias de ellos.
Las fotos del crimen de Salomé eran realmente perturbadoras. Más de una docena de ellas le fueron remitidas. “El Interrogador” no perdía su tiempo observando las torturas que el hombrecito infligió a su víctima. Eran provocaciones para desquiciarlo, para que, harto de ellas, acabara por tomar cartas en el asunto y violara la prohibición que el Sindicato le impuso por su alevosía contra “El Intermediario”.
Permaneció indiferente a todos esos mensajes que chorreaban muerte.
No rompería con las reglas del Sindicato como no lo hizo nunca en tantos años de profesión. De aquello que se vive casi toda una vida no se reniega por un rapto de cólera. Controlar la ira, refrenar la cólera, demostrar paciencia y tener confianza en las propias fortalezas, era el secreto de su irritante indiferencia.
Pasados unos meses, todas las esquelas que el hombrecito desparramaba y Pablo le remitía para su conocimiento, eran arrojadas sin ser vistas al inodoro. Esa acción se había transformado en un verdadero rito, un modo poco refinado para poner de manifiesto su desprecio por ese homicida.
Sí, reparaba en los informes que le hacía llegar Pablo desde “Las Tres Tabernas”. Pablo no era lacónico en sus descripciones, pero acertaba siempre en lo principal que debía hacerle saber, y eso era lo que más le atraía de esos apuntes que el mesero le envía con cierta frecuencia. Luego de leer esos breves y enigmáticos informes, los arrojaba al cesto despreocupadamente.
Cuando descubrió que Dixi las recogía de la basura parar leerlas, los quemó. No le reprochó a Dixi su intromisión, pero sí se cuestionó a sí mismo el descuido. Durante toda su vida hasta entonces, nota que llegaba, nota que se incineraba para no dejar ningún rastro. Tal vez estuviera, efectivamente, perdiendo los buenos hábitos que los mantuvieron con vida todos esos años.
Dixi sentía esa indiferencia como una patética tiranía ante la cual debía rendirse sin poder oponer mayor resistencia.
Los informes daban cuentan de que el villorrio estaba convulsionado por los hallazgos de restos humanos que atribuían a los cuerpos de los jóvenes.
El primero se produjo al norte del villorrio; el siguiente fue al sur. Luego en el este, y el que le siguió, en el oeste. Así el hombrecito estableció deliberadamente un patrón. Norte-sur, este-oeste. Un ciclo completo que se repitió varias veces.
Una insoportable provocación. No cabía dudas de que el hombrecito ofrecía a quien quisiera esperarlo saber dónde depositaría su macabro recado. Norte-sur, este-oeste.
El verdadero destinatario de esa rutina, “El Interrogador”, jamás consideró ir al encuentro que el homicida le proponía. Se mantuvo impasible como si todo eso no le interesaba en lo más mínimo.

20

Con verdadero estoicismo, Dixi parecía soportar el comportamiento de su compañero. Pero había algo que lo sacaba realmente de quicio. Cada tanto, con voz lijada y mirada inocente, “El Interrogador” le dictaba una movida de esa partida de ajedrez que parecía no acabaría nunca. No era todos los días, ni siquiera todas las semanas. Cada tanto, sin que mediara un aviso o una señal, cuando ambos estaban tratando asuntos que en nada referían a una partida de ajedrez, ni a esa ni ninguna otra, “El Interrogador” dictaba su movida y obligaba a Dixi a hacer la suya. Eso lo irritaba profundamente. Buscaba eludir la manipulación a la que lo sometía “El Interrogador” pero no lo lograba. Terminaba abdicando a su mandato.
—Dc5 –dijo luego de semanas de permanecer la partida en el olvido.
Dixi no respondió de inmediato. Con tono grave le dijo:
—Dicen que las aves no volvieron a cantar en el pueblo.
—¿Importa? –le respondió “El Interrogador”–. Dc5 –insistió.
—Supongo que sí.
—Era esperable.
—¿Te parece? –Dixi trataba de seguir los razonamientos de “El Interrogador”.
—Sí. No hay más trinos porque no hay más aves. Se fueron todas. Como no podían trinar emigraron. Las aves tienen mejor lógica que los humanos. Si en un lugar no puedo cantar por la razón que fuera, vuelo, vuelo lejos a donde mi canto sea posible. Simple lógica de la naturaleza. Si tuviéramos algo de esa lógica vivíamos con menos preocupaciones. Dc5, dije.
—¿Y cómo es un pueblo donde no hay ni un ave?
—No sé. Tampoco está en la lista de mis preocupaciones –le respondió sin sarcasmo. Luego insistió:
—Dc5.
Dixi tuvo que responder a ese movimiento:
—Ag4.
—Bien. Una más.
—Te escucho.
—Ag5.
—Previsible. Ca4
—Bien. El pueblo puede vivir sin pajaritos. Ninguno de sus vecinos va a morir porque las aves no vuelvan a cantar. Si un hombre puede sobrevivir en un campo de concentración, cómo no va a poder sobreponerse a la ausencia del canto de los pajaritos. El hombre ha sobrevivido a cosas verdaderamente horribles. El canto de un pajarito no cambiará su condición. Seguirá bebiendo, fumando, comiendo, fornicando, y cada tanto creerá que suena un trino y con eso estará conforme. Así de simples son las cosas.
—¿Y los crímenes?
—¿Qué hay?
—¿No son demasiados crímenes para un pueblo tan pequeño?
—¿Cómo establecer esa medida? Quizás cada pueblo merece un número de muertes determinado. Humanos, aves, perros, vacas, todo nace, se desarrolla y muere. Nada nuevo desde que apareció la vida en este planeta. No hay de qué lamentarse, desde que nacemos comenzamos a morir. Y aquí estamos.
—Tal vez –atinó a decir Dixi solo por decir algo.
—Da3
—Cxc3
—Correcto. Otro día seguimos.
“El Interrogador” se marchó en dirección a su habitación.
—Necesito descansar –fue lo último que Dixi escuchó mientras se alejaba por el pasillo hacia la habitación.

