Que el fuego se queme

¡Incendio! Está la calle atestada de peligro.

Hombres disfrazados de hormiga hormiguean como burbujas incalculablemente.

Arrastran venas raudas, largas flautas donde se apura el agua como un urgente animal.

Nadie mira a nadie. Nadie recuerda nada.

El fuego embiste como un toro derretido.

Olas, lenguas, banderas, túnicas y bramido.

Las hormigas le clavan su aguijón chisporroteante. Las heridas del fuego son húmedas y vaporosas.

Yo estoy en esta esquina y no me pregunto por los señores asustados, por los amantes que se derriten en los calcinados colchones, por los cuadernos como éste que se van por la ceniza, por el carbón de los miedos y los besos con rumbo de humareda.

Ni siquiera pienso que podríamos haber estado allí, jugando a siempre, tú y yo, en un mañana cualquiera.

No.

No hay incendios para nosotros. No habrá mangueras escupiendo; gritos de socorro, reventadas ventanas. Habremos tal vez una inundación de mariposas, un caos de flautas incandescentes, un diluvio de palomas luminosas.

No me importa que se quemen estas casas. No hay tiempo más allá de nuestros ojos. No hay muerte ni dolor ni urgencia.

Toda la tierra nos asiste como un planeta que concentra su circulación, su pulsación de palomas subterráneas en la primera raíz de su naturaleza. Están dejando que el fuego se queme.

Ya le han sacado los ojos. Le han clavado una inminencia de agua. Ese mar vertical ya se desploma.

Cerca mío hay dos señores en pijama que no se parecen en nada a nosotros.

No saben que han sido condenados a cuaderno perpetuo.

Me voy antes que me salpiquen con rincones.

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