El juguete del delirio

El juguete del delirio

Y volvió a gritar: «¡Han matado el agua, el agua está muerta!»

Y su voz, como una rama seca, desde toda la casa convergió sobre su garganta, cuajó sobre su grito como si hubiese terminado una espera de siglos.

Y levantó entre sus manos el trapo de agua inerte, como un muñeco muerto.

La sangre le hizo un relámpago y los ojos quedaron detenidos como relojes últimos.

Eran las seis. En su mano también eran las seis. Pero (nadie lo sabía) ella era ya para siempre las cuatro y doce minutos.

La tarde se desteñía sobre los azulejos, ronca, a través de la ventana esmerilada.

Lloraba, como lloran las niñas cuando lloran.

Seguían golpeando a la puerta. Desde hacía rato reconocía ese atroz empecinamiento sobre su místico silencio.

Golpeaban como siempre que se encerraba.

Y ella lloraba. Y las voces de afuera abrí, abrí te digo, ¡vamos!

Y el trajín afuera y el tiempo atareado sobre los relojes, los relojes apelables. El tiempo inapelable sobre los relojes cortos.

Gritaron mucho tiempo más y luego vino el carajo lleno de vino como siempre y los puños estallados sobre el encierro y más allá sobre el miedo acorralado más atrás de la muñeca, del agua y de las manos, que quedaron afuera del refugio donde acudía siempre despavorida.

El agua, el agua, han matado el agua.

Y abrí, mocosa… ¡Como siempre!

Carajo, el agua, las voces se amontonaban.

Dos transparencias superpuestas.

¿Quiénes son más ingenuos, los locos o los brutos? ¿Los locos irresponsables o los brutos irresponsables?

Y la hallaron, porque abrieron al fin como siempre, allí, bajo el lavatorio, resumida contra el rincón y el agua, que se la adhería, amigable y anónima de las lágrimas, mezclados.

Toda mojada, mirá, como siempre, y esa muñeca de mierda, alzá.

Y la mirada vacía, los ojos dejados solos, y la fuga o el destierro o el juguete del delirio, remoto país atrás de la sonrisa sin gobierno y la carne mecánica.

¡Y…! ¡Como siempre…! ¡A la…!

Esas tardes viscosas, el olor a cebolla.

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