21

Unir los fragmentos dispersos de recuerdos puede no resultar fácil. El material es frágil. No se trata de verdaderos recuerdos, apenas retazos de evocaciones, nostalgias que nos dan modestas pistas de a qué acontecimientos corresponden o qué suceso dejó esa estampa, ese perfume, esa alteración en alguna porción de la química del cerebro. Es coser los olvidos uno a uno hasta hacer de todas esas omisiones una certeza más o menos comprensible.
“El Interrogador” necesitaba cierta intimidad para encontrar el primer dato significativo sobre los jóvenes asesinados. Todo lo que se refería a Salomé o Eliel era oblicuo, tangencial, casi esporádico. Pero no tenía dudas que al menos uno de los jóvenes tenía un vínculo con él. Esa era la única explicación para que el hombrecito decidiera cometer el doble homicidio contra ellos.
Desde el primer homicidio que realizó (su primer trabajo, como él lo llamaba), desarrolló cierta cualidad para acopiar los recuerdos sin permitirles emerger desde las profundidades donde quedaban almacenados. En alguno de esos recovecos, entre célula y célula, las referencias sobre alguno de los dos jóvenes deberían haber quedado impresas.
Se impuso la obligación de bucear en una zona de su cerebro totalmente apartada de la fantasía y la comodidad, donde él creía que fluctuaba un espejismo que se aproximaba en algo a la humana sustancia de esos muchachos. Un espejismo que se movía deliciosamente entre su consciente y su subconsciente. Aunque era una zona de su inteligencia donde rara vez él podía encontrar la verdad al alcance de su curiosidad de manera inmediata. Se trataba de un lugar donde había tanta razón como sinrazón, y en el que se almacenaban miles de imágenes brutalmente distorsionadas, de palabras mal pronunciadas, de gritos desconsoladores.
Para “El Interrogador” recrear cómo supo de Salomé o Eliel no fue para nada sencillo. Podía haber recurrido a la ayuda de Dixi, pero Dixi estaba cada vez más disgustado con la indiferencia que mostraba por la suerte de esos muchachos.
A Dixi, hablar de Salomé y de Eliel lo indisponía de modo insoportable para “El Interrogador”. Era su manera de recriminar su indiferencia. Pero la indiferencia del sicario no nacía de la hipocresía o de la comodidad. Era premeditada, elaborada en sus detalles porque él, más que nadie, sabía de las consecuencias de hasta el menor error en el proceder, fuera por un arrebato sentimental o por el deseo de la más justificada venganza.
El Sindicato lo observaba desde su propio promontorio, con su único y gigantesco ojo a la espera de que cometiera el menor error. Entonces le caería encima con todas sus fuerzas. Él lo sabía y alejaba de sus razonamientos y sentimientos todo aquello que lo pudiera precipitar en la desgracia.
El Sindicato lo disculpó por su acción impropia de un sicario de su jerarquía, cuando ejecutó sin mediar una modesta advertencia a “El Intermediario”. Esa disculpa fue primera y única. Estaba advertido que no habría ninguna otra. Cualquier violación a la sanción lo llevaría directo a la tumba.

