Silencio por demencia

Silencio por demencia

Josué Mares

29/05/2019

Tengo setenta y cinco años. Los he cumplido fingiendo no recordarlo. He dejado que todos piensen que me toman por sorpresa. Cuando llega la vejez, la falta de razón se asumen con bastante naturalidad, por lo que me ha dado poca tarea el convencer a todos de que las cosas se me olvidan, aunque en realidad no sea así.

Cuando mis hijos vienen a verme a la casa de retiro, les cuento las mismas historias de siempre, una y otra vez. Los agobio con las mismas anécdotas, con los mismos chistes y con los mismos escasos recuerdos que confieso retener. Lo hago de manera consciente y deliberada, en parte para castigarles por rendirse demasiado pronto conmigo y por no conocerme, y en parte por miedo. Miedo al desprecio y abandono que sentiré cuando en realidad me olvide de todo. Prefiero ser una molestia ahora, porque al menos me queda el consuelo de que este deterioro es simulado.

La vida nos enseña muchas cosas. La mía ha sido larga y me ha instruido bastante bien en las artes de callar. Hay varias formas de guardar silencio y ninguna es sencilla ni grata. La más conocida es limitarse a tener la boca cerrada. Tal vez esta sea la mejor de todas, pero requiere esfuerzo; el músculo más pesado del cuerpo es la lengua, sin lugar a dudas. No es nada fácil mantenerla a raya. Otra forma de callar es hablar mucho, sin detenerte ni un solo segundo, para que la verdad terminé pasando inadvertida entre el resto de palabras ociosas, frías, falsas y sin sentido. También está el tipo de silencio que comunica. Ese que nace en el momento en que se supone que se debería decir algo; lo que sea. Ese silencio que nace en la boca de un padre decepcionado ante las disculpas de un hijo que parece no tener remedio. Ese que nace en el alma de las mujeres, cuando sus esposos le preguntan si está todo bien, más por compromiso que por interés real. Ese que yo mismo experimenté las veces que me permití enamorarme; siempre tuve que terminar haciéndome a un lado, y siempre lo hice con la cabeza en alto, con una risa fingida y sin soltar reproche alguno. La última vez que me enamoré fui yo mismo quién se apartó, no porque tuviera razones; simplemente por la fuerza de la costumbre.

Yo decidí quedarme con el silencio desquiciante de la locura, donde te puedes permitir hablar de cualquier cosa, porque de todos modos no te tomarán en serio. Cuando estás viejo tu opinión ya no molesta tanto, porque a la mayoría no le importa. Yo le llamo «silencio por demencia» aunque reconozco que en realidad es lo contrario: demencia a cambio de silencio.

Tal vez se pregunten cómo puede alguien ser tan malvado como para fingir no recordar a sus hijos, mientras estos sufren en el intento de hacer que al menos les recuerdes desde ese punto en adelante. No estoy seguro de tener una respuesta.


Un día te levantas feliz. Tomas la mano que quieres tomar, abrazas a quien quieres abrazar, besas a quien quieres besar y sientes que triunfas. Lo sientes de verdad, hasta que llega el momento de enfrentar la verdad; verdades indecibles, que no pueden ser explicadas más que por medio de cuentos, inventos y mentiras. Pero no quieres mentir. No quieres mentir y no puedes decir la verdad, porque tienes miedo a amar y no ser amado, porque temes que la vida se te pase persiguiendo metas que no te lleven a ninguna parte. No puedes decir la verdad porque sabes que la gente no la quiere oír. No quieren oír la verdad porque piensan que las cosas que no se dicen son menos reales, aunque se sientan, aunque se quieran; aunque se deseen. Entonces empiezas a callar lo que te gustaría gritar a los cuatro vientos, lo que te gustaría que todos supieran y llegado a ese punto, no hay más que silencio.

No lo reconoces, pero temes vivir de ilusiones, porque te enseñaron que de ilusiones no se vive.

Entonces pasan los años y crecen los vacíos sin palabras y aumentan las palabras indecibles, y descubres que no eres el único, y es en ese momento en que te rindes. Te rindes al silencio y te guardas las palabras, hasta que cumples la edad suficiente como para empezar a olvidar las cosas.

Tienes una conversación con tu hija y recuerdas momentos en los que sin darte cuenta fuiste feliz. Le cuentas la misma historia a cada uno de tus hijos, cuando se dignan a visitarte, porque el recuerdo te reconforta. Entonces se las vuelves a contar y ellos no dudan en hacértelo saber: «eso ya me lo has contado». La tentación es grande, y caes: «no recuerdo habértelo dicho». Ves que en sus rostros se dibuja el temor, porque el momento en que empiezas a ser un carga les ha llegado. Decretan que no puedes vivir solo y te exilian a un hogar de retiro, con gente más capacitada para tratar contigo. Tú lo aceptas en silencio, porque quieres tener la excusa para repetir la misma historia una y otra vez; finges olvidarlo todo solo para no llegar a olvidar de verdad aquellos momentos a los que te aferras. Aquellos recuerdos de mar y de rocas, de abrazos y de besos, de arena y viento, de cielo y desierto; aquellos recuerdos de cuentos y abrazos; y de besos. Los recuerdas y los repites solo para no olvidarlos.

Con el tiempo, algunas personas descubrieron que fingía mi enfermedad y aunque no lo aceptan, han terminado siguiéndome la corriente, tal vez porque saben que lo que hoy es mentira será verdad en un par de años, si no en menos. Me descubrieron porque recuerdo demasiado bien mis porciones de comida cuando me las quieren reducir, o porque jamás olvido las fechas en que me visita mi hija menor, la que realmente me importa. El lugar está lleno de viejos. Tiene su gracia que, siendo demasiado mayor para vivir en el mundo real, hay al menos un submundillo donde estoy en el grupo de los más jóvenes. Aquí hay demasiada vejez junta para un solo lugar; tal vez por eso se hace tan despreciable pensar en estos hogares. Cada vez que te cruzas con alguien en los pasillos ves tu propia ruina, y te estremeces, pero con el tiempo llegas a sentir que no es tan malo como podría ser. Yo nunca le he temido a la vejez ni al paso de los años. Fui un niño hasta los treinta y un viejo desde los trece; esta paradoja me hizo vivir siempre fuera de tiempo. Hasta creo que nací demasiado tarde.

Si pudiera permitirme confesar que recuerdo y si pudiera hablar libremente, me limitaría a decir que el silencio duele. No importa del tipo de silencio que se trate; siempre duele.

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