Una niebla para mí solo

Una niebla para mí solo

Así era siempre que se iban. Todo quedaba detenido como un fantástico hueco repentino. Todo era yo en adelante casi como siempre, sólo que entonces ya ellos no. Ya no su sitio inexorable, su diario ciclo de fragor, el lívido pedregullo en la garganta que me irritaba. Ya podía yo. Y me extendía en la infinitud de la casa sola, como un mueble más, el único testigo de todo, el único que computaba los tal vez que a veces me ponían loco.

Dejaban una estela como ese rastro de chicharras que hace un poco la tristeza de los borrachos que no pueden ser parte de una fiesta; su ruido pagano se estiraba como sus aquí que iban con ellos.

Luego como siempre el silencio salía de su madriguera, nunca el silencio asume tan velozmente los ámbitos (tal vez siempre necesité tiempo para creerme loco) como los ruidos.

Después de una puerta se acomodan los latidos de los lugares vaciados con el mismo ritmo decreciente del temblor del agua que se aquieta. Todo se diluye luego. A veces se tiene conciencia exacta de cuándo son las veces de las cosas y cuándo son las imágenes, pero otras uno se destiñe en el delirio: si acertar a señalar el límite entre la realidad y la imaginación.

Así era siempre que se iban, el silencio se hinchaba de pared a pared, una niebla para mí solo como si yo lo segregase. Yo era un reloj de silencio porque el tiempo sólo existe en los relojes y este silencio me necesitaba para existir más por un testigo. Y los tenía a todos, silencio de cada uno, porque se habían ido como siempre.

El sobresalto viene cuando uno no espera el hecho que lo sobresalta. Cuando yo estoy solo gobierno todo y si quiero ahuyentar el silencio yo mismo grito. Por eso me sobresaltó esa presencia de otros en otros gritos afuera que yo no decidía. Me perforaban el albedrío de ser yo solo todo lo que había quedado. Es cierto, hay cosas que me despistan, por ejemplo el teléfono, porque el teléfono si no hubiera sonado podría haber sonado o no. Si yo no hubiera atendido podría haber seguido sonando o haber dejado de sonar. Ese desorden de arena histérica e irregular, metódico grillo de metal.

Nadie contestaba. Qué vacío es el lugar donde deben ser las voces, que no están. Una pregunta infinita, la lógica la limitaría a las posibilidades de un cuaderno telefónico o amistades no anotadas. Pero bastan sólo dos para lograr una duda infinita, y nadie contestaba. Cerré los ojos, el golpe se demoraba, los abrí, sin miedo porque siempre que juego a las apariciones no aparecen.

Necesitaba el teléfono. Era como irme por las ramas. Descolgué, como asomándome a un abismo rojo, ese zumbido redondo y caliente, ¿quién lo sentiría frío o alargado? Pensé entonces que cualquier voz podría reemplazarlo, ésa fue la primera vez, todo el mundo es en una mano un lugar común para todas las cosas, como un único ahora para todas las veces. Es una historia rectilínea, numérica si se tiene ritmo, y si no simplemente sucesiva.

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