22

Salomé fue un misterio desde su aparición. Surgió de entre el polvo que se levantaba alrededor del pueblo. Un anillo de tierra reseca circunvalaba el villorrio y lo encerraba en su propio clima. De ese polvo surgió Salomé.
Lo curioso fue que a nadie asombró esa repentina aparición que llegaba envuelta en música. Tampoco, y eso sí resultó verdaderamente desconcertante, que luego de su aparición llegara la Muerte con su danza. Cuando se presentaba, todos permanecían hipnotizados viendo morir a un desgraciado, al ritmo de su baile y al son de la música de un violín mefistofélico. Terminado el rito, la vida parecía volver a la rutina habitual. Cada uno a sus asuntos. Salomé se retiraba llevando su música a donde fuera.
Salomé era una incógnita en sí misma, sutil sugerencia de la imagen que un espejo reflejaba. Eliel, en cambio, era la inmediatez de un hombre que no alcanzaba a despegar de la adolescencia a la madurez. Pablo los describía con acierto con pocas palabras. Pero últimamente había abandonado sus precisas descripciones para dedicar la mayor parte de sus esquelas a despotricar contra el hombrecito que, no bastándole sus actos despreciables, tuvo la mezquina ocurrencia de robar el atizador del hogar. Y aunque sonara ridículo, para Pablo parecía más tremendo ese hurto que el doble homicidio.
En cierta oportunidad Dixi trató de convencerlo de que Salomé no era lo que parecía. Era una representación, una excusa cuya misión en el villorrio era poner de manifiesto que la muerte encuentra su camino para presentarse.
—¿Y ante quién debía presentarse la Muerte, entonces? –le preguntó en aquella ocasión a Dixi.
—Ante vos. Ella fue el camino para que otro consumara tu muerte.
Eso podía ser posible solo si ella y él tenían un vínculo que ignoraba.
—¿Y Eliel? –preguntó.
—El meta mensaje de la venganza.
Al “El Interrogador” nada de eso le pareció convincente. Asumía que el orden de los sucesos permitía esas divagaciones. Del meta mensaje al mensaje directo. El mensaje de la venganza que ese pequeño hombre le envió a través de los cadáveres de Salomé y Eliel llegó hasta él varias veces. Luego del desafío, el silencio. El silencio de las aves, el fin de los sonidos, de las danzas, del violinista con su macabra danza de la muerte. Fue la muerte y su imposibilidad de responder a ninguno de todos esos eventos. Los desafíos adquirieron voluntad propia mientras él, hacedor de la muerte, estaba reducido a un prisionero, jugando partidas de ajedrez que no le pertenecían.
Donde hubo sonidos solo quedó silencio. Donde hubo movimiento, solo quietud. Donde hubo vida, muerte. Y él allí, solo, apartado de lo inmediato, suspendido en un ocaso insoportable, soportando el fastidio de Dixi, la observación impúdica del ojo del Sindicato y la burla patética del pequeño hombrecito.
Tal vez el anhelo era verlo morir en vida, apagarse como el pábilo de la vela, disecarse hasta reducirse a un oscuro polvo que una leve ventisca dispersará para siempre.

23

Los hallazgos de las siniestras bolsas negras con sus trozos de muerte dentro empezaron a ser cada vez más esporádicos hasta que desaparecieron. Pablo, entonces, dejó de enviar mensajes. Supo por otros que siguió bufando por el hurto de su atizador. Era una herencia familiar.
Las aves emigraron por completo. Allí no volvieron a cantar.
Al poco tiempo nadie recordaba el nombre de Salomé ni el de Eliel. La Muerte, por su parte, no dejó de visitar el villorrio, pero lo hacía de modo intempestivo, algo brutal y antojadizo.
La partida de ajedrez entre Dixi y “El Interrogador” quedó abandonada. Los dos sabían que no tenían excusas para retomar el juego.
“El Interrogador” preparó su equipaje. Dixi no intervino contra esa decisión. Por el contrario, creía que había llegado el momento de que el amigo dejara su casona e hiciera un largo viaje que les permitiera a los dos reponerse de su convivencia.
La última conversación que tuvieron fue sobre la existencia de Blacrrod. A esa altura de la historia “El Interrogador” estaba casi seguro que Blacrrod era una ficción. Podía ser uno, diez o cien individuos diferentes. Todos distintos y uno solo al mismo tiempo.
—Catequesis del homicida. Tres partes integrantes y un solo dios verdadero –bromeó Dixi.
—No creo en dios –respondió “El Interrogador”.
—Los católicos dicen que hay un dios único que existe como tres personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
—Los católicos creen en cosas inverosímiles.
—Deduzco tu teoría. Black Road es la substancia, la naturaleza, la esencia del crimen organizado, tanto en la figura del hombrecito como en la de “El Intermediario”. Los tres comparten la misma divinidad, por llamarla de algún modo. Black Road es quien ordena, “El Intermediario” quien obedece, el hombrecito quien procede. Los tres son diferentes, pero en realidad son solo uno. La divina unidad se manifiesta en que los tres son diferentes, pero representan a uno solo “dios” verdadero.
—Lo tuyo es conmovedor. –“El Interrogador”, escéptico, fue irónico.
—Nadie mata a su libre albedrío, nadie roba sin consecuencias, nadie prostituye tanto como se le ocurre. Algo lo manda y los protege, les da sentido a sus crímenes. Todos son partes de la substancia de ese algo superior, todos son a él como él es a todos.
Para “El Interrogador”, demasiado rebuscado. Luego corrigió la idea de “demasiado rebuscado” y pensó en “demasiado peligroso”.
Se tomó un tiempo para preguntar. Inhaló con fuerza el aire de la habitación y lo liberó lentamente, como si ese acto le permitiera pensar con más claridad.
Luego preguntó:
—De acuerdo a tus elaboradas elucubraciones, ¿Blacrrod existe o no?
—Esa no es la pregunta. La pregunta es de qué modo existe Black Road.
—No puede haber sino un único modo de existencia para un homicida, un ladrón, un proxeneta, un narcotraficante.
—No me refiero a sus manifestaciones. Si no al modo en que puede existir una especulación que llamamos Black Road.

24

“El Interrogador” permaneció en silencio observando al amigo. Dejó caer los brazos. Cerró los puños como quien no quiere dejar escapar algo frágil. En ese momento la leve sustancia de un recuerdo de Salomé cruzó su memoria. Estuvo tranquilo, perpetuando una indiferencia que desequilibraba a su amigo.
Luego, por seguir la conversación, preguntó:
—¿También me involucra?
—¡Por completo!
“El Interrogador” no esperaba esa respuesta de parte de Dixi.
No tenía nada en común con Blacrrod. Era un sicario, y uno de los mejores. Parte del sofisticado sistema de la muerte por encargo. Pero Dixi, en su rebuscado razonamiento, menoscaba su valía, reducía sus méritos a decisiones que otro u otros tomaban sin que él se diera cuenta. Quedaba reducido a un simple instrumento autista.
Dixi continuó con su argumento.
—Imaginalo como partes un mecanismo –dijo–. Por ejemplo, todos los del Sindicato, incluso vos, desde ya, podrían ser parte de un antiguo mecanismo como el de Anticitera. Todos engranajes. Decenas o centenas de engranajes que funcionan armoniosamente sin saber uno de la existencia del otro. O sabiendo uno de la existencia del otro, pero girando sin importarle a cada uno lo que ocurre con el vecino.
—Anticitera –repitió “El Interrogador” arrastrando las sílabas.
—En efecto, el mecanismo de Anticitera.
—Entonces, de acuerdo a tu lógica, yo solo soy un simple instrumento que ignora quién lo manipula realmente.
—Podría entenderse de ese modo.
—Y todo lo que hice, lo que hago o voy a hacer está regido por no sé qué superior que todo lo ordena y todo lo controla.
—Siempre que hablemos de tu… –Dixi no encontraba la palabra justa–, tu…
—Mis homicidios.
—Digámosle así, “homicidios”. Seguro. Vos sos parte de ese gran mecanismo de la muerte.
—No puedo refutarte. Esto podría aclararse si busco, encuentro y mato a Blacrrod.
—Nunca lo vas a encontrar porque Black Road no existe del modo que lo imaginás.
—Que sea nuestra gran partida. Basta de ajedrez, juguemos a la muerte de Blacrrod. Si lo mato y traigo su cabeza en una bandeja de plata, tus argumentos habrán resultado falsos.
—No lo vas a encontrar. Black Road no es lo que vos buscás. Es substancia, inteligencia.
—Desafío, entonces.
—Desafío, pues.
—Pero primero lo primero –dijo y sonrió.
Estrechó la mano de Dixi. Tomó su valija y se dirigió hacia la puerta de salida. Caminó sereno. Una sonrisa iluminaba su rostro. Hasta parecía haber rejuvenecido luego de sellar con un apretón de manos el desafío. La promesa del cadáver de Blacrrod le había devuelto el alma al cuerpo. “Pero primero lo primero”. Repitió para sí.
Caminó por el largo pasillo hasta la puerta cancel. Se detuvo.
—bxc3 –gritó antes de salir.
Dixi sonrió de manera involuntaria.
“El interrogador” abrió la puerta cancel, bajó la escalera hasta la puerta que daba a la calle y salió rumbo a un lugar que tan solo él sabía.

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1Black Road

2Deuteronomio 32:35

3Manuel Bretón de los Herreros.

4Deuteronomio 28:29-35

5César Vallejo

6Apocalipsis 21:6

7Omar Khayyam.

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